La sentencia

Cuento dedicado a los escritores Sebastian Roa,  Merche Gonzalez, Ana Maria Arroyo, Angel Utrillas, el Colectivo Mala Uva, el Club de los Poetas Vivos y Círculo Poético.


   Mientras la ciudad duerme, oscuros personajes transitan por sus calles, callejones y avenidas. Unos buscan con desespero el néctar de los dioses entre licores vomitivos, otros deambulan por sórdidos tugurios a la captura del sexo perdido y la mayoría persiguen sueños que efímeros florecieron en un pasado no tan lejano. Seres insípidos, víctimas propiciatorias de un festival carnal, transitan incapaces de encontrar un objetivo, dejándose llevar por la marea, el cierzo o la fluctuante improvisación del mediocre.
   Intuyo que Mike Mcnamara sospechaba algo del temporal que se avecinaba por occidente. Nubes espesas que ennegrecían las vías, apenas iluminadas por maltrechas farolas, se introducían de forma paulatina entre coches aparcados. Por si las moscas decidió salir con paraguas, quizás el chaparrón fuese antes de lo previsto. El aviso del imbécil, es decir del jefe, de recortar plantilla no llegaba de sorpresa, quizás por eso sentía cierta afinidad con el temporal nocturno. Aunque, a decir verdad, Milou, el caniche cojo que adoptó el día que murió la portera, se negaba a pasear antes de medianoche. 
   Gordo como un globo de feria, el vecino del cuarto obstaculizaba la entrada del edificio. Tuvo que esperar el movimiento de cesión del vial para cruzar la puerta. Siempre cedemos temerosos al poder carnívoro de los poderosos. Devorada la ciudad en el aliento de un viejo dragón tartamudo, la niebla aumentaba en consistencia impregnando cuanto tocaba con una sustancia viscosa. Mike se ajustó la gabardina y acortó la correa de Milou.
   Un tranvía llamado mezquindad le salpicó con la discusión verbal de un matrimonio de color que gustaba de algo de sado antes de practicar sexo junto al contenedor de basura. Sus cuerpos reflejaban la pasión racial sin pudor ni remordimientos. Palabras ininteligibles que magreaban la cordura con toques de mal gusto.
   El caniche, conocedor de la ubicación del parque cruzó sin detenerse ante un semáforo en rojo. Un coche a toda velocidad, cuya silueta no resultaba desconocida, estuvo a punto de atropellar al único familiar que le quedaba en la ciudad. Barajó sin resultado quién podría ser el cafre que conducía el vehículo. Tal vez se trataba del moro de la verdulería, que odiaba a los perros, o pudiera ser el dueño de la perra del piso veinte, que en cierta ocasión provocó el enfrentamiento entre los canes. Dejando por inútil las divagaciones prefirió seguir caminando junto a Milou.
   La avenida transitaba paralela al parque de la Desesperación, y este se extendía como un anémico manto verde junto al río de la Sangre en su lento deambular por la ciudad de la perdición. Los árboles proyectaban sombras irregulares sobre la niebla y los charcos plagaban como una viruela las sendas que osaban atravesar su extraña dimensión. Una puerta de hierro oxidado, violentada en centenares de ocasiones, dejaba el paso franco a parejas, cacos, drogatas y prostitutas. Pocos querían cruzar los umbrales de la nada una vez los vampiros salían de sus ataúdes.
   No había atravesado unos metros de la fatídica puerta cuando descubrió el paquete, todavía caliente, de un Philip Morris, dormitando junto a un seto. Podía tratarse de una coincidencia nefasta que el autor de semejante descuido fuese el sospechoso de intentar atropellar a Milou. ¿Cómo hubiese actuado el capitán Haddock ante semejante individuo? Supongo que le hubiese propinado una soberana paliza antes de echarle de patitas al río.
   Al levantar la vista tuvo que forzar la mirada para comprobar si alguno de los vehículos aparcados junto a la valla correspondía a las características del profanador de perros.  Intentaba hacer memoria de aquella silueta escondida en su interior. Desde luego no era ninguna de las personas culpadas de antemano.
