Andrés Fernández de Andrada, nacido en Sevilla en 1575 y muerto en Méjico en 1648, fue un capitán del ejército español que se movió en el ambiente poético sevillano, donde fue admirado, y que murió en Nueva España, en la más absoluta pobreza e ignorado por todos. Se le conoce fundamentalmente como autor de una obra que figura en todas las antologías de poesía clásica española por su perfección. Se trata de la “Epístola moral a Fabio”, pieza cumbre de la epístola horaciana en España. Sus fuentes literarias vienen del Antiguo Testamento, Séneca y Horacio y representa el espíritu de tradición senequista y de ascetismo cristiano en España, invitando a la resignación de una vida en aurea mediocritas o "dorada medianía" y reflexionando sobre la brevedad de la vida y la condición humana.
Pasó de ser un poeta ignorado en su época a ocupar un lugar dentro de las figuras más importantes de nuestra literatura, al reconocérsele la autoría del poema de la Epístola Moral a Fabio; una de las más bellas páginas de nuestras letras. Al principio la autoría se atribuía a otros poetas de la época como Bartolomé Leonardo de Argensola o Francisco de Rioja, sin embargo, es Adolfo de Castro, en Cádiz, 1875, quien atina en el verdadero autor, así como posteriormente confirmaría Dámaso Alonso aportando nuevos datos sobre la cuestión.
El problema aparece con Juan José López de Sedano (1729-1801) que publicó la composición atribuyéndola a Bartolomé Leonardo de Argensola. Sin embargo, en uno de los manuscritos originales en que se conserva la Epístola hay una nota marginal del propio Bartolomé en el que se afirma que la composición no es de éste. El padre Estala atribuyó después la Epístola a Francisco de Rioja, en el año 1797. Será Adolfo de Castro quien recupere la autoría a través de un estudio sobre el epígrafe que lleva un manuscrito, fechado en octubre de 1612 y que lo define como “Copia de la carta que el capitán Andrés Fernández de Andrada escribió desde Sevilla a don Alonso Tello de Guzmán, pretendiente en Madrid, que fue corregidor en México”.
Parece ser que el sevillano Fernández de Andrade, siguió a D. Alonso Tello de Guzmán hasta Nueva España (Méjico) e incluso le sustituyó en el año 1623 como alcalde mayor de San Luis de Potosí.
La “Epístola Moral a Fabio” trata sobre el deseo del escritor hacia las pretensiones de cargos en la corte del Corregidor de la ciudad de México, Alonso Tello de Guzmán, y le invita a la búsqueda de la virtud, la resignación y el “áureo equilibrio”, cantado ya por Horacio y Fray Luis de León en sus poesías.
El poema se desarrolla con un visible ritmo bimembre, recurriendo al artificio del braquistiquio (Braquistiquio: El braquistiquio o hemistiquio corto es la estructuración pausal más breve del verso castellano; no llega a cuatro sílabas. Se trata de un corte o pausa breve que como tal ya supone el interés del poeta por poner alguna cosa de relieve) para destacar el significado de las palabras importantes.
Fernández de Andrada, entre tercetos perfectamente encadenados y versos de gran suavidad y una perfección inmejorable, desarrolla todas sus ideas sobre el sentido de la vida, del paso del tiempo, de la figura del poeta, la felicidad, y todo aquellos conceptos que para los escritores de su época eran el tema fundamental de sus obras. Así, recurre a figuras que reflejan la fugacidad terrena, como ocurre con la breve mención que realiza sobre las ruinas Itálicas.
Seamos conscientes que las “ruinas” son fundamentales como tema en la poesía del siglo XVII. En ellas observamos una materialización o inmediatez al tema de la fugacidad terrena (evidentia, enegeia). Son una verdad inquebrantable: nada resiste la fuerza del tiempo. Son el ejemplo palpable de vacuidad, una forma de demostrar que el pueblo que construyó esos grandes templos, y que en su momento dominaba el mundo, ahora no es nada, e incluso sus majestuosas construcciones, en escombros, no hacen otra cosa que calmar el irremediable poder del tiempo que lo destruye todo.
