A la vista de los acontecimientos
que a diario salpican nuestros noticiarios enrareciendo la vida social,
económica, política, cultural, democrática y, en definitiva, moral de nuestro
país, recupero en Carlos Arniches la figura del autor, preocupado por este tipo
de vejaciones, que pretende caricaturizar esa ridiculez de la España profunda,
egoísta y ambiciosa, para regenerar la nación en aras a la sensatez y el
sentido común.
Vaya como advertencia previa mi
reconocimiento al hecho de que no todos los hombres son iguales y, por tanto,
existen buenas personas militando en diferentes partidos políticos. Si bien es
cierto es que la sensación generalizada sobre eso que llamamos “clase política”
se ajusta a lo que se expresa a continuación. Buenos hombres y mujeres, que
intentan luchar por una sociedad más racional, libre y próspera, aparecen por
distintos lugares como flores exóticas de un jardín abandonado.
Para ello voy a seguir la obra en
cuestión (“Los caciques), así como las fuentes de wikipedia, Biblioteca
Cervantes y el trabajo de Vicente Ramos (Vida y Teatro de Carlos Arniches),
aderezados por algunos comentarios propios.
En la noche del 13 de febrero de
1920, el teatro madrileño de la Comedia, acogió el estreno de la farsa cómica
de política rural en tres actos, denominada “Los
Caciques”, que dedicó, con gusto y aceptación, al monarca Alfonso XIII.
Dentro de los criterios
regeneracionistas del autor, la obra muestra el estrecho vivir de los tristes
pueblos de España, «donde todo es extraño, temeroso, desconcertante», y ello
porque «todo es viejo, solapado, sin sentido renovador... Todo tiene un
misterio, un secreto, una mácula». (Act. II; esc. V).
Con bastante paralelismo sobre la
situación presente, extrapolando el cacique de Arniches a cierta clase social
dominante, nuestro autor caricaturiza a esos políticos cuyo arraigo endémico
fue sin duda una de las causas de la decadencia y postración de España.
Don Sabino, el médico, a quien el
Ayuntamiento adeuda los honorarios de siete años, se expresa de forma
categórica: “Treinta y cinco años, señor, me he pasado de médico titular, de
médico rural, luchando siempre contra el odioso caciquismo bárbaro, agresivo;
torturador; contra un caciquismo que despoja, que aniquila, que envilece... y
que vive agarrado a estos pueblos como la hiedra a las ruinas..”
Sorprende descubrir, casi un siglo
después, que tan lamentable realidad nacional si bien cambió de formas,
mantiene los mismos fondos grotescos de esta farsa.
Los villalganceños soportan a un
alcalde, es decir, un político, “don Acisclo”, que es el “amo, el rey del
pueblo (…), un hombre al que tóo el mundo tie miedo” y cuya doctrina política
es tan elevada que no concibe más que dos partidos políticos, “porque no quiero
confusiones: el miísta, que es el mío, y el otrista, que son todos los demás”.
Naturalmente, aquéllos gozan de todos los beneficios y prerrogativas que les
son negados a éstos no dudando en la manipulación del funcionariado, algo que
siempre han deseado los políticos, como son el caso del funcionario de Correos,
el Secretario del Ayuntamiento, o bien las sugerencias al médico para que se
mueran los del partido contrario. Sirva como anécdota cómica el hecho de que no
se les permite ni mirar la hora en el reloj de pared. Bajo un «sistema» tan
personalista, la vida pueblerina discurre por las vertientes de la ignorancia,
de la miseria y de la barbarie.
En
semejante situación se produce la correspondiente filtración, por parte de ese
amigo de otro organismo, de otra entidad, ese otro político de baja estofa, que
les anuncia, de modo confidencial, la llegada de un inspector, o delegado
gubernativo, encargado de “investigar” la administración. ¿A nosotros, que
somos más transparentes que el agua de la fuente?, podría muy bien preguntarse
el político de turno.
El
caso es que en el Consistorio cunde el desasosiego, el alcalde se alarma y,
entre todos, intentan evitar el ajuste de las cuentas. Para ello, como eterno
remedio casero, marca España, ponen en práctica diversas estratagemas para
sobornarle con regalos, homenajes y fiestas.
En
este contexto, aparecen en el pueblo dos personajes peculiares, tío y sobrino,
cuyo único propósito es plantear cierto proyecto matrimonial con la sobrina del
alcalde. El pánico generalizado hace que sean confundidos con el temido
delegado del gobierno y su secretario.