   Vigilando el trayecto que podía haber seguido el conductor dilucidó las huellas de unos pasos que se dirigían a la zona oeste del parque. Era la zona conocida como Central Puddle pues hacía honor a su nombre con un enorme charco que impedía el tránsito de personas, salvo que fuesen lo suficientemente osadas como para caminar por su orilla deslizante y sinuosa.
   Al exhalar el vaho recordó que hacía más de cinco minutos que no había encendido ningún cigarro. Mirando a derecha e izquierda verificó que no había ningún agente de la autoridad que pudiese venir corriendo a multarle por tan osada ofensa en territorio comanche. Las leyes se hicieron para incumplirlas, pensó antes que el fuego prendiese la nicotina. El humo se fusionaba con la niebla en caprichosas formas irregulares.
   Recordó dónde se encontraba y le sobresaltó el ruido de unos tacones cojeando en el suelo embarrado del parque. Una mujer salía de la profundidad haciendo equilibrios para no caer al suelo. Una camisa translucida y una falda minúscula cubrían el cuerpo de una rubia tintada. La mujer al descubrirle se acercó intentando disimular su malestar.
   Retrocedió Milou unos pasos al ver como se acercaba la desconocida. Por mucho que lo intentaba, su amo sujetaba la correa impidiendo cualquier intento de fuga. No quedó más remedio que aceptar esconderse tras las piernas de Mike.
-          Oye tío – dijo la extraña – ¿Llevar tabaco?
Mike no contestó, el bolso entreabierto de la mujer dejaba al descubierto otro Philipp Morris. Sin mediar apenas gestos sacó del bolsillo un pitillo y se lo pasó a la muchacha.
-          Graciass – continuó ella remarcando la s - ¿Apetecer algo? Ser trenta euross.
-          No muñeca. Sal fuera y encontraras un par de coches que están dando vueltas a la manzana.
    La rubia respondió con una mirada como pensando aquello de que te zurzan, o tal vez mentaba a su familia, mas emitiendo una sonrisa a medio plazo dio la vuelta rumbo a la salida. Sus pies trastabillaron en el lodazal de la senda al tiempo que sus labios carmesí forzado desprendían algunos tacos cirílicos de esos que enriquecen la lengua de mangantes y tunos.
   Un escalofrío provocado por el movimiento de las ramas de los árboles recorrió la espina dorsal de Mcnamara. El temporal arreciaba y unas gotas impertinentes se posaron sobre el dúo adinámico. El can quería volver al hogar pero su dueño se lo impidió abriendo el paraguas y alzando el cuello de la gabardina. Sentía curiosidad por ver dónde estaba el autor de aquellos pasos.
Siguieron la senda perdida entre charcos y suturas del alma. La amenaza de despido no era tan dolorosa como el silencio del editor. ¿Quién dijo que los tiempos habían cambiado? Hoy, igual que ayer, dependemos de terceros, cuartos y quintos, que sangran al creador para robarle hasta la última gota del preciado líquido.
   La fulana se había cruzado con los negros en los vertederos del amor y sus palabras y exabruptos llegaban hasta los inocentes oídos de Milou quien prefirió obviarlos para rastrear entre excrementos de sus congéneres. Las huellas eran cada vez más profundas por lo que al dueño no le importaba atravesar el parque con paso firme y decidido.  Tal vez también indicaban que eran más recientes.
   Al cabo de un cuarto de hora, tras recorrer en círculos el maldito Desesperación, Milou se detuvo en el acceso a una circunferencia, una isleta alumbrada por dos focos opuestos en cuyo lateral permanecía inmutable un crucero de piedra, de unos tres metros de altura, adornado con pintadas de coeficiente intelectual menos uno. Cuatro bancos lo circunvalaban, como si lo coronasen, entre rosales, tomillos y algún espliego. El olor a tierra mojada se volvía más penetrante en aquel lugar. Los chopos eran testigos mudos de un encuentro, imprevisto para el hombre, programado por el destino y desafortunado para alguien.
