Los límites de la cordura - G.K. Chesterton (5)



II
ALGUNOS ASPECTOS DE LA GRAN EMPRESA
1. El engaño de las grandes tiendas.

Dos veces en mi vida me ha dicho un director literalmente que no se atrevía a imprimir lo que yo había escrito porque ofendería a los que publicaban anuncios en su periódico. La presencia de semejante presión existe en todas partes bajo una forma más silenciosa y sutil. Pero tengo gran respeto por la franqueza de este particular director, porque evidentemente era casi la máxima franqueza posible para el director de una importante revista semanal. Dijo la verdad acerca de la falsedad que tenía que decir.
En ambas ocasiones me negó libertad de expresión porque decía yo que las tiendas que ponían más anuncios y las grandes tiendas eran en realidad peores que las pequeñas tiendas. Puede resultar interesante señalar que ésta es una de las cosas que ahora le está prohibido decir a un hombre; quizás la única cosa que le está prohibido decir. Si se hubiera tratado de un ataque al Gobierno se hubiera tolerado. Si hubiese sido un ataque a Dios hubiera sido respetuosa y atinadamente aplaudido. Si se hubiera tratado de injuriar el matrimonio, o el patriotismo, o la honestidad pública, me hubieran anunciado en los titulares y se me hubiera permitido extenderme en los suplementos del domingo. Pero no es probable que un gran periódico ataque a la gran tienda, puesto que él mismo es (a su modo) una gran tienda y cada vez más un monumento al monopolio.
Pero estaría bien que repitiera aquí, en un libro, lo que no pude repetir en un artículo. Creo que una gran tienda es una mala tienda. Creo que no sólo es mala en un sentido moral, sino también en el sentido comercial; esto es, creo que comprar en ella no sólo es una mala acción, sino también un mal negocio. Creo que el emporio-monstruo no sólo es vulgar e insolente, sino también incompetente e incómodo, y niego que su gran organización sea eficaz. Una organización grande es una organización floja. Más aún, sería casi
igualmente cierto decir que la organización es siempre desorganización. La única cosa perfectamente orgánica es un organismo, como ese organismo grotesco y oscuro llamado hombre. Él es el único que puede estar seguro de hacer lo que quiera; más allá de él, cada hombre adicional será una equivocación más. Aplicado a cosas como las tiendas, todo es un absoluto engaño. Algunas cosas, como los ejércitos, tienen que ser organizadas y, por lo tanto, hacen lo posible por estar bien organizadas.
Hay que tener una larga línea rígida de soldados para poder vigilar una frontera. Pero no es verdad que haya que tener una línea larga y rígida de gente que adorne sombreros o ate ramilletes de flores a fin de que resulten pulcramente adornados y atados. Es más posible que el trabajo resulte bonito si lo hace un artesano particular para un cliente particular, con cintas y flores especiales. La persona a quien se encarga que adorne el sombrero nunca lo hará en forma que convenga del todo a la persona que quiere que se lo adornen; y la centésima persona a quien le encarguen que lo haga lo hará mal, como lo hace. Si recopiláramos todos los relatos de todas las amas de casa y dueños de casa acerca de las grandes tiendas que les han enviado mercancía equivocada, que han hecho pedazos la mercancía que en realidad encargaron, que se olvidaron de enviar toda clase de mercancía, contemplaríamos un torrente de ineficacia. Hay muchas más equivocaciones en una tienda grande que las que ha habido nunca en una pequeña tienda, donde el cliente individual puede maldecir al tendero.
Cuando se enfrenta con la eficacia moderna, el cliente permanece silencioso, sabedor del talento de esa organización para saquear al hombre. En resumen, la gran organización es un mal necesario, que en este caso no es necesario.
He empezado estos apuntes con una nota acerca de las grandes tiendas porque éstas son cosas cercanas a nosotros y por todos conocidas. No es necesario que me extienda sobre otras demandas todavía más divertidas a favor de la colosal combinación de los departamentos. Una de las más graciosas es la declaración de que es más conveniente comprar todo en la misma tienda. Es decir, es más conveniente caminar por todo el largo de la calle con tal de que se camine bajo techo, o más frecuentemente bajo tierra, en vez de recorrer la misma distancia al aire libre desde una pequeña tienda hasta la otra. La verdad es que las tiendas de los monopolistas son muy convenientes (para el monopolista). Tienen la ventaja de concentrar el trabajo como concentran la riqueza cada vez en menos y menos ciudadanos. Su riqueza les permite a veces pagar sueldos tolerables, y su riqueza también les permite acaparar los mejores negocios y hacer propaganda de las peores mercancías. Pero nadie ha intentado nunca demostrar que sus mercancías son mejores; y la mayoría de nosotros conoce cierto número de casos concretos en que son decididamente peores. Ahora bien, yo expresé esta opinión mía (tan chocante para el director de la revista y los que publicaban anuncios) no sólo porque es un ejemplo de mi tesis general, que sostiene que deberían restablecerse las pequeñas propiedades, sino porque es esencial para la comprensión de otra verdad mucho más curiosa. Toca a la psicología de todos estos asuntos: el mero tamaño, la mera riqueza, el mero anuncio y la arrogancia. Y nos proporciona el primer modelo de guía del modo en que se hacen hoy las cosas y el modo en que (si Dios quiere) se desharán mañana.
