Como
en otras ocasiones, hoy toca el turno y reproduzco, del blog DOCE LINAJES DE SORIA, un relato que
me parece de interés, ameno y original. Es obra de D. Antonio Villegas
González. Recomiendo entrar en este blog al igual que recomiendo la obra del
Sr. Villegas tanto de su libro "Hierro y Plomo: Cuentos de los Tercios
Viejos", como su FB Héroes olvidados y el Blog “La pluma y la espada”. En
un lateral de la página podéis encontrar el acceso a ambos sitios. Mis felicitaciones para el autor.
LA TABERNA DEL CIELO.
POR D. ANTONIO VILLEGAS
GONZÁLEZ.
En
una esquinita del cielo, algo oculta y escondida, hay una taberna. Es lugar algo oscuro… iluminado tan solo por
velas de sebo, candelabros de hierro y
por las llamas rojas y amarillentas de
la chimenea sobre la que siempre se están asando cochinillos, perdices, conejos
o algún puchero bien colmado de garbanzos y
tocino. ¡¡Que no se diga que en la Taberna del Cielo la clientela pasa
hambre!! Ya bastante pasaron los pobres allí abajo.
En
la taberna se reúnen cada anochecer… pues en el cielo hay amaneceres,
atardeceres y anocheceres, todos más bellos y espectaculares que el anterior,
que para algo aquello es el cielo y solamente las cosas más hermosas puede
contener.
Aunque
la taberna desentona un poco, la verdad, por eso está en aquella esquinita, casi
frontera con el Purgatorio (con el que se dice está comunicada por un portillo
secreto), muy poca gente conoce de su existencia, pues es requisito
indispensable para acceder a ella que el candidato reúna dos condiciones: La
primera que sea español, considerándose tales a todos los que bajo sus
banderas sirvieron, sea ésta la que
fuese. La segunda, haber demostrado
valor, honradez y nobleza.
Algunas
veces, el Señor ha estado a punto de clausurar la taberna y mandar hacer un
convento de Capuchinos para encerrar en él a todos aquellos locos que más de
una noche han alborotado la paz y el sosiego de todos los demás residentes con
sus voces, sus palabras malsonantes, sus bravuconadas y sus intentos de asalto
(borrachos como cubas) al vecino cielo protestante o a la zona reservada a los
baños de las damas. Pero luego, claro, se plantan de rodillas clavando sus
espadas ante ellos y rezan con tanta devoción que el Señor no puede más que
echarles un rapapolvo mientras intenta ocultar una sonrisa:
– Te
tienen tomada la medida esos golfos, Jesús (le dice su madre).
– Lo
sé Madre, pero es que me caen simpatiquísimos…
Sobre
una de las mesas de madera maciza tres hombres juegan a cartas, sobre los respaldos de las sillas de
enea cada cual ha colgado su cinto de cuero del que penden sus armas, espada
toledana y daga vizcaína.
– ¡Envido!
– ¡Pardiez!
– ¡Voto
a Tal!
– ¡Ni
lo nombres, que aparece…!
– ¡JAJAJJAAAAAAAAAAJAJJAJAJAJAAAJJA!
Y
las risas atruenan sobre las vigas del techo y los hombres al unísono agarran
sus vasos de barro y los entrechocan para luego llevárselos a los labios y
beberse el contenido (un vino tinto fuerte y buenísimo de Toro) de un trago.
Luego los tres casi al unísono también se limpian la boca con la manga del
jubón y tras mirarse como críos irrumpen en nuevas carcajadas.
Entonces
entra en ése momento un cuarto sujeto. Distinguido y educado da las buenas
noches al entrar en correctísimo castellano.
Los hombres se han levantado nada más verle
entrar, con su brazo izquierdo estropeado, su perilla bien arreglada y su cara
que evoca rasgos de buena gente. Como los otros, también porta espada y daga.
– ¡Maestro!-
dice uno de los hombres– Siéntese vuestra merced con nosotros, si nos hace el
honor.
– Será
un placer Contreras, será un placer…
Se sirve
vino al recién llegado que tras despojarse de las armas se ha sentado
masajeándose el brazo dolorido:
– ¡Malditos
turcos!- dice- casi me acaban…
– Luchó
vuestra merced como un jabato Don Miguel.
– Todos
lo hicimos aquel día.
– Y los
que vinieron después…
– ¡Pardiez!
– ¿Qué
noticias trae de ahí abajo, Maestro?