Hay que observar con qué densidad va hilvanando el poeta profundas ideas: el “menosprecio de Corte” y el ideal de la “vida retirada”: la consideración de la brevedad y la caducidad de la vida; el elogio de la virtud, de la austeridad; la preparación para la buena muerte…
Otro tema sobre el que se reitera es el de la muerte, siempre inminente, y la alabanza de la vida eterna, así como el desprecio por lo material, aunque, cuando su amigo obtuvo suficiente poder en Méjico, nuestro poeta siguió sus pasos con el fin de asegurarse una buena posición, actitud, por otra parte, que tampoco es reprochable. Estos motivos han sido tomados por otros poetas posteriores, de todos los tiempos, como Lorca, Cernuda, Machado, Miguel Hernández. Todos ellos escribieron elegías y comprendieron esa angustia vital que se acentúa en tiempos de crisis.
Estamos hablando de sentimientos universales de la poesía, del famoso "Sentimiento trágico de la vida" de D. Miguel de Unamuno. La perfección estilística, expresada con una estructuración lógica y coherente, no resta nada a los matices expresivos, cosa que algunas veces se suele criticar en clásicos de épocas pasadas.
Para algunos, escribir verso libre o prosa poética es sinónimo de claridad y profundidad, sin embargo, sus poemas tal vez no queden en la memoria ni sean cantados ante una multitud siglos después de morir sus autores.
¿Cuál es la originalidad de esta Epístola? ¿Dónde su mérito? Sin duda en su tono, en su expresión. Nótese, ante todo, el equilibrio entre la gravedad y la naturalidad; la hondura de los pensamientos se hace compatible con un tono casi conversacional (de conversación culta), a la que contribuye una notabilísima fluidez en la versificación. Por otra parte, el poeta alterna sabiamente las frases enunciativas, interrogativas y exclamativas, con lo que logra no sólo variedad, sino eficaces modulaciones emotivas
Una sola composición ha bastado para situar a su autor entre las cumbres de nuestra lírica. La Epístola no hace sino barajar lugares comunes, que siglos y siglos de tradición senequista, de ascetismo cristiano, de humanas experiencias tan viejas como el mundo, habían decantado en centenares de versos y en prosas de todos los matices. Es innecesario, pues buscarle precedentes a la Epístola, porque se hallaba por doquier, ni ponderar la excelencia y profundidad de sus conceptos, porque estaban ya bien probados. Lo que hizo Andrada, con toda esa herencia de ideas y de sabiduría moral que proclamaban la vanidad de todo, fue encerrarla en unas docenas de tercetos maravillosamente impecables, en que las cosas se dicen con la palabra insustituible, con la imagen más sugeridora pero a la vez más sencilla y natural, como si brotaran de un misterioso venero, sin esfuerzo. Porque quizá esto es lo más notable de la composición: la naturalidad y sencillez con que el autor desliza las más felices expresiones como a media voz, sin darle importancia, sin pompa ni suficiencia alguna. La Epístola, del primero al último verso, fluye como una melodía de notas suaves, sin una sola estridencia.
EPISTOLA MORAL A FABIO.
Fabio, las esperanzas cortesanas
prisiones son do el ambicioso muere,
y donde al más activo nacen canas.
El que no las limare o las rompiere,
ni el nombre de varón ha merecido,
ni subir al honor que pretendiere.
El ánimo plebeyo y abatido
elija, en sus intentos temeroso,
primero estar suspenso que caído;
que el corazón entero y generoso,
al caso adverso inclinará la frente,
antes que la rodilla al poderoso.
Más triunfos, más coronas dio al prudente
que supo retirarse, la Fortuna,
que al que esperó obstinada y locamente.