Hay un hecho obvio y atroz, y enteramente desatendido, que debe señalarse antes de que entremos a considerar las leyes que se necesitarían principalmente para renovar el Estado. Es el hecho de que podría hacerse una revolución considerable sin dictar leyes en absoluto. No concierne a ninguna ley existente, sino más bien a una superstición existente. Y lo curioso es que quienes la sostienen se jactan de que sea una superstición. El otro día vi, y me divirtió bastante, una pieza teatral popular llamada Conviene publicar anuncios, que trata de un joven hombre de negocios que intenta disolver el monopolio de jabón de su padre, un hombre de negocios más anticuado, mediante la aplicación de teorías americanas acerca de la psicología del anuncio. Una cosa me pareció interesante, y fue ésta: era de muy buena comedia hacernos simpatizar a veces con el viejo y a veces con el joven; era de muy buena farsa hacer que el joven y el viejo alternativamente pasaran por tontos. Pero nadie pareció sentir lo que yo sentí como rasgos más evidentes y notables de tontería. Se burlaban del viejo porque era viejo, porque era anticuado, porque tenía la suficiente salud para burlarse él de las estupideces de su disparatada publicidad. Pero en realidad nadie lo criticaba por haber hecho un acaparamiento, por el cual alguna vez podrían haberlo puesto en la picota. Nadie parecía tener suficiente instinto de independencia ni dignidad humana para irritarse ante la idea de que un viejo envanecido por su riqueza podría impedirnos, si quisiera, tener un artículo de consumo humano ordinario. Y lo mismo que con el viejo, ocurría con el joven. Su amigo el americano le había enseñado que la publicidad puede hipnotizar el cerebro del hombre; que la gente es arrastrada por una implacable fascinación dentro de una tienda, como dentro de la boca de una serpiente; que con la repetición se conquista el subconsciente y se paraliza la voluntad; que a todos nos hacen comportarnos como muñecos mecánicos cuando un anunciador yanqui dice: «Hágalo ahora». Pero en ningún momento se le ocurrió a nadie ofenderse por eso. Nadie parecía estar bastante vivo para molestarse. Al joven se le hacía burla porque era pobre, porque estaba arruinado, porque se lo impulsaba a los subterfugios de la bancarrota, y así sucesivamente. Pero él no parecía saber que era algo mucho peor que un tramposo: un hechicero. No sabía que por su propia jactancia era un magnetizador y un mistagogo, un destructor de la razón y la voluntad, un enemigo de la verdad y la libertad.
Creo que tales gentes exageran el provecho producido por los anuncios, aunque aprovechen al demonio. Pero en cierto sentido esta causa psicológica en favor de la publicidad es de gran importancia práctica para cualquier programa de reforma. Los anunciadores americanos han tomado el palillo por el extremo equivocado; pero es un palillo que puede usarse para algo más que para batir su gran tambor absurdo. Es un palillo que también puede usarse para aporrear su absurda filosofía comercial.
Siempre nos están diciendo que el éxito del comercio moderno depende de que se cree una atmósfera, se forme una mentalidad, se tome un punto de vista. En resumen, insisten en que su comercio no es puramente comercial, ni aun económico o político, sino esencialmente psicológico. Espero que continúen diciéndolo: porque quizás entonces, algún día, todos verán de pronto que es cierto.
Porque el triunfo de las grandes tiendas y cosas semejantes es en realidad una cuestión de psicología, por no decir psicoanálisis. En otras palabras, una pesadilla. No es real, y por ende no es seguro. Esta cuestión interesa sólo a nuestra actitud inmediata, en un momento y un lugar dados, hacia la totalidad de la profesión plutocrática de la cual esa publicidad es estandarte chillón. Lo primerísimo que hay que hacer, antes de llegar a plasmar cualquiera de nuestras proposiciones, que son políticas y legales, es (para usar su querida palabra) enteramente psicológico. Lo primerísimo que hay que hacer es decirles a esos americanos jugadores de póquer que no saben jugar al póquer. Porque no sólo hacen bluff, sino que se jactan de hacerlo. En la medida en que sea cuestión de método psicológico inmediato, debe haber, y la hay, una respuesta psicológica inmediata. Por lo mismo que reconocen que alardean, podemos tomarles la palabra.
