Y el diablo también pasó por Ayora donde nuevas venturas y
desventuras se vivieron…
“En tan
lamentable estado, alzaron el vuelo continuando el viaje hasta Ayora, primer
pueblo de la provincia valenciana, cuna de la miel, alma de hidalga ternura,
que se alza en
cabecera de llanura. Sobrevolaron el suelo, a baja altura, para no ser detectados por radares ni fuerzas paranormales.
Encontraron alojamiento en la casa de la Marquesa…”
(….)
Regresaban
a la Casa de la Marquesa, cuando en el camino se cruzaron con un anciano
sacerdote, que para la ocasión se había acercado. Ya finalizada la ceremonia,
antes que acabase el convite, el hombre caminaba a la casa parroquial para la
noche pasar y al día siguiente marchar. La calle era estrecha, las luces
oscurecían al paso de dos individuos, que en dirección contraria venían. Uno se
movía con aparente dificultad, cojo de una pierna, y, cierta sombra tenebrosa,
no propia de la oscuridad, envolvía al sujeto dotándole de maldad. Detuvo su
paso, al tiempo que los caminantes detuvieron el suyo.
– A la
paz de Dios –dijo el anciano.
Crispulo,
extrañado quedó que semejante saludo un viejo le ofreciese. Miró a su compañero
el cual, los ojos en los del contrario se habían posado, examinando,
escrutando, interiorizando, intentando algo que esfuerzo le estaba costando.
–
Tranquilo Cris –dijo el diablo– que este hombre me ha reconocido, mas peligro
en él no hay ninguno.
El
hombre, canoso, de frente amplia, tan amplia como un campo de aviación, de
arrugas infinitas y pequeños ojuelos que tras unas gafas, tan gruesas como un
culo de vaso, se ocultaban, sonriendo le dijo a Cris:
– Ten
cuidado con la compañía que puede no ser recomendable. Las apariencias engañan
y algunos seres mienten más que engañan.
Cojuelo
devolvió una sonrisa torva, agrietada tal vez por la experiencia del día, o
quizás por ser malévola en su naturaleza, cuando dijo:
– He
aquí un hombre que jamás ascendió, soñaba con ser alguien y en cura de pueblo
quedó. De un lugar a otro, de una parroquia a otra, siempre los mismos
trabajos, siempre las mismas funciones y en el arzobispado sus méritos jamás
reconocieron. Deberías haber cambiado de bando viejo verde, que perdiste los
placeres para ser ignorado, desechado y, en ocasiones, humillado, por un pueblo
que nunca agradeció los sacrificios que realizaste. Al contrario, te criticaban
porque cambiabas el horario de la misa, o porque siempre estabas pidiendo, o
tal vez porque quitabas costumbres que para el pueblo eran sagradas
tradiciones. Tus palabras chirriaban en los oídos, tildándote de anticuado, de
falso, de interesado.
– Soy
como me enseñaron –replicó benévolo el anciano–, ni mejor, ni peor, para mí
nunca pedí nada, pues nada merecí. Lo que hice lo hice por mi Señor, si sufrí,
recompensa en Él conseguí. Tal vez no pude cambiar muchas opiniones, ni ayudar
a la gente cuando más lo necesitaba, pero en mis oraciones nunca me olvidaba de
ellos y si fallé, con mi pena me arrepentí. Ahora, en la vejez, no espero nada,
solo aconsejo y aviso lo dura que es la batalla.
Cris
tuvo la precaria sensación de encontrar dos contendientes medievales, dos
hidalgos dispuestos a entablar el combate de un momento a otro, pero siempre
corteses cuando reconocen digno enemigo. Aquello salía de madre, pensando que
medio mundo se había vuelto loco, o él había enloquecido con tantos
acontecimientos extraños. Adivinando sus pensamientos, Cojuelo dijo:
– No te extrañe
este diálogo, entre enemigos que se respetan. Este anciano fue tentado tantas
veces como años recorren sus sienes. Aunque no tuvo jamás recompensa, cosa que
debería haberle hecho pasar a nuestro lado, con celos, envidias y otras
variadas comidillas, el caso es que permaneció fiel. Un poco raro, tal vez,
pero fiel a sus creencias. Por eso nos respetamos, ahora no cambiará él, ni yo
le atacaré. Su causa es causa perdida
para un demonio.
– La
maldad –dijo el sacerdote– no es tan grande como la pintan en tu corazón.
Siempre puede haber un motivo de arrepentimiento, un perdón para tus crímenes,
una sosegada compasión a tus atrevimientos.
– Si tú,
a tu edad, no vas a cambiar, no pidas que a la mía traicione a mi señor, que
disfruto de sus pecados y causa es de temor. Sigue tu camino antes que me
arrepienta y rompa la tregua que exige tu condición.
Ambos
contendientes permanecieron unos minutos en silencio tras los cuales se
despidieron, cada uno a su manera.
– Ten cuidado
muchacho, no te dejes arrastrar por su especie; y tú, demonio, que mi Señor te
bendiga.
– Y el
mío te maldiga –respondió con sorna Cojuelo.
–
Halagado quedo –respondió el sacerdote mientras reanudaba su camino– que si un
diablo te maldice es que hay Dios en el cielo.
Cris permaneció en silencio mientras buscaban la calle principal para
llegar hasta el alojamiento, tan solo el eco pausado del bastón de Cojuelo
retumbaba en el vacio de aquellas calles ocultas. "
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