Diego de Silva y Mendoza, Conde de Salinas y Ribadeo.


Diego de Silva y Mendoza, conocido como Conde de Salinas y Ribadeo, duque III de Francavilla y primer marqués de Alenquer (Madrid, 1564–1630), fue un poeta y político español del Siglo de Oro.

Hijo de Ruy Gómez de Silva y de Ana de Mendoza de la Cerda, príncipes de Éboli, fue su segundo hijo varón. Su madre le favoreció frente al primogénito Rodrigo, intentando casarle con la rica heredera Luisa de Cárdenas, pero la unión se anuló a causa del tremendo carácter de esta mujer; su madre procuró asimismo que heredara de su abuelo el ducado italiano de Francavilla. Sin embargo, se conoce a Diego más como conde consorte de Salinas al casarse con Ana Sarmiento Villandrando de Ulloa en 1591. Tras morir su mujer hacia 1595, volvió a casarse en 1599 con su cuñada Marina Sarmiento, muerta también en 1600. El hijo de ambos, Rodrigo Sarmiento Villandrando de Silva, sería el octavo conde de Salinas y futuro duque de Híjar, el que se sublevó en Aragón contra Felipe IV.

Diego sostuvo pleitos contra su hermano Rodrigo y su sobrino, pues estos nunca le reconocieron como duque de Francavilla por estar asociado el ducado a la primogenitura. Felipe III nombró a Diego en
1616 marqués de Alenquer (Portugal) para hacerle Grande de este reino.

Desempeñó altos cargos en la corte de los reyes de la Casa de Austria Felipe II, Felipe III y Felipe IV, culminando su carrera administrativa con el nombramiento de virrey y Capitán General de Portugal en 1616.

Tuvo una juventud algo alocada y celosa de su alcurnia y privilegios nobiliarios, con el genio y altivez característicos de su madre y de los descendientes del Gran Cardenal Mendoza y estuvo muy vinculado a la privanza del duque de Lerma y del duque de Uceda, validos de Felipe III.

Educado en la corte, su carrera política empezó al ser nombrado por Felipe II Capitán General de la Frontera de Zamora (1580) y después Capitán General de las Costas de Andalucía (1588); fue luego veedor de Hacienda en Portugal y se fue especializando en la gestión de los asuntos de este reino entre 1605 y 1622; desempeñó el cargo de virrey de Portugal entre 1615 y 1622, año éste último en que fue destituido por el conde duque de Olivares. Estuvo diez años a la cabeza del Consejo de Portugal y fue virrey incluso tras la caída de Lerma, y durante su gestión preparó las Cortes portuguesas de 1619, representó al rey Felipe IV en Lisboa en 1621 y asumió la jefatura de los ejércitos de Felipe IV en Portugal ante la nueva guerra con los holandeses.

Como sólo los naturales de Portugal podían ejercer cargos en este reino, Diego se naturalizó portugués reclamando la herencia portuguesa de su padre Ruy Gómez de Silva, pero los portugueses no terminaron de aceptar esta naturalización y su administración fue muy criticada por considerarse castellanista y seguidora tan sólo de los dictados de Madrid. Fue el último virrey en Lisboa y le sucedió una junta de tres miembros. La verdad es que defendió los intereses de Portugal y el gobierno de sus sucesores ha sido juzgado por los historiadores como bastante peor que el suyo.

Gracias a su amigo y benefactor el duque de Lerma, valido de Felipe III, Salinas llegó a dominar la política castellano-portuguesa del primer tercio del siglo XVII, siendo primero Presidente del Consejo de Portugal (1605-1616) y luego Virrey y Capitán General de Portugal (1617-1622). Junto con Lerma diseñó un plan radical para cimentar las relaciones luso-hispanas y crear una verdadera unión de las dos Coronas. Su virreinato en Lisboa no estuvo exento de problemas, roces con los oficiales locales y diferencias con sus colegas en Madrid, y sufrió indudablemente con la caída del poder de Lerma, pero el veredicto final no fue totalmente negativo para Salinas.

Relevado finalmente por Olivares, deja Portugal en 1622 aunque forma parte del Consejo de Estado de Portugal, participa en las fiestas cortesanas de la Corte (incluso guía la mitad de una cuadrilla en una fiesta de toros siete meses antes de morir) y muere en Madrid en 1630. En Madrid intentó volver a la política castellana ahora dominada por el conde-duque de Olivares. Como uno de los pocos supervivientes del régimen de Lerma, Salinas resultó imprescindible para el nuevo valido por sus profundos conocimientos sobre Portugal, y fue utilizado de vez en cuando como consejero en asuntos lusos y en otras materias. Al contrario del resto de las hechuras de Lerma, Salinas no acabó su vida degollado o encarcelado o desterrado, sino que murió tranquilamente en su palacio madrileño de Buenavista.

