Pot començar la mascletà


Niños galopando sobre hombros de padres agotados, ancianos curiosos, jovencitas sentadas en el suelo que preparan este weekend, atrevidos chavales sobre farolas, maceteros o pilares, curtidos rostros junto a delicadas amapolas, turistas curiosos con sus máquinas colgando del cuello, se agolpaban en las calles desafiando los últimos alegatos invernales, las nubes plomizas de grisáceos presagios, los vientos de estupideces variadas, las melancolías de tiempos idos, los sueños perdidos,  esperando expectantes que se abriera el balcón.
Silbidos, aplausos, gritos se entremezclaban con altavoces tartamudos, perplejos, obscenos que contagiaban las ondas con sus gorgoritos inaudibles. Por fin llegó el ansiado momento y la sacrosanta tropa de invitados, artistas y autoridades, salieron tras la puerta abriendo paso a la Fallera Mayor. Tras sonreír al público cual princesa electa, que ondea su mano con la suavidad que mece una bandera en la brisa marina,  consciente del dulce peso que recae sobre sus hombros juveniles, se dirigió al hombre, que la miraba con la adoración que merece una diosa, una vestal de Venus, una encarnación divina, y le dijo:
– Senyor pirotècnic pot començar la mascletà.
El hombre, parco en palabras, serio, nervioso por dentro, respondió con la austeridad del soldado que se dirige al frente para cumplir con su deber, una misión que no todos cumplen, una obligación que no todos realizan, un desafío a los mejores que le precedieron.
Un trueno celestial exigió silencio a la asamblea y una traca veloz arrancó los primeros aplausos de la tarde. Al instante, sin el minuto de silencio requerido para los momentos fúnebres, comenzó, uno tras otro, la caída del imperio decano en memeces kafkianas. Reventaron primero las más pequeñas, las causas injustificadas, las opresiones escondidas, las dobles verdades que a muchos engañan.
Siguieron saltando por el cielo los primeros casos de atropellos coloridos, de carcasas voladoras en agujeros inmobiliarios, de falsas reputaciones y demagogias electorales. A continuación truenos explosivos temblaron en el suelo provocando el desasosiego de las situaciones graves, de bancos exabruptos, de sonidos demagógicos, de humaredas ocultistas en amarillentas interpretaciones legales, de falaces cohetes a ningún lugar con sus medidas anacrónicas, de atropellos injustificados, de grandes negocios a costa de débiles papeles cuyo ardor se quema en la nauseabunda nada.
Estallan, estallidos estallando. Una explosión tras otra provocaba la destrucción sistemática del paro, de las penurias, de los recortes, de la inseguridad, de las privatizaciones, del odio, de los sinvergüenzas que robaron y nada devolvieron, de los falsos Mesías, de los Scrooge reciclados en Grandes Confederaciones Hiperbóreas que cortan y recortan los toros y las vacas anoréxicas.  
            Final glorioso cuando la Fallera aplaude la última carcasa. El pueblo la secunda vitoreando al nuevo genio, al lidiador de psicologías sociales deprimentes, al superador de traumas inconclusos, al fatuo Marco Vinicio que regresa de la batalla en la Valentia inmortal. Aplausos, olés y buenos cometarios para el marketing, aseguran un buen año para el cohetero.
            Y durante unos instantes el pueblo es feliz quemando a tantos males que nos hacen desdichados ante los poderosos redomados. Ver arder la maldad, la opresión y la tiranía es la gran virtud de nuestras fiestas, de nuestra sangre, de nuestro calor. Es el aviso de la primavera, es el retorno del buen tiempo, del sol, de la fe, de la ilusión, pues todo lo malo, al final en fuego, que no polvo, acaba convirtiéndose. 
            Deposita en cada falla, en cada ironía, en cada ninot, en cada petardo, en cada cerilla, esa negatividad que quiere ahogarte, para lanzarla al purificador apocalipsis que sirve de catarsis en el mundo que vivimos. Quema y destruye pues de las cenizas renacerán los idus de marzo, que en esta ocasión nos serán propicios.
            Felices Fallas.

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– Contra hidalguía en verso -dijo el Diablillo- no hay olvido ni cancillería que baste, ni hay más que desear en el mundo que ser hidalgo en consonantes. (Luis Vélez de Guevara – 1641)

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