Los límites de la cordura - G.K. Chesterton (8)



"la propiedad privada debería estar protegida contra cosas mucho mayores que ladrones y carteristas. Necesita protección contra las conspiraciones de toda una plutocracia. Necesita defensa contra los ricos, que ahora son los gobernantes que deberían defenderla."




II
ALGUNOS ASPECTOS DE LA GRAN EMPRESA

4. La tiranía de los trust.

La mayoría de nosotros ha encontrado en la literatura y hasta en la vida real cierto tipo de viejo caballero, a menudo representado por un anciano clérigo. Es esa clase de hombre que tiene horror a los socialistas sin tener idea precisa de lo que son. Es el hombre de quien los hombres dicen que tiene buenas intenciones, con lo cual quieren decir que no tiene ninguna.
Pero esta opinión es algo injusta con este tipo social. En realidad es algo más que bienintencionado; podríamos ir más lejos y decir que probablemente sería recto si pensara alguna vez. Sus principios probablemente serían bastante firmes si realmente se aplicaran; su ignorancia práctica es lo que le impide conocer el mundo al cual serían aplicables. Tal vez piense realmente bien, sólo que no tiene noción de lo que está mal. Los que han escuchado a este viejo caballero saben que acostumbra a suavizar su severo repudio por los misteriosos socialistas diciendo que, claro está, es deber cristiano hacer buen uso de nuestra riqueza, recordar que la propiedad es un cargo que nos confía la Providencia para el bien de los demás, así como de nosotros mismos, y aun (a menos que el viejo caballero sea suficientemente viejo para ser modernista) que es posible que algún día se nos hagan una o dos preguntas acerca del abuso de tal cargo. Ahora bien, todo esto, hasta aquí, es perfectamente cierto, pero resulta que ilustra de modo curioso la inocencia extraña y hasta pavorosa del viejo caballero. Hasta la frase que usa cuando dice que la propiedad es una
responsabilidad que nos confía la Providencia es una frase que, cuando se pronuncia en el mundo que lo circunda, toma carácter de equívoco tremendo y aterrador. Su frasecita patética resuena con cien ecos rugientes que la repiten una y otra vez como la risa de cien demonios en el infierno: «La propiedad es un trust».
Ahora podré exponer más convenientemente lo que quise decir en esta primera parte, tomando este tipo de viejo y simpático clérigo conservador y examinando la forma curiosa en que primeramente se lo ha pillado desprevenido, para luego darle en la cabeza. Lo primero que hemos tenido que explicarle es ese horrible equívoco sobre el trust. Mientras él ha estado gritando contra ladrones imaginarios a quienes llama socialistas, ha sido atrapado y arrebatado realmente por verdaderos ladrones que todavía no podía ni siquiera imaginar. Porque las pandillas de jugadores que forman los monopolios son en realidad pandillas de ladrones, en el sentido de que tienen menos conciencia que cualquiera de esa responsabilidad individual de los dones individuales de Dios que el viejo caballero llama acertadamente deber cristiano. Mientras él ha estado entretejiendo palabras en el aire acerca de ideales que no vienen al caso, ha caído en una red tejida con las palabras y conceptos exactamente opuestos: impersonales, irresponsables, irreligiosos. Las fuerzas monetarias que lo rodean están más lejos que ninguna otra cosa de la idea doméstica de posesión con la cual, para hacerle justicia, empezó él mismo. De modo que cuando todavía bala débilmente: «La propiedad es una responsabilidad», respondemos firmemente: «Un trust no es propiedad». Y ahora llego a lo realmente extraordinario del viejo caballero.
Quiero decir que llego al hecho más extraño del tipo convencional o conservador de la sociedad inglesa moderna. Y es el hecho de que la misma sociedad que empezó diciendo que no existía tal peligro que evitar, ahora dice que es imposible evitar el peligro. Toda nuestra comunidad capitalista ha dado un gran paso desde el optimismo extremo hasta el extremo pesimismo. Empezaron diciendo que en este país no podría haber ningún trust. Han terminado diciendo que en esta época no puede haber nada más que trust. Y con ese procedimiento de llamar imposible el lunes a lo que el martes llaman inevitable han salvado dos veces la vida al gran jugador o ladrón: la primera vez, llamándolo monstruo fabuloso, y la segunda llamándolo fatalidad todopoderosa. Hace doce años, cuando yo hablaba de los trust, la gente decía: «En Inglaterra no hay ningún trust». Ahora, cuando hablo de ello, la misma gente dice: «Pero, ¿cómo se propone hacer que Inglaterra salga de los trust?». Hablan como si los trust siempre hubieran formado parte de la Constitución inglesa, por no decir del Sistema Solar. En resumen, el equívoco y la palabra con los cuales inicié este artículo han resultado exacta e irónicamente verdaderos. Al pobre clérigo viejo se lo hace hablar como si el Trust, con mayúscula, fuera algo que le ha otorgado la Providencia. Se lo obliga a abandonar todo lo que originariamente quería decir con su forma curiosa de individualismo cristiano, y a reconciliarse rápidamente con algo que se asemeja más a una especie de colectivismo plutocrático. Está empezando a comprender, de una manera que lo deja algo perplejo, que ahora debe decir que el monopolio, y no solamente la propiedad privada, es parte de la naturaleza de las cosas. Le han echado la red mientras dormía, porque nunca pensó en nada parecido a una red; porque hubiera negado hasta la posibilidad de que alguien tejiera semejante red. Pero ahora el pobre caballero tiene que empezar a hablar como si hubiera nacido dentro de la red.
