Un escritor es
un truhán de las palabras, un ladrón de verbos, un pintor de adjetivos, un
rufián con los adverbios que hace de la vida espejo, de los sueños reflejo,
perdiendo horas interminables en duelo singular con folios en blanco.
Desvelado en
sus noches, aprendiz del Creador, diseñador de arquitecturas lingüísticas,
reformador de las reformas, defensor de lo indefendible, no tiene más fe, ni
mayor deidad, que la interiorización de la soledad, pues se siente eremita en
la muchedumbre, solidario con el que sufre, adorando la grandiosidad de la
pequeñez, sobrevolando con su majestuosidad montañas enanas, difusas y volátiles
como las opiniones mudables de chamanes híbridos e inútiles.
Búscalo y lo
encontrarás y, si le quieres seguir, caminos espinosos hallarás, pues no se
complace con los halagos, ni con los pagos, ni con los precios, tan solo necesita
sobredosis de libertad, esperanza y caridad.
Poema
inacabado, libro abierto, mascara de sentimientos, que no desoye lamentos, ni
condicionamientos, con fe resuelta en el mañana, no juzga ni engaña, tan solo
muestra una pequeña parte del alma.
¿Quieres
escribir? Aprende a sufrir.
A estas
alturas no sé si lo soy, solo reconozco el camino por donde voy, y, encerrando
las estrellas en el armario del firmamento, prefiero seguir sus lumbres en las
altas cumbres, a perseguir los fuegos fatuos de continuados incumplimientos.
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