“Vivir es ver volver. Es ver
volver todo en un eterno perdurable, eterno” Azorín
Pido disculpas
pues hoy me he perdido asomado en el balcón, contemplando el microcosmos de la
gente que transita por la calle, entre los sones de Nina Simone y su Feeling Good.
Es una calle
vieja y deteriorada que nació con voluntad de hacerse vieja, sin jóvenes que al
crecer huyeron tras sus parejas en busca de nuevos hogares, plagada de abuelos,
un par de familias búlgaras y los negros del quinto, sin contar con los
italianos cultivadores de flores exóticas también en el ático.
En su tránsito
se condensa una amalgama de conflictos humanos cuya existencia se prolonga más
allá del tiempo. Profundos conflictos individuales, individuos desarraigados
que viven en furtivas tradiciones, ancianos cuyo destino más próximo sea el
mobiliario en una residencia, parejas rotas y rehilachadas en nuevas relaciones
alegales, constituyen unas personalidades que chocan contra un muro de soledad,
aislamiento e incomprensión.
Ajeno a
cualquier hazaña épica se encuentra el heroico sacrificio que sobrevive cada
día en cualquier calle de cualquier ciudad. La tragedia contemporánea vislumbra
una situación que difiere en gran medida de la que conocí en mi niñez pero que
al mismo tiempo permanece eterna como drama humano. El pueblo sufriente,
oprimido por las penurias económicas, por las trabas sociales, la corrupción
mediática de políticos y banqueros, la manipulación, los estragos
convencionales de matrimonios rotos, hijos accidentales, se concreta en la
realidad mística de la gente que transita por la calle.
Son gentes que
luchan con sus temores, ilusiones y actitudes, en el inseguro mundo de la calle
para conseguir la autenticidad de sí mismas y un lugar en el que poder habitar.
Aquí me encuentro, jugando a ser Dios
con el destino de estos personajes que no se han fugado de la obra de Unamuno,
ni de Azorín, sino que constituyen la esencia misma de la existencia real. Un
drama humano con ciegos, cojos, enfermos del corazón, que se entremezclan con
esfuerzos sobrehumanos, horas laborales a deshoras, paseos nocturnos en copas
olvidadizas.
Es la reiteración
del sello de la tragedia de vivir. La impronta de unas vidas marcadas por el
fuego del esfuerzo desmedido, de la impotencia radical ante los hechos
aplastantes del paro o la enfermedad.
A la amargura
de la vida no se la vence con la explosión mecánica de la risa, ni con el
aturdimiento de las distracciones banales como el cine o la música; sino con la
catarsis que purifique la intención existencial. Reír un chiste no te exime de
la amargura, solo una actitud vital positiva puede ayudar a superar la
decadencia; modificar el curso de cada una de forma individual y
diferenciadora. La esperanza como tal puede ser traicionada siendo la voluntad
de cambio, aunque fracase, el motor que renace de sus cenizas, el Ave Fénix que
te permite continuar avanzando.
Aquí es donde
se encuentra la difícil tarea del escritor que ha de servir no para adormecer, sino para despertar conciencias
sin renunciar a la emoción dramática que funde al lector con lo accidental y
promueve su condición crítica. Desearía convertirme en esa hoja de papel
garabateada con símbolos ilegibles que te permitiese ayudar a reflexionar sobre
el mundo en que vivimos y…, morimos.
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