   Un tipo de pómulos salientes y mentón alargado, que ocultaba su calva bajo un sombrero de los años cincuenta, quemaba tabaco bajo la farola opuesta. Cubierto por un gabán gris, a juego con el sombrero, del que sobresalía un pantalón oscuro, sonreía al recién llegado. Se diría que la piel apenas cubría el cráneo que envolvía.
La niebla dejó entrever unas sombras que se perdían en la noche mientras Mike obligaba a Milou que se acercara hasta su oponente. Sus facciones no habían cambiado en los últimos años.
-          No pensé encontrarte esta noche – dijo Mike a modo de saludo.
-          Suelo aparecer cuando menos me esperan – respondió sonriendo.
-          ¿Eras el del coche?
-       ¿Coche, avión, sombras? Qué más da si era o no. Estoy y aparezco. Estoy y me desvanezco. Cumplo mi misión, eso es todo.
   Mike contempló el vuelo en espiral de la colilla que amerizó en mitad del enorme charco que engalanaba el centro de la corona.  La ausencia de ondulaciones le hizo comprender que había dejado de llover. Cerrando el paraguas preguntó:
-          ¿Qué quieren?
-          Hay muchos cargos en tu contra y nadie te ha defendido.
-          No podemos luchar contra la Sociedad – musitó Mike mientras valoraba la posibilidad de encender otra pitillo, de todas maneras dudaba que aquello cambiase de cariz.
-          En las colmenas cada abeja cumple su función. Unas son las guardianas, otras obreras y a los zánganos se les extermina. Fuiste elegido para ser un obrero, un contable del tres al cuarto en una asesoría mediocre.
   Mike apoyó el paraguas en el suelo y a duras penas encendió otro cigarro. Milou no le dejaba moverse, metiendo el rabo entre las piernas gemía lastimeros sonidos guturales. Mcnamara interrumpió la conversación para ofrecer un cigarro.
-          Estas sin tabaco. He visto un paquete tuyo en el suelo. Toma uno.
-          Llevo otro de repuesto, el que dejé fue premeditado. Sabía que cuando lo descubrieses vendrías a mí.
-          Hábil – susurró Mcnamara.
-          Por tus manos han pasado varios capos cuya misión era depurar su economía. Al principio cumpliste pero pronto te dio por seguir lecturas que no eran las apropiadas.
-          De momento todavía no han censurado a Platón – ironizó mientras observaba uno de los setos. Algo se movía entre sus ramas. El aire empezaba a arreciar las velas de los veleros.
-      Lo estamos adaptando. Los nuevos tiempos exigen nuevas interpretaciones – respondió el extraño mientras se movía hacia uno de los bancos. Hizo un amago de sentarse. La humedad del ambiente modificó sus intenciones.
-          ¿Balzac, Lope, Góngora, Shakespeare?
-          Demasiado individualistas. Deben ser adaptados.
-          ¿Es ese mi delito? ¿Leer libros sin la guía de ningún instructor? Demasiado simple – respondió Mike mientras lanzaba una bocanada de humo al infinito.
-          Eso es una falta leve. Se soluciona silenciando al individuo, arrinconándolo en la ignorancia, en el olvido. Son muchos los delitos que te acusan. Querías volar, abandonar la protección del entorno.
-          Libertad, divino tesoro de los dioses envenenado por los hombres.
   El extraño detuvo su disertación volviendo el rostro hacia Mike que descubrió horrorizado que no podía encontrar sus ojos. La oscuridad del parque impedía ver de qué color era aquella mirada acusadora. En su lugar dos oquedades tan negras como dos agujeros negros en la inmensidad del universo engullían cualquier resto de humanidad. Como si pensara cada una de las palabras que emitía, el extraño aconsejó:
-          No deberías hablar así. Las palabras se oyen.
