Los límites de la cordura - G.K. Chesterton (4)




I
ALGUNAS IDEAS GENERALES

4. Sobre un sentido de la proporción.

Los que estudiamos los periódicos y los discursos parlamentarios con la debida atención ya debemos tener una idea bastante precisa de la naturaleza del mal del socialismo.
Es un sueño utópico imposible de realizar y también un peligro positivo y abrumador que nos amenaza a cada momento. Es una cosa que está tan distante como el extremo del mundo y tan próxima como el extremo de la calle. Todo esto está bastante claro, pero el aspecto de él que en este momento me interesa es el utópico. Una persona que acostumbraba escribir en el Daily Mail le dedicó cierta atención; y representaba este ideal social, o en realidad casi cualquier ideal social, como una especie de paraíso de haraganes. Insinuaba que los «débiles» deseaban que se los protegiera contra la violencia y tensión de nuestro fuerte individualismo, y que por eso clamaban por ese Gobierno paternal o legislación de abuelos. Y fue mientras leía sus observaciones cuando, con un placer profundo y duradero, se me presentó la imagen del individualista, del tipo de hombre que probablemente escribe esas observaciones y ciertamente las lee.
El lector, después de doblar el Daily Mail, se levanta de su mesa de desayuno intensamente

Presentación en Castellón.

Librería Argot.
Calle San Vicente 16
Viernes, 19 de enero, a las 19 horas.
Castellón.



Un diablo y su pícaro aprendiz que quieren vivir a cuerpo, no de rey, sino de político o banquero, que por algo ganan más dinero.

Sátira, picaresca, humor negro.

De la mano de un diablo peculiar nuestro protagonista recorrerá la España de los privilegios, las prebendas, la prostitución enmascarada, la mafia insertada en las entretelas del despotismo poco o nada ilustrado.         

GARABANDAL, solo Dios lo sabe - TRAILER OFICIAL

Los límites de la cordura - G.K. Chesterton (3)



Los límites de la cordura - G.K. Chesterton (3)