La consecuencia es inevitable y, a partir de ese momento, se suceden las
típicas escenas arnichescas donde el enredo, por el equívoco, ocupa casi los
tres actos.
Arniches
no duda en denunciar a este tipo de políticos, defensores de la verdad
absoluta, para quienes sus contrarios son los causantes de los males, que
utilizan el cargo en beneficio propio y que, por decirlo de alguna forma, los
materializa en la figura rural del cacique que pretende ocultar sus delitos,
sus conciencias degradadas, sus mentiras, bajo un falso patriotismo. Siempre
acusaran al contrario de revolucionario o reaccionario, según el criterio de la
moda, del gusto, o de la presunción, para desprestigiarlo frente a sus
seguidores.
Tras
el diagnóstico, como reafirma Vicente Ramos, nuestro comediógrafo receta que
España no podrá sobrevivir «si no nos hacemos todos un poco mejores. Viva
España; pero viva con un ideal cierto, seguro, firme, que acabe para siempre
con los miedosos, con los claudicadores, con los cobardes». (Act. II; esc.
XIII).
Esos
personajes, que por fallo genético han repoblado la fauna ibérica con tal
proliferación, son unos seres que, siguiendo la obra en cuestión, carecen de
moral, o más bien resulta ésta algo dudosa. Vemos al político que, abusando de
su cargo, persigue a las mujeres por el jardín, o carece de respeto hacia las
quejas de los ciudadanos, como podemos ver en uno de los momentos claves de
esta obra. Consideran “distracciones” la estafa, el tráfico de influencias, la
prevaricación y manipulan la Educación y la Historia a su antojo.
Divertida,
por penosa, es la interpretación psicológica que de la Ley pueden realizar esta
clase de individuos. En un momento dado, uno de los personajes le pregunta: “¿Qué
entiende usted por la Ley?” Una cosa que me permite poner multas. Trágicas y
actuales palabras.
Preocupa
la actitud de sus incondicionales, los cuales, tan acostumbrados están a sus
abusos y desmanes, que alaban de forma continuada su prepotencia no
importándoles que éste recorte la economía en beneficio propio, no pagando lo
que se debe a los demás, o bien no invirtiendo en cultura o sanidad, como
podemos ver en las escenas IV y V.
En
la escena VIII vemos las consecuencias de este sistema que genera pobreza e
incultura, el abandono de la educación escolar, aunque presumen de tenerla.
Tiernos niños que han estudio en Bolonia (me remito a las palabras textuales de
la obra). Graciosa también es la confusión del diálogo político en el que nada
se dice cuando homenajean al recién llegado y nadie sabe quién es, finalizando
el recibimiento con gritos de falso patriotismo.
Dolorosas
y certeras las palabras del médico cuando dice: “Después de todo, esto
coronaría gloriosamente el martirio de una vida consagrada a la Humanidad y a
la Ciencia en un país de ingratos.” Cabría añadir cuando la fuga de cerebros
sigue realizándose; huyendo a otros países, por intentar sobrevivir, las
inteligencias más cualificadas, abandonadas y repudiadas por nuestros
gobernantes. Seamos realistas: nuestros estudiantes están finalizando carreras
con la mirada puesta en el horizonte del extranjero. Conscientes son que en
nuestro suelo patrio, sin una buena recomendación, jamás podrán ejercer
conforme a su preparación.
Continúo
transcribiendo, casi de forma literal, el texto de Vicente Ramos, de su obra
“Vida y teatro de Carlos Arniches”, que en lo referente a este tema no tiene
desperdicio y que sigue diciendo:
Además
de lo hasta aquí expuesto, “Los caciques” nace de una de las experiencias más
dolorosas de Arniches. Nuestro comediógrafo jamás olvidó las tristezas y los
sinsabores de su hogar a causa de las mutaciones en la politiquería local. Nos
lo recuerda muy amargamente en un escrito de 1923, cuando, al evocar su niñez
en Alicante, nos refiere cómo su padre, pagador de la Fábrica de Tabacos,
quedaba frecuentemente cesante, según la dirección de los vientos políticos:
«Abatido y lloroso -escribe- por la infausta noticia, corría a ocultarme en un
rincón de mi casa, triste y desolada ante la perspectiva de una cesantía larga
que significaba, para nosotros, la escasez y aun la miseria.
Aquel
día mi padre no hablaba. Comíamos en silencio. Mi madre limpiaba a hurtadillas
sus ojos enrojecidos, y en mi alma de niño se iba forjando, silencioso y
fuerte, un odio invencible a la política».
