Los Amantes de Teruel


Sonrió el sábado con una mañana agradable y como se dice en Valencia, fue pensat y fet, o lo que es lo mismo pensado y hecho. Tras hora y media de autovía llegamos a la confluencia de los ríos Guadalaviar y Alfambra, donde se ubica la muy ilustre ciudad de Teruel. Comida rápida y ligera como la de aquellos peregrinos cuyo caminar es largo y el tiempo breve.
Callejeamos por la ciudad, al tiempo que las lides caballerescas se realizaban en la Plaza de Toros, entreteniendo nuestro caminar por infinidad de tenderetes, moriscos y cristianos, de bisutería, alimentos tradicionales, herbolarios andantes, tés variados, y un sinfín de territorios inexplorados en las mercaderías comunes, que impregnaban las vías de aromas a inciensos variados, gentiles viandas, y músicas medievales. Hechizos, conjuros, honor y cristiandad en un mundo que lucha por amor.
Durante la tarde estuvimos caminando por el inmenso subconsciente colectivo de una España eterna que todavía subyace en nuestro territorio. Un territorio donde cada cual ocupaba su lugar y su misión, mezclados almogávares con cristianos viejos y árabes, poblado de bellas damas, damiselas, cortesanas y alguna que otra pequeña hada, donde no resultaba extraño encontrar a Caballeros, Templarios, Monjes y Campesinos que celebraban los festejos del amor que representan los Amantes de Teruel.
Llegada la hora de vísperas, Teruel bien vale una misa y, tras cruzar el umbral de la Torre de la Iglesia del Salvador, edificio mudéjar del siglo XIV, que también servía de puerta de acceso a la ciudad, entramos en la iglesia homónima para asistir a misa y, aprovechando la ocasión, descansar nuestros pies de tanto caminar.
Tras la celebración eucarística participamos en uno de los momentos cumbre de las fiestas en el cual Don Diego de Marcilla, al ser rechazado el beso por el honor de Doña Isabel de Segura, muere victima de amor.  La Oda a los Amantes de Mari Carmen Torres, en el momento adecuado, derramó más de una lágrima por alguna mejilla. Se trata de un romance que poco tiene que envidiar a la tragedia de Romeo y Julieta de William Shakespeare, y que ha sido reflejado por autores como Tirso de Molina.
Cuenta la leyenda que en los primeros años del siglo XIII vivían, en la ciudad de Teruel, Diego de Marcilla e Isabel de Segura, cuya temprana amistad se convirtió pronto en amor. No querido por la familia de Isabel, debido a que carecía de bienes a pesar de ser familia de ilustre linaje, el pretendiente consiguió un plazo de cinco años para enriquecerse. Así pues, partió a la guerra, luchando contra los moros,  y regresó a Teruel justo cuando había expirado el plazo. Para entonces, Isabel ya era esposa de un hermano del señor de Albarracín. Pese a tal hecho, Juan logró entrevistarse con Isabel en su casa y le pidió un beso; ella se lo negó y el joven murió de dolor. Al día siguiente se celebró el funeral del joven en San Pedro; entonces, una mujer enlutada se acercó al féretro: era Isabel, que quería dar al difunto el beso que le negó en vida; la joven posó sus labios sobre los del muerto y repentinamente cayó muerta junto a él.
Finalizada la primera parte de la tragedia retomamos posiciones para avanzar entre la gente por las callejuelas que rodean el centro, mas en esta ocasión el aroma dominante era el del asado de cochinillo medieval, cazuelas de patatas y carne, buen jamón turolense, excelentes viandas, con chorizos y longanizas asadas, todo ello regado con buen vino en las jaimas que poblaban la ciudad.
Confieso que para un hidalgo de las palabras, como el que suscribe este artículo, este mundo tan diferente al profano, que nos embrutece cada día, supone un vaso de agua clara que reanima el alma con palabras de amor y vida. La fiesta es de interés regional, aunque, para mi humilde entender, debería ser elevada al rango de interés nacional.
 Adjunto vídeo tomado prestado de youtube así como enlace de la página oficial de los amantes de Teruel.





















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– Contra hidalguía en verso -dijo el Diablillo- no hay olvido ni cancillería que baste, ni hay más que desear en el mundo que ser hidalgo en consonantes. (Luis Vélez de Guevara – 1641)

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