I
ALGUNAS IDEAS GENERALES

3. La posibilidad de recuperación.

Hubo una vez, o quizá más de una vez, un hombre que entró en una cantina y pidió un vaso de cerveza. No mencionaré su nombre por razones diversas y obvias: hoy en día tal vez sea difamatorio decir esto de un hombre, y quizá podría exponerlo a la persecución policial bajo esas leyes cada vez más humanas de nuestros tiempos. En lo que concierne a esta primera acción referida, podría haber tenido cualquier nombre: William Shakespeare, o Geoffrey Chaucer, o Charles Dickens, o Henry Fielding, o cualquiera de esos nombres comunes que surgen en todas partes entre el pueblo.
Lo importante del hombre es que pidió un vaso de cerveza. Y todavía más importante es que se lo bebió. Y lo más importante de todo es que (lamento decirlo) lo escupió y arrojó el jarro al tabernero. Porque la cerveza era abominablemente mala.
Es cierto que todavía no la había sometido a ningún análisis químico, pero después de haber bebido un poco se sintió íntima, muy íntimamente persuadido de que a la cerveza le pasaba algo. Cuando ya llevaba una semana enfermo, empeorando constantemente, llevó parte de la cerveza al analista, y ese sabio, luego de hervirla, congelarla, volverla azul, verde, amarilla, le dijo que realmente contenía considerable cantidad de veneno mortífero. «Continuar bebiéndola -dijo el hombre de ciencia pensativamente- será sin duda un proceder arriesgado, pero la vida es inseparable del riesgo. Y antes de decidirse a abandonarla, debe resolver qué sustituto se propone echar dentro de sí, en lugar del brebaje que actualmente reposa allí. Si me trae una lista de lo seleccionado en materia tan difícil, con gusto le señalaré las diferentes objeciones científicas que pueden reunirse contra todos los posibles sustitutos».
El hombre se marchó. Y continuó sintiéndose cada vez peor; y notó que en realidad nadie estaba verdaderamente bien. Al pasar frente a la taberna sucedió que sus ojos tropezaron con varios amigos que, agonizantes, se retorcían en el suelo; y no pocos estaban muertos y rígidos, amontonados en el camino. Para su espíritu simple esto pareció un asunto de cierta importancia para la comunidad; de modo que se dirigió apresuradamente al tribunal y presentó una queja contra la fonda. «Parecería en verdad - dijo el juez de paz- que la casa que usted menciona es una de esas en las cuales se asesina sistemáticamente a la gente por medio de veneno. Pero antes de exigir un procedimiento tan drástico como el de echarla abajo o clausurarla tiene que considerar un problema de no muy fácil solución. ¿Ha pensado con precisión qué edificio pondría en su lugar...?».
Al llegar a este punto, siento decir que el hombre dio un fuerte grito, y que se le sacó del tribunal por la fuerza, anunciándose que se estaba volviendo loco. Por cierto que esta creencia en su enfermedad mental aumentó su mal físico; tanto, que consultó a un distinguido doctor en psicología y psicoanálisis, el cual le dijo confidencialmente: «En cuanto al diagnóstico, no cabe duda de que sufre usted una enfermedad mental; pero en cuanto al tratamiento, puedo decirle con franqueza que es muy difícil encontrar algo que ocupe el lugar de ese mal. ¿Ha pensado cuál es la alternativa de la locura...?». Entonces el hombre dio un brinco, agitando los brazos y gritó: «No hay. La locura no tiene alternativa. Es inevitable. Es universal. Debemos sacar de ella el mayor partido posible». Así, sacándole el mayor partido, mató al magistrado y al analista; y ahora está en un manicomio, tan feliz como puede serlo.
En la precedente historia se defiende la tesis de que es necesario atender primordialmente al comienzo de un esbozo de renovación social. Se refería a un caballero a quien se le preguntó con qué sustituiría el veneno que le habían metido dentro, o qué plan constructivo tenía para remplazar la cueva de asesinos donde lo habían envenenado. Algo similar se nos exige a los que consideramos la plutocracia como un veneno o el actual Estado plutocrático como algo semejante a una cueva de ladrones. Es posible que en la parábola del veneno el lector comparta algo de la impaciencia del protagonista. Dirá que nadie es tan necio como para no librarse del cianuro o de los criminales profesionales simplemente porque había diferencia de opiniones en cuanto a las consecuencias que seguirían al hecho de librarse de ellos. Yo le pediría al lector que fuera un poco más paciente, no sólo conmigo, sino también consigo mismo; y que se preguntara por qué obramos con tal prontitud en el caso del veneno y el crimen. No es, en realidad, ni siquiera en este terreno, porque seamos indiferentes al sustituto. No deberíamos considerar un veneno como antídoto de otro veneno si empeorara la enfermedad. No dispondríamos que un ladrón atrapara a otro ladrón si en realidad esto aumentara la cifra de robos. El principio por el cual estamos obrando, aunque estuviéramos obrando demasiado rápidamente para pensar, o pensando demasiado rápidamente para definir, es, sin embargo, un principio que podríamos definir. Si damos simplemente un emético a un hombre que ha ingerido veneno, no es porque creamos que puede vivir de eméticos más de lo que puede vivir de venenos. Es porque creemos que después de que se haya repuesto del veneno en primer lugar y del emético después, llegará un momento en que él mismo pensará que le gustaría tomar un poco de comida ordinaria. Ése es el punto de partida de toda la teoría, en lo que toca a nosotros.
