Hoy, por cuestiones que no vienen al caso, he pasado un par de veces delante de las puertas de Serrano y, en lo alto de sus almenas, la bandera de Valencia se mecía bajo el influjo de una suave brisa. Aún con el riesgo de parecer ingenuo, iluso, o tal vez tonto, he inclinado la frente, en ambas ocasiones, como señal de respeto a esta ciudad donde se entremezclan pasado y futuro, ilusión y esperanza, vitalidad y alegría.
Como preludiando la primavera, las fallas ocupan sus posiciones en calzadas y plazas, en avenidas y calles, en sueños de poetas y críticas satíricas. Los viejos muros de la ciudad abren sus puertas a sueños de color, a versos robados al viento, a palomas que alzan el vuelo asustadas por el ruido de la pólvora, a músicas de moros y cristianos, de pasodobles y pasacalles, y la Virgen de los Desamparados, patrona de la ciudad, se engalana con rosas, claveles y jazmines que ofrendan bellas mujeres mediterráneas. Pronto una avalancha humana inundará la ciudad ahogando penas y desengaños bajo la embriaguez festiva de la quema de monumentos. Pero aún cuando se hayan marchado los últimos visitantes, Valencia seguirá viva en el recuerdo de cada uno de ellos, pues a Valencia solo se la puede recordar conjugando el verbo amar.
Toda ella es un festín de color, de luz, de mar. Urbe entrañable de álamos, chopos, palmeras, colores vivos como la propia vida, rojos, azules, amarillos, naranjas. Mostrará estos días una sociedad multicultural donde tienen cabida todas las gentes de buena voluntad que, algunos curiosos, otros reincidentes, acuden al sonido de la mascletá, al grito de la fiesta que lanza la fallera mayor, reivindicando un mundo mejor por encima de todos, sobre todo, y para todos.
Así es la Valencia cristiana, la de San José el carpintero, el obrero cabeza de familia que ganaba el pan con el sudor de su frente. Esa es la ciudad que queremos, la del trabajo nuestro de cada día, que perdona las faltas de los enemigos y construye sin pausa un futuro esperanzador. Ese gremio de carpinteros que quema sus despojos para alumbrar nuevos mañanas, esos pescadores que lanzan sus redes sin temer el desafío del mar bravío, ese pueblo de hortalizas y naranjas que se derraman sobre nuestros corazones, en fin , ese pueblo vital que se levanta al salir el sol regalando su felicidad a diestro y siniestro.
Valencia, mi querida Valencia, esa Valencia mía, esa Valencia nuestra, tan española, tan levantina, tan mediterránea, enlace de culturas, puente itálico, abrazadora de ensoñaciones festivas, trabajadora y rebelde ante las injusticias, creyente y generosa, dulce amante y bella compañera. Sí, hoy he inclinado mi cabeza a tu paso y podrán pensar lo que quieran, más sigo creyendo que lo has merecido y que lo sigues mereciendo.
Miguel Navarro.
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