Esta
herida jamás cicatrizó, y, consecuentemente, Arniches detestó las ambiciones
políticas y, en su independencia, proclamó que la verdadera y auténtica
política no podía ser otra que la del trabajo honrado en pro de la comunidad
social. Así lo puso de manifiesto, en 1931, a José M. Acevedo: «[...] si en
España habláramos todos un poco menos y trabajáramos un poco más, sería éste un
país grande y único». Y añadió: «Me asquea el hablar de política».
El
justo criterio regeneracionista, fundado en las virtudes del trabajo, la
honradez y el prudente silencio -explícito en algunos sainetes contenidos en el
volumen Del Madrid castizo-, es la misma tesis de la dedicatoria de “Los
caciques” a S. M. el Rey Alfonso XIII, a quien ofrendó, en los años de su
primera y bohemia juventud, la candorosa Cartilla y Cuaderno de Lectura (Trazos
de un reinado). Ahora, después de tantos años, Carlos Arniches vuelve a
dirigirse al Monarca con estas palabras:
“Señor:
La emoción que me produjeron las altas palabras que escuché a vuestra majestad
la noche que presenció la representación de esta obra, me impulsa a
dedicárosla.
Se
consigna en ella una amarga y viva realidad de las costumbres políticas
españolas, expresada sincera y noblemente; pero sería injusto no consignar
también en su primera página, con la misma sinceridad y nobleza, que si todos
los españoles se hubiesen penetrado de los altos propósitos renovadores de
vuestra majestad, esta obra no hubiese podido ser escrita, porque el caciquismo
ya no existiría.
Y
esta rotunda afirmación tiene el valor de estar hecha por un hombre
independiente, que no tiene su espíritu coaccionado por ninguna devoción
política, ni desea del Trono otra cosa sino la egregia bondad de vuestra real estimación”.
El
ideal de Carlos Arniches, en cuanto a la política -entendida esta palabra en su
acepción más prístina-, reside en el logro de una limpia y noble convivencia
humana, cimentada y fecundada por el amor cristiano a nuestros semejantes. Su
política -si así podemos hablar- es un entrañable y sencillo popularismo, ajeno
por completo a cualquier tipo de uniones egoístas, al modo como son censuradas
en Los caciques: «Unámonos -dice un personaje- y podremos hacer lo que nos dé
la gana, que es para lo que se une todo el mundo». (Act. I; esc. X).
Se
trata, por tanto, de una política de amor y comprensión, ya que todos formamos
el pueblo, la sociedad, que debe alimentarse de las grandes y esenciales
virtudes cristianas. Oigamos al propio Arniches:
“Si
no vivimos cerca del pueblo, si no nos aproximamos a él, no conoceremos jamás
su alma. Y quizá por no haber sabido dirigir bien y enérgicamente su alma -dijo
en 1942-, es por lo que tal vez se produjeron los sucesos luctuosos que hemos
lamentado. Yo, por mi profesión y por mi gusto, he querido siempre vivir en
contacto con el alma popular española [...] Sí, señoras y señores, amemos al
pueblo, porque el pueblo es bueno [...] Pero hay que ayudar al pueblo, señoras
y señores. Hay que acercarse a él para conocer sus miserias y remediarlas. Ya
os lo he dicho antes: es un problema inexcusable [...] Y ahora, para terminar,
ungidos de emoción los labios, os digo que amemos ante todas y sobre todas las
cosas a España”.
Agreguemos finalmente que el estreno
de “Los caciques”, interpretado por Irena Alba, Aurora Redondo, Bonafé, Tudela,
Asquerino; y otros, no fue evaluado como es debido. Recordemos, a guisa de
notorio ejemplo, que «Filidor», en ABC, afirmó que, sobre el problema del
caciquismo, nuestro comediógrafo estuvo «más atento a lo externo que a la
substancia». Y esto, ya lo hemos visto, no es verdad.
Abandonando lo expuesto por Vicente
Ramos, y concluyendo el texto, recordar mis palabras iniciales en las que
reconozco que puede haber buenos políticos, pero lo lamentable es la sensación
de corrupción que padecemos.
Curiosa resulta también la
afirmación del médico ante el ingenio del protagonista, el cual, cuando le
dicen: “¡Pero usted es el demonio!”, contesta: “Peor. Soy el hombre que ha
vivido sin dinero.”
Finalizo con las palabras del propio
autor sobre el patriotismo: “Sí, ¡viva España! Pero ¡cómo va a vivir si no nos
hacemos todos un poco mejores!”
Ese
es mi deseo y sueño.
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