Si se quitan ciertos impedimentos, no es tanto cuestión de qué haríamos nosotros como de qué haría él. De modo que si salvamos la vida a cierto número de personas sacándolas de la cueva de envenenadores, en ese momento no preguntamos qué harán con esas vidas. Supongamos que harán algo más sensato que tomar veneno. Dicho con otras palabras, el simplísimo supuesto inicial sobre el cual se basan todas esas reformas es el siguiente: si suprimimos la presión de un peligro o de un dolor inmediato habrá alguna tendencia a reponerse. Al comienzo de este plan esquemático de reforma social que me propongo trazar aquí, deseo aclarar este principio general de recuperación sin el cual aquél sería ininteligible. Creemos que si las cosas se liberaran se recuperarían, y también creemos (y esto es muy importante en el aspecto práctico) que si las cosas empiezan a liberarse, empezarán a recobrarse. Si el hombre deja simplemente de beber mala cerveza, su cuerpo hará un esfuerzo para recobrar sus condiciones normales. Sólo con que el hombre escape de los que lo están envenenando lentamente, el mismo aire que respire será en cierta medida un antídoto del veneno.
En los ensayos que siguen espero explicar por qué creo que el problema de la verdadera reforma social se divide en dos etapas y hasta en dos ideas distintas. Una es la detención de una carrera que ya se está encaminando hacia un monopolio enloquecido, invirtiendo esa revolución y volviendo a algo más o menos normal, aunque en modo alguno ideal; la otra consiste en tratar de inspirar a esa sociedad más normal algo ideal en el verdadero sentido, aunque no necesariamente utópico. Pero lo primero que hay que comprender es que cualquier alivio de la presión actual probablemente tenga más efecto moral del que imagina la mayoría de nuestros críticos. Hasta ahora, todos los triunfos han sido triunfos del monopolio plutocrático, y todas las derrotas han sido derrotas de la propiedad privada. Me atrevo a conjeturar que una verdadera derrota de un monopolio tendría un efecto inmediato e incalculable, muy superior a su significado intrínseco, como las primeras derrotas en el campo de batalla de un imperio militar como Prusia, que hacía alarde de invencible. A medida que cada grupo o familia vuelva al verdadero ejercicio de la propiedad privada se convertirá en centro de influencia, en misión. No estamos tratando el problema de una elección general cuyo cómputo se hará mediante una máquina calculadora. Se trata de un movimiento popular, que nunca depende de simples números.
Por eso hemos empleado tan a menudo, sencillamente como modelo fundamental, la cuestión de la comunidad labriega. Lo característico de la comunidad labriega es que no es una máquina, cuando prácticamente todo Estado social ideal es una máquina, esto es, una cosa que trabaja como está establecido en un modelo. Para una utopía se hacen leyes y sólo observándolas puede mantenerse la utopía. No se hacen leyes para una comunidad labriega. Se hace la comunidad labriega, y los labriegos hacen las leyes. No quiero decir -como aclararé suficientemente cuando llegue a asuntos más particulares- que no deban dictarse leyes para el establecimiento de una comunidad labriega o incluso para su protección. Quiero decir que la índole de la comunidad labriega no depende de las leyes. Depende de los labriegos. Los hombres han permanecido lado a lado durante siglos en sus heredades separadas y aproximadamente iguales, sin que ninguno de ellos haya comprado la mayor parte de la tierra. Sin embargo, pocas veces ha existido alguna ley contra la compra de la mayor parte de la tierra. Los labriegos no podían comprar porque los labriegos no querían vender. Porque cuando existe esta forma de igualdad moderada, no es una mera fórmula legal; es también una realidad moral y psicológica. La gente, cuando se encuentra en esa situación, se comporta como cuando está cómoda. Esto es, se queda donde está; o por lo menos se comporta normalmente. No hay nada en la lógica abstracta que pruebe que la gente no puede sentirse igualmente cómoda en una utopía socialista. Pero los socialistas que describen utopías sienten en general, de un modo vago, que la gente no estaría cómoda y por eso tienen que hacer sus simples leyes de control económico tan detalladas y claras. Usan su ejército de funcionarios para trasladar a los hombres como a multitudes de cautivos de cuarteles viejos a nuevos cuarteles, sin duda mejores cuarteles. Pues bien, creemos que los esclavos a quienes liberemos lucharán por nosotros como soldados.
