Sin titulo

      Cuentan las antiguas crónicas que en los albores de la humanidad se conocía la existencia de una tierra, rica y próspera, sobre la que se fijaron los dioses. Ellos la fundaron agraciándola con toda clase de bienes. Algunos la identificaban con Tartesos, otros con Atlantis, hay quien dice que es Shangri-La y los más devotos la Jerusalén celeste. Tanto la querían que sus habitantes gozaron de los dones de la inmortalidad y la belleza.
      El indiscreto Delfos, por ciertas envidias a sus moradores, ya la menciona en uno de sus oráculos. Numerosas fueron las expediciones que se organizaron para saquear sus riquezas, mas ninguna alcanzó gran cosa. Es digna de mención la gesta de Jasón y sus Argonautas. Este no fue el único intento. Se cuenta que Cesar envió un par de centurias para explorar el alto Egipto sin que encontrasen nada a su paso salvo desolación y muerte. Los sajones en sus drakares saquearon diversos lugares más interesados, tal vez por la necesidad, en satisfacer sus ansias materiales que en descubrir esa desconocida región.
     En mi anterior reencarnación conocí a cierto joven periodista porteño que, en la desembocadura del rio de la Plata, me explicó sus teorías sobre la ubicación real de la mítica urbe. Tal énfasis mostraba en sus palabras que sus ojos no podían ocultar un cierto halo de romanticismo. Sostenía que los hijos de Hispania fueron quienes más interés empeñaron en la empresa. Así Cabeza de Vaca, tras la fuente de la eterna juventud, o Pizarro, desafiaron a los dioses buscando sin descanso la mítica ciudad en el Nuevo Mundo. Hernán Cortés creyó haber encontrado el ansiado Dorado cuando derrotó al emperador azteca.
       Todos estaban equivocados, continuaba este doncel atravesado por la fabulosa consideración.  Cierto monje dominico, amanuense del monasterio de Santa María del Sueño Perdido, localizó una obra del historiador Herodoto que todos pensaban extraviada. Sus indicaciones eran precisas. Son los enviados de los dioses, los habitantes de la ciudad, quienes engañan al resto de la humanidad con pistas falsas para ocultar su verdadero paradero.
      Tenía tan claro cuál era su escondite que se lanzó en pos de la aventura sin temer al riesgo que podía conllevar.  Celosos de su intimidad existían numerosas pruebas a superar. La mayor de todas encontrar a su pueblo. Mirar a uno de sus habitantes sin su consentimiento podía costar algo peor que la vida, una eternidad de sufrimiento y dolor.
       Según él, sus habitantes salían ocasionalmente al exterior para mezclarse con el resto de los mortales durante un periodo de tiempo similar al de una vida humana. Cuando se cansaban de holgazanear con los humanos regresaban a su territorio para disfrutar de la preciada inmortalidad. En realidad los tesoros que cobijaban sus muros, pese a ser de gran valía material, eran insignificantes en cuanto a sus tesoros espirituales. La mayor riqueza provenía de su cercanía a la divinidad, de su majestuosa simbiosis con los dioses. Cohabitaban con ellos con la naturalidad de los hijos de Adán y habían sido capaces de crear una raza perfecta, ajena a los males de nuestro tiempo.
        Creí al hombre muerto en tan alocada carrera hacia la nada. Pasaron los años y cierta tarde de primavera, no hace mucho, volví a encontrarme con él a la orilla del Guadalquivir. Junto a la torre del Oro paseaba otro periodista. Su rostro permanecía inmutable al tránsito de Cronos. Me reconoció y no ocultó su asombro. Narró su fabulosa expedición y los peligros que se vio obligado a superar.  Era cierto que otros lo habían descubierto antes que él. El mismo Alejandro disimuló su muerte para huir y acogerse al beneplácito de sus moradores.
        Jamás mencionó el lugar exacto de su ubicación, quizás susurró más allá de la India, quizás cumplía con su misión de dar pistas falsas e ilusiones vacías. Desconozco si ese era su objetivo, o tal vez fue un desliz, mas lo que es seguro que en sus ojos ya no brillaba ese puro idealismo. Sentí pena por él ya que de poder elegir prefiero morir como humano a vivir sin sentimientos.
        Poco después desapareció para siempre. Marchó como una sombra furtiva que huye en la noche. Podré haberme equivocado de persona, puede que otro loco ocupase su lugar. Pero sus ojos eran tan verdaderos como la luz nuestra de cada día. Miguel Navarro

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