Quizás, como digo, le hayan dado un golpe en la cabeza; tal vez, como dicen sus enemigos, siempre estuvo un poquito mal de la cabeza. Pero, de cualquier modo, ahora que su cabeza está en la trampa, o en la red, predicará con frecuencia sobre la imposibilidad de escapar de lazos y redes tejidos o hilados por la rueda del destino. En una palabra, quiero señalar que el viejo caballero no tuvo cuidado de no caer en la red y que no tiene ninguna esperanza de salir de ella.
En resumen, expondré lo que hasta aquí he indicado diciendo que el principal peligro que debe evitarse ahora, y el primer peligro que ahora debe tomarse en cuenta, es el de suponer más completa de lo que es la conquista capitalista. Si puedo usar los términos del catecismo de los niños sobre los dos pecados contra la esperanza, el peligro ya no es el de la presunción, sino más bien el de la desesperación. No es mera impudencia, como la de aquellos que nos decían, sin pestañear, que no había trust en Inglaterra. Es más bien mera impotencia, como la de los que nos dicen que Inglaterra pronto será sumida en un terremoto llamado América. Ahora bien, esta suerte de entrega al monopolio moderno no sólo es indigna, también es producto del miedo, y prematura. No es verdad que no podamos hacer nada. Lo que hasta aquí he escrito estaba dirigido a mostrar a los que dudaban y a los aterrorizados que no es cierto que no podamos hacer nada.
Todavía hay algo que puede hacerse, y enseguida; aunque las cosas que pueden hacerse parezcan de diferentes clases y aun de diferentes grados de eficacia. Aunque sólo salvemos una tienda de nuestra calle o paralicemos una conspiración en nuestro oficio, o consigamos una ley que castigue esas conspiraciones a instancias de nuestro representante en el Parlamento, tal vez lleguemos a tiempo y logremos que varíen las cosas.
Para usar una metáfora militar, digamos que lo que ha sucedido es que los monopolistas han intentado un movimiento de cerco, aunque ese movimiento todavía no está completo. Lo estará, a menos que hagamos algo; pero no es verdad que no podamos hacer nada para impedir que se complete. Creemos que hay que lanzarse, hacer salidas y descubiertas, tratar de perforar ciertos puntos de la línea enemiga (suficientemente apartados y escogidos por su debilidad), irrumpir a través de la brecha del círculo incompleto. La mayoría de la gente que nos rodea cree que hay que rendirse a la sorpresa, precisamente porque para ellos fue una completa sorpresa. Ayer negaban que el enemigo pudiera cercarnos. Anteayer negaban que pudiera existir. Han quedado como paralizados por un prodigio. Pero así como nunca estuvimos de acuerdo con que la cosa fuera imposible, tampoco ahora estamos de acuerdo con que sea irresistible. Hace tiempo que debería haberse iniciado la acción; pero puede iniciarse aún. Por eso vale la pena tratar de los diversos recursos dados como ejemplos. Una cadena es tan fuerte como lo es su eslabón más débil; una línea de batalla es tan fuerte como lo es su hombre más débil; un movimiento de cerco es tan fuerte como su punto más débil, el punto donde todavía puede romperse el círculo. Así, para empezar, si cualquiera me pregunta qué debe hacer ahora, le contesto: «Haga cualquier cosa, por insignificante que sea, que impida la consumación de la tarea de la unión capitalista. Haga cualquier cosa que por lo menos la demore. Salve una tienda entre cien tiendas. Salve una heredad de entre cien heredades. De cien puertas, mantenga abierta una; porque mientras esté abierta una puerta, no estaremos presos. Levante una barricada en su camino, y pronto verá si es el camino que sigue el mundo. Ponga una retranca en su rueda y pronto verá si es la rueda del destino». Porque por la esencia de su esfuerzo enorme y antinatural, un pequeño fracaso es tan grande como un gran fracaso. El monopolio comercial moderno tiene muchos puntos en común con un gran globo. Está inflado, y es sin embargo leve; sube, y sin embargo, va a la deriva; y sobre todo, está lleno de gas, y por lo general de gas venenoso. Pero la semejanza que aquí más nos interesa es que el pinchazo más pequeño desinfla el globo más grande. Si esta tendencia de nuestro tiempo recibiera