Esta invasión terrible e importuna
de contrarios sucesos nos espera
desde el primer sollozo de la cuna.
Dejémosla pasar como a la fiera
corriente del gran Betis, cuando airado
dilata hasta los montes su ribera.
Aquel entre los héroes es contado
que el premio mereció, no quien le alcanza
por vanas consecuencias del estado
Peculio propio es ya la privanza
cuando de Astrea fue, cuanto regía
con su temida espada y su balanza.
El oro, la maldad, la tiranía
del inicuo, precede y pasa al bueno,
¿qué espera la virtud o qué confía?.
Vente, y reposa en el materno seno
de la antigua Romúlea, cuyo clima
te será más humano y más sereno;
adonde, por lo menos, cuando oprima
nuestro cuerpo la tierra, dirá alguno
“¡Blanda le sea!”, al derramarla encima;
donde no dejarás la mesa ayuno
cuando en ella te falte el pece raro
o cuando su pavón nos niegue Juno.
Busca, pues, el sosiego dulce y caro,
como en la oscura noche del Egeo
busca el piloto el eminente faro;
que si acortas y ciñes tu deseo,
dirás: “lo que desprecio he conseguido
que la opinión vulgar es devaneo”.
Más quiere el ruiseñor su pobre nido
de pluma y leves pajas, más sus quejas
en el bosque repuesto y escondido,
que agradar lisonjero las orejas
de algún príncipe insigne, aprisionado
en el metal de las doradas rejas.
Triste de aquel que vive destinado
a esa antigua colonia de los vicios,
augur de los semblantes del privado.
Cese el ansia y la sed de los oficios,
que acepta el don, y burla del intento,
el ídolo a quien haces sacrificios.
Iguala con la vida el pensamiento,
y no le pasarás de hoy a mañana,
ni aun quizá de un momento a otro momento.
Casi no tienes ni una sombra vana
de nuestra grande Itálica, y ¿esperas?
¡Oh error perpetuo de la suerte humana!
Las enseñas grecianas, las banderas
del senado y romana monarquía,
murieron, y pasaron sus carreras.
¿Qué es nuestra vida más que un breve día,
do apenas sale el sol, cuando se pierde
en las tinieblas de la noche fría?
¿Qué más que el heno, a la mañana verde,
seco a la tarde? ¡Oh ciego desvarío!
¿Será que de este sueño se recuerde?
¿Será que pueda ver que me desvío
de la vida viviendo, y que esté unida
la cauta muerte al simple vivir mío?
Como los ríos, que en veloz corrida
se llevan a la mar, tal soy llevado
al último suspiro de mi vida.
De la pasada edad, ¿qué me ha quedado?
¿O qué tengo yo, a dicha, en la que espero,
sin alguna noticia de mi hado?
¡Oh, si acabase, viendo como muero,
de aprender a morir antes que llegue
aquel forzoso término postrero;
antes que aquesta mies inútil siegue
de la severa muerte dura mano,
y a la común materia se la entregue!
Pasáronse las flores del verano,
el otoño pasó con sus racimos,
pasó el invierno con sus nieves cano;
las hojas que en las altas selvas vimos
cayeron, ¡y nosotros a porfía
en nuestro engaño inmóviles vivimos!
Temamos al Señor, que nos envía
las espigas del año y la hartura,
y la temprana lluvia y la tardía.
No imitemos la tierra siempre dura,
a las aguas del cielo y al arado,
ni la vid cuyo fruto no madura.
¿Piensas acaso tú que fue criado
el varón para el rayo de la guerra,
para surcar el piélago salado,
para medir el orbe de la tierra
y el cerco por do el sol siempre camina?
¡Oh, quien así lo entiende, cuánto yerra!
Esta nuestra porción alta y divina
a mayores acciones es llamada
y en más nobles objetos se termina.