He dicho recientemente que cualquier programa práctico para la restauración de la propiedad normal consta de dos partes a las cuales la jerga popular llamaría destructiva y constructiva; pero podrían llamarse más exactamente defensiva y ofensiva. La primera consiste en detener esa loca y desbocada carrera hacia el monopolio antes de que se pierdan las últimas tradiciones de la propiedad y la libertad. De lo que trataré aquí, en primer término, es del problema preliminar de resistirse a la tendencia del mundo a hacerse más monopolista. Ahora bien, cuando preguntamos qué podemos hacer, aquí y ahora, contra el desarrollo actual del monopolio, se nos da siempre una respuesta muy simple. Se nos dice que no podemos hacer nada. Las cosas grandes, por un proceso natural e inevitable, están tragándose a las chicas como el pez grande se traga al pez pequeño. El trust puede absorber lo que quiera, como un dragón devora lo que quiere, porque ya es la criatura más grande que queda viva en la tierra.
Algunas personas están tan decisivamente resueltas a aceptar este resultado que hasta consienten en deplorarlo. Están tan convencidas de que es el destino que hasta admitirán que es la fatalidad. Los fatalistas se convierten casi en sentimentales cuando ven la pequeña tienda acaparada por la gran compañía. Están prontos a llorar, con tal de que se admita que lloran porque lloran en vano. Están deseando admitir que la desaparición de una pequeña juguetería de su niñez, o de una pequeña casa de té de su juventud, es una tragedia hasta en el verdadero sentido. Porque tragedia significa siempre la lucha de un hombre contra lo que es más fuerte que el hombre. Y quienes pisotean aquí nuestras tradiciones son los mismísimos dioses; son la muerte y la destrucción mismas quienes han quebrado como varas nuestros pequeños juguetes, porque nadie prevalecerá contra los designios del hado. Es sorprendente lo que puede hacer en este mundo un pequeño bluff.
Porque siguen diciendo que el pez grande se come al pez chico, sin preguntar si los peces chicos nadan hasta los peces grandes y les piden que se los coman. Aceptan al dragón devorador sin preguntarse si una elegante multitud de princesas corrió hasta él para ser devorada. Porque nunca han oído hablar de una moda, y no conocen la diferencia que hay entre una moda y un destino. Los deterministas han elegido aquí el único ejemplo de algo que no es ciertamente necesario, sea lo que fuere lo que es necesario. Han elegido lo único que todavía es libre como prueba de las inquebrantables cadenas que atan todas las cosas. En el mundo moderno quedan pocas cosas libres; pero se supone que la compra y venta privadas son todavía libres, si alguien tiene una voluntad bastante libre para usar de su libertad. Los niños pueden ser llevados por la fuerza a determinada escuela. Por la fuerza puede apartarse a los hombres de un bar. Toda clase de gente, por toda suerte de razones nuevas y disparatadas, puede ser llevada por la fuerza a una prisión. Pero a nadie se lleva aún a la fuerza a determinada tienda.
Más adelante trataré de algunos remedios y reacciones prácticas contra ese precipitarse hacia las camarillas y los monopolios. Pero antes de entrar a considerarlos está bien haberse detenido un momento en el hecho espiritual, tan elemental y tan enteramente ignorado. La carrera hacia las grandes tiendas es, de todas las tendencias del mundo, la que podría ser más fácilmente atajada por las gentes que corren hacia ellas. No sabemos lo que vendrá luego: pero hasta ahora las personas no pueden ser empujadas hasta las tiendas por bayonetas. La empresa comercial americana, que ya ha utilizado soldados ingleses con propósitos publicitarios, indudablemente podrá utilizar en su momento soldados ingleses en misiones coercitivas. Pero todavía no nos pueden acosar con fusiles y sables para llevarnos a las tiendas yanquis o a los almacenes internacionales. El pretendido interés económico, del cual trataré a su debido tiempo, es cosa bien diferente: simplemente estoy señalando que si llegáramos a la conclusión de que deberían boicotearse las grandes tiendas, podríamos hacerlo tan fácilmente como (espero) boicotearíamos las tiendas que vendiesen instrumentos de tortura o veneno para uso casero. Dicho con otras palabras, esta cuestión primera y fundamental no es asunto de necesidad, sino de voluntad. Si decidiéramos hacer un voto, si decidiéramos aliarnos para tratar sólo con pequeñas tiendas locales y nunca con grandes tiendas centralizadas, la campaña podría ser tan poco práctica como la «campaña de la tierra» en Irlanda. Probablemente tendría casi el mismo éxito. Es claro que se dirá que la gente concurriría a la mejor tienda. Yo lo niego, porque los boicoteadores irlandeses no aceptaron el mejor ofrecimiento. Niego que la gran tienda sea la mejor, y niego especialmente que la gente vaya a ésa porque es la mejor tienda. Y si se me pregunta por qué, respondo al final con el hecho incontestable con el cual comencé. Sé que no es un mero hecho de negocios, por la simple razón de que los mismos hombres de negocios me dicen que es simplemente una cuestión de bluff. Ellos son quienes dicen que nada triunfa tanto como una apariencia de triunfo. Ellos son quienes dicen que la publicidad influye en nosotros sin que lo queramos ni lo sepamos. Ellos son quienes dicen que «conviene publicar anuncios »; esto es, dicen a la gente en forma atropelladora que deben «hacerlo ahora», cuando no necesitan en absoluto hacerlo.

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