algo así como un rechazo bastante definido, creo que toda la tendencia pronto empezaría a debilitarse en su absurdo prestigio. Hasta que el monopolio no sea monopolista, no es nada. Hasta que la unión no pueda unirlo todo, no es nada. Acab no tiene su reino mientras Naboth posee su viña; Amán no será feliz en el palacio mientras Mardoqueo esté sentado a la puerta. Cien relatos de historia humana están ahí para mostrar que las tendencias pueden volver atrás, y que un obstáculo puede ser el punto decisivo. Las arenas del tiempo están simplemente punteadas con estacas individuales que así han marcado los cambios de la marea. El último paso hacia el triunfo final es asegurarse de que no vencerá el enemigo, aunque sea asegurarse sólo de que no vencerá en todas partes. Después, cuando hayamos hecho vacilar el impulso, y tal vez lo hayamos detenido, podremos iniciar un contraataque general. Luego procederé a considerar la naturaleza de ese contraataque. En otras palabras, intentaré explicar al viejo clérigo atrapado en la red (cuyos sufrimientos tengo siempre presentes) lo que sin duda le consolará saber: que se equivocó en primer término pensando que no había red, que se equivoca ahora pensando que no hay escapatoria de la red, y que nunca sabrá lo equivocado que estaba hasta que descubra que tiene su propia red, y sea una vez más pescador de hombres.
                Empecé enunciando una obviedad: que una forma de apoyar las pequeñas tiendas sería apoyándolas. Todos podrían hacerlo, pero parece que nadie puede imaginarlo. En un sentido, nada es tan simple, y en otro, nada es tan difícil. Proseguí señalando que sin cambio arrollador alguno, la mera modificación de las leyes existentes probablemente haría surgir a la vida y a la actividad miles de pequeñas tiendas. Tal vez tenga ocasión de volver más extensamente sobre las pequeñas tiendas; pero por el momento sólo recorro rápidamente ciertos ejemplos separados para mostrar que la ciudadela de la plutocracia podría ser atacada aún desde muchos puntos diferentes. Podría tener que hacer frente a un esfuerzo concertado en el campo abierto de la competencia. Podría ser refrenada mediante la creación de gran número de pequeñas leyes. Tercero, podría ser atacada por una operación de más alcance, de leyes mayores. Pero mientras llegamos a éstas, todavía en esta etapa, también chocamos con problemas mayores.
El sentido común de la cristiandad, durante años y años, ha dado por sentado que era tan posible castigar el acaparamiento como castigar la acuñación de moneda. No obstante, a la mayoría de los lectores de hoy les parece una especie de contradicción vital, repetida en la expresión verbal: «No confíe en los trust». Con todo, a nuestros padres no les parecía esto tan paradójico como decir «no confíe en los príncipes», sino más bien como decir «no confíe en los piratas». Pero al aplicarlo a la situación moderna somos rechazados primero por un sofisma muy moderno.
Cuando decimos que un acaparamiento debería tratarse como una conspiración, se nos cuenta siempre que la conspiración es demasiado complicada para ser desenredada. Con otras palabras, se nos dice que los conspiradores son demasiado buenos conspiradores para ser apresados. Ahora bien, al llegar exactamente a este punto pierdo por completo mi simple e infantil confianza en el experto en negocios. Mi actitud, hace un momento segura y confiada, se torna irrespetuosa y trivial. Estoy dispuesto a admitir que no sé mucho sobre los detalles del comercio, pero no que sea imposible que nadie sepa nunca nada acerca de ellos. Estoy dispuesto a creer que hay gente en el mundo a la que le gusta sentir que el pan de su vida depende de un proveedor particular, el cual probablemente empezó ganando con lo que robaba en el peso. Estoy dispuesto a creer que hay gente tan extrañamente constituida que le gusta ver una gran nación detenida por una pequeña pandilla, más desaforada que una de bandoleros, pero no tan valiente. En resumen, estoy dispuesto a admitir que puede haber gente que confíe en los trust. Lo acepto con lágrimas, como las del benévolo capitán de las Bab Ballads que decía:

Its human nature; praps if so,
Oh, isnot human nature low?

