Hoy
te invito a un viaje monótono, no es gran cosa, nuestro destino está aquí, a la
vuelta de la esquina, donde pasamos tantas y tantas veces sin detenernos a
valorarlo. En realidad mi despensa está
quedando más vacía que las arcas del gobierno, o tal vez tan hundida como la
esperanza del parado, o como la impotencia de aquel que se pasa la vida
trabajando para no llegar a final de mes.
Ven,
acompáñame al supermercado que tengo mucho que comprar y poco que gastar, tal
vez algún billete de sonrisas, quizás me queden unos céntimos de bondad.
Me
gusta ver los escaparates donde todo se compra y todo se vende, pero lo nuestro
es comprar, comprar vendiendo al amigo, amigos que pronto olvidarás, pues
cuando acucia la penuria es cuando se evaporan con mayor rapidez.
En
el primer pasillo podemos encontrar las grandes promociones, coches de lujo,
más bien coches de ensueño porque jamás los tendrás, en la estantería superior
existen muy buenos chalets, puedes verlos pero no tocarlos, quizás los manches
con tus dedos grasientos de penas y sinsabores. Seguimos por la ruta del ocio,
placeres inigualables, cuerpos febriles entre viajes a lugares hermosos cual
estrellas inalcanzables, o electrodomésticos futuristas, tan futuristas que
pertenecen al futuro imperfecto.
En
la galería central se encuentran los clásicos, esos productos tan usados que no
podemos vivir sin ellos. ¿Qué haríamos sin médicos negligentes, jueces
injustos, funcionarios desaparecidos, banqueros vampíricos, periodistas de
cotilleos? Forman parte de nuestro ser patrio, de nuestra esencia; se han
adaptado tan bien a nuestra sociedad que les echaríamos en falta si
desapareciesen.
Más
allá de los lácteos, en un rincón de la galería comercial, entramos en la
sección de los productos amorosos. Es un departamento en vías de extinción pues
el gobierno estudia retirar la mayoría. Consideran que son muy adictivos además
de ocasionar daños colaterales como la esperanza, el perdón o la felicidad,
conceptos demasiado peligrosos para una sociedad de mercado estable.
La variedad
de sus productos es tan amplia como estrellas contiene el cielo. Tenemos entre
sus variedades el amor a los animales, ese que salvaría a un gatito indefenso
firmando la ejecución inmediata de algún tipo de malvivir; el amor a los
libros, eternos guardianes de vidas paralelas; el amor al trabajo, por encima
de la familia y de las amistades; el muy manoseado amor al dinero, ese sujeto
pasivo tan envidiado como temido.
En
las alturas, donde muy pocos llegan y guardado en pequeños envases, se halla el
amor gratuito, el amor que es generoso, que entrega sin esperar nada a cambio,
que no pide nada, que todo lo da y nada recibe.
En
el resto de las estanterías podemos encontrar amor añejo que, como el buen vino,
mantiene los ojos chispeantes entre las montañas rugosas de pasados inciertos y
fallidos y las sienes plateadas de pequeños olvidos. También el amor a los
niños, dulzón para que cuando crezcan les queden reservas de glucosa suficiente
como para superar la malicia y la quinina de la envidia corrosiva.
Guardados
en cajas de siete candados se encuentran los amores prohibidos, sabrosos,
atractivos, pero que pueden ocasionar ciertas indigestiones. Los amores platónicos
se encierran en gruesos tomos tan inacabados como insatisfechos, algo tediosos
pero muy elevados.
Puestos
a ascender podemos encontrar el amor a la religión, la eternidad hecha carne, o
tal vez carne hecha eternidad; aunque algunos, equivocados al no saber cómo abrir
el envase, pueden agriar en vez de condimentar los paladares. Pese a ello,
cuando se abre, su expansión es tan grande que podría cobijar cuantos anhelos y
virtudes desearas.
El
amor patrio permanece rimbombante entre telarañas de rancio abolengo y banderolas
desteñidas cuyas esperanzas otros trataron de ocultar. Olvidado, confundido y
marchito ruega que alguien se detenga a contemplarlo.
Los
hay también amores febriles, que surgen de minifaldas volátiles y hombros
soleados, fugaces y hermosos que no duran lo que las lluvias de abril pero se
recuerdan al ciento por mil.
Los
hay idealizados, como el de Romeo, que se dan de golpes por nublarse la vista
antes de hora, o tal vez celosos, como el de Otelo, que antes ven la culpa que
la tentación, la condena al perdón, la hoguera al corazón. Están los secretos, que se deslizan por
senderos silenciosos y que, aún marchitos, todavía conservan el aroma de la
rosa en flor.
Otros
son los monótonos, aburridos, sosos, que en el momento de cocinarlos se les
olvidó el azúcar, o quizás la pimienta, en el cajón de la cocina.
Aunque
no los entendamos bien, existen otros amores, esos que sufren y callan,
acostumbrados a la dureza de la vida, al extraño juego entre el odio y la
sumisión.
Está
el amor fraterno, aunque no sabe demasiado de sangre pues a todos considera por
igual, sin dudar, sin cuestionar, solo con una mano tendida, con un suspiro de
aliento, sin grandilocuencias, con abrazos y mimos, con promesas y mañanas.
Amores
que atan, posesivos, dominantes, controladores y amores naturales, que
comparten, que endulzan, con algo de cafeína y tal vez algún atragantamiento,
pero que siempre se reponen para continuar juntos.
De
todos los amores te aconsejo el amor a la vida. Se guarda en frascos multiformes,
según el gusto de cada individuo, pero en todos contiene altas dosis de
esperanza, compasión y perdón. Vive, vive la vida y ama, que amando pasa la
vida y la vida acaba muriendo. Al caer la tarde nos examinarán del amor, no de
las riquezas, ni de las posesiones, solo de esa y minúscula palabra que se
llama amor. Por tanto un consejo te doy: vive y ama, ama y vive. Miguel
Navarro.
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