Así aquella que a solo el hombre es dada
sacra razón y pura me despierta,
de esplendor y de rayos coronada;
y en la fría región, dura y desierta,
de aqueste pecho enciende nueva llama,
y la luz vuelve a arder que estaba muerta.
Quiero, Fabio, seguir a quien me llama,
y callado pasar entre la gente,
que no afecto los nombres ni la fama.
El soberbio tirano del Oriente,
que maciza las torres de cien codos,
del cándido metal puro y luciente,
apenas puede ya comprar los modos
del pecar. La virtud es más barata:
ella consigo misma ruega a todos.
¡Mísero aquel que corre y se dilata
por cuantos son los climas y los mares,
perseguidor del oro y de la plata!
Un ángulo me basta entre mis lares,
un libro y un amigo, un sueño breve,
que no perturben deudas ni pesares.
Esto tan solamente es cuánto debe
naturaleza al parco y al discreto,
y algún manjar común, honesto y leve.
No, porque así te escribo, hagas conceto
que pongo la virtud en ejercicio:
que aun esto fue difícil a Epicteto.
Basta, al que empieza, aborrecer el vicio,
y el ánimo enseñar a ser modesto;
después le será el cielo más propicio.
Despreciar el deleite no es supuesto
de sólida virtud, que aun el vicioso
en si propio le nota de molesto.
Mas no podrás negarme cuán forzoso
este camino se el alto asiento,
morada de la paz y del reposo.
No sazona la fruta en un momento
aquella inteligencia que mensura
la duración de todo a su talento:
flor la vimos primero, hermosa y pura;
luego, materia acerba y desabrida;
y perfecta después, dulce y madura.
Tal la humana prudencia es bien que mida
y comparta y dispense las acciones
que han de ser compañeras de la vida.
No quiera Dios que siga los varones
que moran nuestras plazas, macilentos,
de la virtud infames histriones,
esos inmundos trágicos y atentos
al aplauso común, cuyas entrañas
son infaustos y oscuros monumentos.
¡Cuán callada que pasa las montañas
el aura, respirando mansamente!
¡Qué gárrula y sonante por las cañas!
¡Qué muda la virtud por el prudente!
¡Que redundante y llena de ruido
por el vano, ambicioso y aparente!
Quiero imitar al pueblo en el vestido,
en las costumbres sólo a los mejores,
sin presumir de roto y mal ceñido.
No resplandezca el oro y los colores
en nuestro traje, ni tampoco sea
igual al de los dóricos cantores.
Una mediana vida yo posea,
un estilo común y moderado,
que no le note nadie que le vea.
En el plebeyo barro mal tostado,
hubo ya quien bebió tan ambicioso
como en el vaso murrino preciado;
y alguno tan ilustre y generoso
que usó como si fuera vil gaveta,
del cristal transparente y luminoso.
Sin la templanza ¿viste tú perfecta
alguna cosa? ¡Oh muerte! ven callada
como sueles venir en la saeta;
no en la tonante máquina preñada
de fuego y de rumor; que no es mi puerta
de doblados metales fabricada.
Así, Fabio, me muestra descubierta
su esencia la verdad, y mi albedrío
con ella se compone y se concierta.
No te burles de ver cuánto confío,
ni al arte de decir, vana y pomposa,
el ardor atribuyas de este brío.
¿Es por ventura menos poderosa
que el vicio la virtud, o menos fuerte?
No la arguyas de flaca y temerosa.
La codicia en las manos de la suerte
se arroja al mar, la ira a las espadas,
y la ambición se ríe de la muerte.
Y ¿no serán siquiera tan osadas
las opuestas acciones, si las miro
de más ilustres genios ayudadas?
Ya, dulce amigo, huyo y me retiro
de cuanto simple amé; rompí los lazos.
Ven y verás al grande fin que aspiro,
antes que el tiempo muera en nuestros brazos.
Andrés Fernández de Andrada
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