-          Siempre hay un gran hermano dispuesto a cuidar de ti para que no te descarríes – ironizó Mike -  ¿Vienes a pedir una venganza de sangre?
-          Resultas patético. No tienes la madera de los genios e intentas volar como ellos. La gota que colmó el vaso fueron tus versos asesinos. Esos que le dedicaste a Anne. Eran demasiado malos.
   Milou hizo un intento de evasión que fue abortado por la rápida intervención de su amo. Sujetándolo entre sus brazos se dirigió al individuo:
-          Reconozco que eran pésimos pero ese no es motivo suficiente para una ejecución. ¿Es eso lo que proyectan?
-          Solo transmito la sentencia. No soy el ejecutor.
   Resignado depositó a Milou en el suelo y soltó la correa. El animal miraba extrañado a sus ojos. Apenas había corrido unos pasos, volvió su cabeza y observó a su amo.
-          El pobre animal tiene mala suerte. Siempre le abandonan. ¡Corre Milou! ¡Corre!.
-          Bonito gesto – dijo encendiendo otro cigarro el extraño – Toma, fuma uno.
-          Eso es demasiado humano amigo. ¿Qué dijeron ellas en el juicio?
-          ¿Quiénes? ¿Las musas? Fueron inflexibles. Demasiado pesado para volar y demasiado torpe para caminar.
-          El caballero del Alba abandonado de todos – replicó Mike – Hubo un tiempo en que soñar y arriesgarse por los sueños estaba permitido. Siempre quedaba una oportunidad. Un tiempo de cerezas, en primavera, que llenaba de esperanza los corazones. Ahora solo quedan recuerdos de cierzo y de ceniza. Malos tiempos se avecinan para los soñadores. ¿Qué va a sucederme?
-          No sé – contestó el desconocido mientras se ajustaba el sombrero y se alejaba – Tal vez un rayo, quizás el chulo de la prostituta que has despreciado o puede que los negros. ¿Te parecería bien un coche? Debes tener cuidado con las tormentas, caen rayos descontrolados.
Un ladrido chirriante salió de la sombra dirigiéndose al extraño. Ladridos similares a una ametralladora repetitivita cortaron la fuga del hombre que se detuvo en seco quizás por miedo a resbalar en una precipitada huida. Mike reconoció los intentos desesperados de Milou por evitar la fuga del Mal.
Mcnamara no pudo sonreír y un húmedo versículo salino se desprendía de su mejilla. Estaba en estas cuando el seto volvió a agitarse. Unos ojos miraban, miraban pero no a él. Como si un rayo de luz quisiera brotar de la oscuridad los ojos se posaron en el paraguas. No dudó. Sus manos aferraron con fuerza y se dispararon directas al contrincante.
La punta se clavó en el vientre y el hombre se retorció en el suelo. Mike se acercó, sonriendo el hombre le dijo:
-          Vano intento. Esta noche alguien tiene que morir pero no seré yo. No es mortal tu herida. No puedes huir. La sociedad lo puede todo. Estas… condenado.
   Mike no contestó. Se limitó a cambiar la gabardina. Se ajustó el sombrero y a duras penas trasladó al hombre sobre uno de los bancos. Atando las manos con la correa del pantalón, sacó el paraguas de la herida.
-          Hoy los dioses exigen sangre y estás equivocado si piensas que seré yo. Olvidaste que los ojos de la Esperanza sobreviven en la oscuridad de la noche. En la piel del verso está la salvación del alma. La independencia camina pareja a la libertad.
   No dijo nada más. Dando un silbido llamó a Milou que acudió a su lado. Ambos salieron tan rápido como pudieron del parque. No habían llegado a la puerta cuando un trueno hizo temblar el parque. Un pequeño incendio se había ocasionado en Central Puddle.



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– Contra hidalguía en verso -dijo el Diablillo- no hay olvido ni cancillería que baste, ni hay más que desear en el mundo que ser hidalgo en consonantes. (Luis Vélez de Guevara – 1641)

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