Dicho con otras palabras, todo lo que pido en esta nota preliminar es que el lector comprenda que estamos tratando de hacer algo que ande por sí mismo. Una máquina no anda por sí misma. Un hombre sí anda por sí mismo, aun cuando se dirija a cantidad de metas que hubiera sido más prudente evitar. Cuando se libra de determinadas desventajas, en cierta medida puede asumir la responsabilidad. Todos los sistemas de concentración colectiva llevan consigo la cualidad de controlar al hombre hasta cuando es libre; si queréis, de controlarlo para mantenerlo libre. Tienen idea de que el hombre no será envenenado si hay un médico de pie detrás de su silla a la hora de la comida para controlar lo que se come y se bebe.
Nosotros creemos que el hombre puede necesitar un médico cuando ha sido envenenado, pero que no lo necesita cuando no lo ha sido. No decimos, como posiblemente digan ellos, que será siempre perfectamente feliz o perfectamente bueno; porque en la vida hay otros factores además del económico, y hasta el económico está alcanzado por el pecado original.
No decimos que porque no necesite un médico no necesita un sacerdote, o una esposa, o un amigo, o un dios; ni que sus relaciones con todos ellos puedan asegurarse mediante sistema social alguno. Pero sí decimos que hay algo mucho más real y mucho más digno de confianza que ningún sistema social; y es una sociedad. Existen algo así como gentes que encuentran la vida social que les conviene y que les permite llevarse relativamente bien unos con otros. No hay que esperar hasta haber establecido ese tipo de sociedad en todas partes. Importa que se haya establecido en alguna parte. De modo que si al principio se me dice «usted no cree que el socialismo o que un capitalismo reformado vayan a salvar a Inglaterra; pero, ¿cree realmente que el distributismo salvará a Inglaterra?», contesto: «No; creo que los ingleses salvarán a Inglaterra si empiezan a tener media oportunidad».
Por eso tengo esperanzas en ese sentido; creo que el fracaso ha sido un fracaso de la máquina y no de los hombres. Y, como acabo de explicar, estoy del todo de acuerdo en que es muy diferente dejar el trabajo para un hombre que dejar un plan para una máquina. Pido al lector que se haga cargo de tal distinción a estas alturas de la descripción, antes de continuar describiendo más precisamente algunas de las posibles tendencias de reforma.
No me avergüenzo lo más mínimo de estar dispuesto a escuchar razones, no tengo el menor temor de dejar las cosas expuestas a ajustes; no me molesta el punto de vista de los que plasman estos principios en sus programas desviándolos en muchos aspectos. Tengo demasiada buena fe para tratar mi propio programa como un programa interesado y para pretender que mi proyecto privado se convierta sin enmiendas en decreto parlamentario. En este caso concreto, no obstante, tengo un motivo particular para insistir, en este capítulo, en que hay bastante probabilidad de salvación; y para pedir que esta regular probabilidad sea considerada con relativa alegría. No me interesa mucho esa especie de virtud americana que ahora llaman a veces optimismo. Huele demasiado a Ciencia Cristiana para ser consuelo de cristianos. Pero sí siento, en los hechos de este caso particular, que hay una razón para prevenir a la gente contra una exhibición demasiado apresurada de pesimismo y contra el orgullo de la impotencia. Pido a todos que piensen, libre y abiertamente, si no puede llevarse a cabo algo en el estilo de lo aquí indicado, aunque se haga, en cuanto al detalle, de manera diferente; porque es una cuestión del modo de ver de los hombres. La situación es demasiado seria como para que los hombres estén en otro estado de ánimo que no sea el buen humor. Y a propósito de esto me aventuraría a hacer una advertencia.
Un hombre ha sido conducido por un guía atolondrado o por un compañero de viaje hasta el borde de un precipicio, al cual podría muy bien haber caído en la oscuridad. Puede decirse con razón que no hay nada más que hacer que sentarse y esperar el día. Con todo, estaría bien pasar las horas de oscuridad discutiendo si sería mejor volver atrás, a terreno más seguro; y el repaso de cualesquiera hechos y la formulación de cualquier plan de viaje coherente no serán una pérdida de tiempo, especialmente si no hay nada más que hacer. Pero nos inclinaríamos a dar un consejo al guía que guió mal al viajero ingenuo, especialmente si se trata en realidad de un extranjero ingenuo, de un hombre tal vez de poca educación y de emociones elementales. Le aconsejaríamos que no perdiera el tiempo demostrando concluyentemente la imposibilidad de volver atrás, la inexistencia de terreno verdaderamente seguro detrás, la improbabilidad de volver a hallar el camino hacia la casa y la necesidad de proseguir la marcha y no volver nunca atrás. Si es un hombre de tacto, a pesar de su error inicial, evitará ese tono en la conversación. Si no es un hombre de tacto, no es del todo imposible que antes de finalizada la conversación alguien caiga al precipicio, y ese alguien no sería el extranjero ingenuo.