Tal vez sea la naturaleza humana; si es así,
oh, ¿no es ruin la naturaleza humana?». W. S.
Gilbert, Bad Ballads.

Yo dudo que sea tan ruin como todo eso, aunque admito la posibilidad de su absoluta bajeza; la admito con llanto y lamentaciones. Pero cuando me dicen que resultaría imposible descubrir si un hombre está o no formando un trust, eso ya es otra cosa. Mi conducta se altera. Se aviva mi humor. Cuando se me dice que si el acaparamiento fuera un crimen nadie podría ser condenado por ese crimen, entonces me río; no, me burlo. Por lo general se comete un crimen, podemos inferir, cuando a un caballero le disgusta la aparición de otro caballero en Piccadilly Circus a las once de la mañana, y se dirige al objeto de su disgusto y con destreza le corta el pescuezo. Luego se acerca al buen guardia que está dirigiendo el tráfico y le llama la atención sobre la presencia del cadáver en el pavimento, consultándole acerca de cómo eliminar el estorbo. Parece que así es como estas gentes esperan que se hagan los crímenes financieros, para que sean descubiertos. Por cierto que a veces se comenten tan descaradamente como éste en comunidades donde pueden mostrarse sin peligro. Pero la teoría de la impotencia legal parece extraordinaria cuando consideramos la clase de cosas que la policía sí descubre.
Vean la clase de crímenes que descubre: un hombre absolutamente ordinario y oscuro de algún rincón o casucha entre diez mil como ella se lava las manos en un sumidero del fondo de la casa. La operación le lleva dos minutos. La policía puede descubrir eso, pero le ha sido imposible descubrir la reunión de hombres o el envío de mensajes que han vuelto del revés todo el mundo mercantil. Pueden seguir la pista a un hombre a quien nadie conoce hasta un lugar donde nadie sabía que iba a ir cuando el hombre había tomado todas las precauciones posibles para que nadie lo viera hacer lo que iba a hacer. Pero no pueden vigilar a un hombre a quien todos conocen, para ver si se comunica con otro hombre a quien todos conocen a fin de hacer algo que casi todo el mundo sabe que ha tratado de hacer toda su vida. Pueden contárnoslo todo sobre los movimientos de un hombre cuya propia mujer, o socio, o casera, no puede saber lo que hace; pero no pueden decir cuándo está en movimiento una unión que abarca la mitad de la tierra. ¿La policía es en realidad tan tonta como todo eso? ¿O son a la vez tan tontos y tan prudentes? Y si la policía fuera tan inútil como creía Sherlock Holmes, ¿qué hay de Sherlock Holmes? ¿Qué hay del vehemente detective aficionado sobre el cual todos hemos leído y algunos (¡ay!) hemos escrito? ¿Acaso no hay ningún detective que triunfe allí donde fracasan todos los policías, y que pruebe concluyentemente por alguna mancha de grasa del mantel que el señor Rockefeller está interesado en el petróleo? ¿No hay ningún hombre de rostro afilado que, viendo que lord Leverhulme compra multitud de negocios de jabón, infiera que tiene interés en el jabón? Siento deseos de escribir yo mismo una serie de cuentos policiales sobre el descubrimiento de estas cosas oscuras y secretas. Presentarían a Sherlock Holmes con su lupa en actitud de escudriñar un diario y descifrar uno de los titulares letra a letra. Nos presentarían a un Watson sorprendido por el descubrimiento del Banco de Inglaterra. Mis cuentos llevarían títulos tradicionales tales como «El Secreto del anuncio», «El misterio del megáfono» o «La aventura del atesoramiento inadvertido».