Como poeta figura entre los grandes del XVII, si bien sus contemporáneos le reprocharon una excesiva sutileza conceptista, sus conceptos que se quiebran de delgados. Poseía una fina sensibilidad lírica, apreciada por uno de sus mejores estudiosos y editores del siglo XX, el poeta Luis Rosales. Por otra parte, escribió algunas obras históricas.




Ni el corazón, ni el alma...

Ni el corazón, ni el alma, ni la vida
os entregué, señora enteramente,
lo que de esto padece y lo que siente
quiso dejar conmigo la partida.

Parte es del fuego a vos restituida
lo tímido, lo hermoso y lo luciente;
lo claro, vivo, puro y más ardiente,
¡no hay partir que del alma lo divida!

Los asombros, congojas y cuidados,
ardientes ansias y encogidos hielos
con que continuamente me persigo,

esto no va con vos, en mi ha quedado;
lágrimas tristes que penetran cielos,
éstas corren tras vos, de mi y conmigo.
Diego de Silva y Mendoza

Redondillas.
Son los celos una guerra
que aflige, asombra y quebranta,
de quien la tierra se espanta
y de quien tiembla la tierra.
Nunca dejan sosegar
al corazón que maltratan;
en sólo un momento matan,
tardando un siglo en matar.
Son parasismo cruel
que atemoriza y suspende;
son rayo que el pecho hiende
y se queda dentro de él.
Son perro que está ladrando
y velar hace al sentido;
sueño que le trae dormido,
por momentos despertando.
Son una antigua querella,
son fuerza y son voluntad;
enemigos de verdad,
por ser tan amigos de ella.
Son jueces tan esquivos
que lo por venir castigan;
a dar libertad se obligan;
hacen los libres cautivos.
Son una larga avaricia
y un tributo de cuidado
que, después que se ha pagado,
se debe con más justicia.
Son un verdugo feroz
a infames obras sujeto,
y un pregonero secreto
que habla sin lengua y voz
Son mar de tormenta y calma
donde nadie nos defiende,
y hierro que al alma prende
y se arranca con el alma.
Ponen la paz en destierro,
y son una piedra imán
que continuamente están
trayendo por fuerza el hierro.
Caminan hacia el olvido
y no paran donde llegan;
en lo por venir se ciegan
y ven lo que no ha venido.
Tienen la envidia por madre,
y de amor van procediendo,
mas vuelven luego, en naciendo,
a engendrar su mismo padre.
¡Oh enredo largo y prolijo
donde tal milagro se hace,
que el hijo del padre nace
y el padre nace del hijo!
Quiérame librar de ti,
pues ya, con dolor eterno,
vivo en perdurable infierno
o vive el infierno en mi.
Diego de Silva y Mendoza

Soneto
Esta imaginación con osadía

Esta imaginación con osadía
mil placeres al alma representa,
de vuestro engaño haciendo poca cuenta
y no advirtiendo en la desdicha mía.

Hizo el engaño de la noche día,
teniendo al pensamiento el alma atenta,
que ve cubierta de placer la afrenta,
que es lo que la desmaya y desconfía.

Mas como muere a espacio la esperanza,
del engañado gusto entretenida,
da, al acabarse, algunas llamaradas,

y lo que son verdades y tardanza
se le figuran, al perder la vida,
tentaciones de fe desconfiadas.
Diego de Silva y Mendoza


Soneto
Soy tan dichosamente desdichado.

Soy tan dichosamente desdichado,
si de veros nació mi desventura,
que hay gran duda en si tiene la ventura
más bien que la desdicha me ha causado.

Y como así lo entiende mi cuidado
y ve cuanto en la ausencia se apresura,
en la imaginación os afigura
templo lleno de amor, de fe cercado;

que es como claro espejo cristalino
donde la reflexión maravillosa
hace al ausente parecer de acero,

y con un abrasado desatino
el alma embebecida y temerosa
vive en lo que imagino y considero.
Diego de Silva y Mendoza

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– Contra hidalguía en verso -dijo el Diablillo- no hay olvido ni cancillería que baste, ni hay más que desear en el mundo que ser hidalgo en consonantes. (Luis Vélez de Guevara – 1641)

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