– ¿De
España?
– Sí…
–los tres hombres han abierto mucho los
ojos y las orejas, expectantes, ansiosos, deseando recibir las noticias como un
hijo espera las de una madre.
– No
quieran saber vuestras mercedes… –el
rostro del hombre se ensombrece y su frente se arruga, luego se bebe de un
trago lo que le queda de vino:
– Gracias
capitán Cortés…
– De
nada Maestro, ¿tan mal está la cosa?
– Mal
no, peor… Allí abajo ya apenas nos recuerda nadie. Las cosas han cambiado mucho
y pese a que es vida nueva llena de prodigios y beneficios para todos, nuestros
compatriotas están hundidos y humillados.
– ¡Mecagüen…!
¿Y nuestra memoria, nuestras hazañas, nuestros desvelos?
– Perdidos
en el olvido… Nadie recuerda lo grandes que fuimos, lo que el mundo temblaba
delante de nuestras picas. Nadie recuerda que nuestro idioma era el más hablado
y respetado, que todos copiaban nuestras obras y nuestras costumbres, nadie
recuerda que bajo toda aquella miseria fuimos capaces de levantar el mayor
imperio conocido, nadie nos hace homenajes ni nadie nos ovaciona. Y no se lo
van a creer vuestras mercedes, pero hasta de sus calles quitan nuestros
nombres.
Se
vacían los vasos de nuevo… se vacían y se rellenan…. y se vuelven a vaciar. Los
cuatro hombres permanecen en silencio, cada cual sumido en sus propios
pensamientos y cavilaciones.
El
hombre de los ojos claros que había estado callado y escuchando con respeto lo
que el otro contaba, se pasa dos dedos por el mostacho y dice:
– ¿A
vuestra merced también Maestro?
– ¿El
qué Don Diego?
– ¿Le
han olvidado…?
– A
mí y a Lope y a tu amigo Quevedo y a Garcilaso y a todos los demás… Hasta al
pobre Velázquez lo visitan más herejes que españoles. Y a Goya, pero que el
sordo no se entere, ya sabe vuestra merced cómo se las gasta el jodío maño.
– Entonces
están perdidos Don Miguel…
– Lo
sé amigo, lo sé…
Desde
la calle llegan entonces unos gritos alegres, voces recitando a pleno pulmón:
– “Vi
los muros de la patria mía…”
Entonces
los dos hombres se miran y sonríen:
– No
se le ocurra decirle nada vuestra merced a ése loco de Quevedo
– No
se preocupe Maestro
– Se
tornaría insoportable si se entera de que hace cinco siglos ya llevaba razón…
Se
abre la puerta de la taberna y aparecen las figuras de Quevedo y Garcilaso de
la Vega:
– ¡Qué
alegría verle Maestro!, Dígale vuestra merced al señor de Quevedo que en España
las cosas están bien, ¡No imagina la tardecita que me ha dado!, ¡Vaya perrera
ha cogido el hombre!, ¿Pues no dice que ha soñado que allí abajo ya nadie nos
recuerda?, ¡Hágame el favor Maestro y le dice que está errado!
Miguel
de Cervantes agarra su vaso de barro y se lo bebe de un trago. Diego Alatriste,
el capitán Contreras y el conquistador de Méjico le imitan sin decir palabra.
Una
noche más en la Taberna del Cielo, en la esquina escondida, donde solamente se
exige para entrar, ser español, ser valiente, honrado y noble.
A
veces me pregunto si alguno podremos entrar en ella cuando nos llegue la hora.
Y pardiez... prefiero
no contestarme.
Durante
siglos los españoles hemos derramado nuestra sangre defendiendo a la bandera.
Casi siempre, los que lo hicieron, recibieron a cambio oprobio y olvido. Bajo
monarcas inútiles, validos ambiciosos, sacerdotes fanáticos, gobiernos en
quiebra y repúblicas débiles y cainítas, los anónimos soldados españoles
voluntarios o de levas forzosas salvaron nuestra honra y nuestro honor.
Sin
importar la ideología ni el color de su pensamiento, cuando el enemigo llegaba
bajo las murallas nunca faltaban espadas. Y nuestros enemigos, vencidos o
victoriosos, pocas veces nos vieron la suela del zapato. Para cualquier enemigo
el grito viejo y terrible de Cierra España siempre fue presagio de combate duro
y sin tregua.
© A. Villegas Glez.
Los blogs citados anteriormente son:
y
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