Lo que estas gentes quieren decir realmente es que no pueden imaginar que el monopolio sea tratado como la acuñación de moneda. No pueden imaginar que el intento de acaparamiento o, a decir verdad, cualquier actividad de los ricos, caiga en el dominio del derecho criminal. Les chocaría pensar en semejantes hombres sometidos a semejantes pruebas. Pondré un ejemplo claro. Los criminólogos siempre hacen ostentación ante nosotros de la ciencia dactiloscópica cuando quieren glorificar sencillamente su no muy gloriosa ciencia. Las impresiones digitales probarían con la misma facilidad si un millonario ha utilizado un lapicero o un ladrón ha usado una barra. Podrían demostrar con igual claridad que un financiero ha usado un teléfono o un ladrón una escalera. Pero si empezáramos a hablar de tomar huellas dactilares a los financieros, todos creerían que se trata de una broma. Y lo es: una broma muy fea. La risa que brota espontáneamente al insinuarlo es en sí prueba de que nadie toma en serio, o ni siquiera piensa en tomar en serio, la idea de que ricos y pobres son iguales ante la ley. Es la razón por la cual no tratamos a los magnates del trust y a los monopolizadores como hubieran sido tratados bajo las antiguas leyes de la justicia popular. Y es la razón por la cual tomo su caso en este momento y en esta parte de mis observaciones, junto con cosas aparentemente tan superficiales y fútiles como la transferencia de clientela de una tienda a otra. Es porque en ambos casos se trata de una cuestión únicamente de recta determinación, y ni en lo más mínimo sentido de una cuestión de leyes económicas. Con otras palabras, es mentira que no podamos hacer que la ley encarcele a los monopolizadores, o los ponga en la picota, o si queremos los cuelgue, como hicieron nuestros padres antes que nosotros. Y en el mismo sentido es mentira que no podamos dejar de comprar las mercancías que hacen mejor propaganda, o dejar de ir a las tiendas más grandes, o evitar ponernos de acuerdo, en nuestros hábitos sociales generales, con la tendencia social general. Podríamos evitarlo de cien modos; desde el muy simple de salir de una tienda hasta el más ceremonioso de colgar a un hombre en una horca. Si queremos decir que no deseamos evitarlo, eso puede ser muy cierto, y hasta en algunos casos muy justo. Pero arrestar a un acaparador es tan fácil como salir de una tienda. Encarcelar a un politicastro no es más difícil que salir de una tienda; y es sumamente deseable, para que esta discusión sea sana, que nos demos cuenta del hecho desde el principio.
Prácticamente la mitad de los recursos aceptados mediante los cuales se forma ahora una gran empresa han sido considerados criminales en alguna comunidad del pasado; y podrían serlo en una comunidad del futuro. Aquí sólo puedo referirme a ellos en la forma más precipitada. Uno de ellos es el procedimiento contra el cual braman día y noche los estadistas del partido más respetable, mientras pueden fingir que sólo lo hacen los extranjeros. Se llama dumping. Es el sistema de vender perdiendo para suprimir el mercado de otro hombre. Otro procedimiento es aquel contra el cual hasta han intentado legislar los mismos estadistas del mismo partido, mientras se limitó a los usureros. Sin embargo, desgraciadamente, no se limita en modo alguno a los usureros. Es la tramoya que consiste en enredar a un hombre más pobre en una maraña de toda suerte de obligaciones, de modo que por último no pueda cumplir sino vendiendo su tienda o empresa. Una forma de hacerlo es dando las cosas a los desesperados en mensualidades o a largo plazo. Yo hubiera juzgado todas estas conspiraciones como se juzga una conspiración para derrocar el Estado o matar al rey. No esperamos que el hombre mande una tarjeta al rey diciéndole que va a matarlo, o que anuncie en los diarios cuál será el día de la revolución. Semejantes maquinaciones siempre han sido juzgadas en la única forma en que pueden juzgarse: usando del sentido común en lo que toca a la existencia de un propósito y la existencia aparente de un plan. Pero no tendremos verdadero sentido cívico hasta que volvamos a darnos cuenta de que la conspiración de tres ciudadanos contra un ciudadano es un crimen, tanto como la conspiración de un ciudadano contra otros tres. Con otras palabras, la propiedad privada debería estar protegida contra el crimen público, así como el orden público está protegido contra el juicio privado. Pero la propiedad privada debería estar protegida contra cosas mucho mayores que ladrones y carteristas. Necesita protección contra las conspiraciones de toda una plutocracia. Necesita defensa contra los ricos, que ahora son los gobernantes que deberían defenderla. Quizás no resulte difícil explicar por qué no la defienden. De cualquier modo, en todos estos casos la dificultad está en imaginar que la gente quiera hacerlo; no en imaginar que la gente lo haga. Que por todos los medios diga la gente que no cree que el ideal del Estado distributivo valga el riesgo o la molestia. Pero que no digan que ningún ser humano del pasado ha arriesgado nunca nada, o que ningún hijo de Adán es capaz de tomarse molestia alguna. Si para lograr justicia quisieran arriesgar la mitad de lo que ya han arriesgado para alcanzar la corrupción, si para hacer algo bello se afanaran la mitad de lo que se han afanado para que todo sea feo, si hubieran servido a su Dios como han servido a su rey cerdo y su rey petróleo, el triunfo de toda nuestra democracia distributiva miraría al mundo como uno de sus llamativos anuncios y rascaría el cielo como una de sus extravagantes torres.

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