Un ejército ha marchado a través del desierto, con su columna, según la frase militar, en el aire; bajo el mando de un jefe confiado, tiene la seguridad de lograr comunicaciones mucho mejores que las antiguas. Cuando los soldados están casi agotados por la marcha, y cuando la tropa ha sufrido horribles privaciones a causa del hambre y la intemperie, se dan cuenta de que han avanzado sin apoyo en dirección al territorio enemigo, y de que los signos de actividad militar que pueden verse en todas partes son sólo los del cerco enemigo que se va cerrando. Súbitamente se detiene la marcha y el jefe arenga a sus hombres. Hay muchísimas cosas que podría decir. Algunos pensarán que sería mejor que no dijera absolutamente nada. Muchos sostendrán que cuanto menos diga, tanto mejor. Otros opinarán, y con muchísima razón, que se necesita aún más coraje para una retirada que para un avance. Tal vez se le aconseje animar a sus hombres desilusionados, amenazando al enemigo con una desilusión más dramática, declarando que todavía lo vencerán, que escaparán de la red aunque ya esté echada, y que su fuga será todavía más victoriosa que la victoria común.
De todos modos hay un tipo de arenga que el jefe no dirigirá nunca a sus hombres, a menos que sea mucho más tonto de lo que parece por su error primero. No dirá: «Ahora estamos ocupando una posición que tal vez les parezca humillante; pero les aseguro que no es nada al lado de la humillación que sin duda sufrirán cuando hagan una serie de tentativas inevitablemente fútiles para mejorarla o para replegarse hacia lo que quizá consideren tontamente como una posición más fuerte. Me divierten mucho sus absurdas insinuaciones de que debemos volver a nuestras antiguas comunicaciones; porque de todos modos nunca me parecieron gran cosa sus antiguas comunicaciones sarnosas». Ha habido motines en el desierto otras veces, y es posible que el general no muera en combate con el enemigo.
Una gran nación y civilización ha seguido durante cien años o más una forma de progreso que se mantuvo independiente de determinadas comunicaciones antiguas, bajo la forma de antiguas tradiciones acerca de la tierra, el hogar o el altar. Ha avanzado bajo el mando de dirigentes confiados, por no decir absolutamente seguros de sí mismos.
Tenían la plena seguridad de que sus leyes económicas eran rígidas, su teoría política acertada, su comercio beneficioso, sus parlamentos populares, su prensa ilustrada y su ciencia humana. Con esta confianza sometieron a su pueblo a ciertos experimentos nuevos y atroces: lo llevaron a hacer de su propia nación independiente una eterna deudora de unos pocos hombres ricos; y a apilar la propiedad privada en montones que fueron confiados a los financieros; a cubrir su tierra de hierro y piedra y a despojarla de hierbas y granos; a llevar alimento fuera de su propio país con la esperanza de volver a comprarlo en los confines de la tierra; a llenar su pequeña isla de hierro y oro, hasta recargarla como barco que se hunde; a dejar que los ricos se hicieran cada vez más ricos y menos numerosos, y los pobres más pobres y más numerosos; a dejar que el mundo entero se partiera en dos con una guerra de meros señores, y meros sirvientes; a malograr toda especie de prosperidad moderada y patriotismo sincero, hasta que no hubo independencia sin lujo ni trabajo sin perversidad; a dejar a millones de hombres sujetos a una disciplina distante e indirecta y dependientes de un sustento indirecto y distante, matándose de trabajo sin saber por quién y tomando los medios de vida sin saber de dónde; y todo pendiente de un hilo de comercio exterior que se iba haciendo más y más delgado.
Todavía pueden decirse muchas cosas a las gentes que han sido llevadas a esa situación. Convendrá recordarles que una simple rebelión desordenada empeoraría las cosas en vez de mejorarlas. Ciertas complejidades deben tolerarse por un tiempo, porque corresponden a otras complejidades, y las dos deben simplificarse juntas cuidadosamente. Pero si pudiera decir una palabra a los príncipes y gobernantes de semejante pueblo, a los que lo han llevado a esa situación, les diría tan seriamente como puede un hombre decir algo a otros hombres: «Por Dios, por nosotros y, sobre todo, por vosotros mismos, no os precipitéis ciegamente a decirles que no hay salida en la trampa a la cual los condujo vuestra necedad; que no hay otro camino más que aquel por el cual vosotros los habéis llevado a la ruina; que no hay progreso fuera del progreso que ha terminado aquí. No estéis tan impacientes por demostrar a vuestras desventuradas víctimas que lo que carece de ventura carece también de esperanza. No estéis tan deseosos de convencerlos de que también habéis agotado vuestros recursos, ahora que ha llegado el final del experimento. No seáis tan elocuente, tan esmerada, tan racional y radiantemente convincentes para probar que vuestro propio error es aún más irrevocable e irremediable de lo que es. No tratéis de reducir el mal industrial mostrando que es un mal incurable. No aclaréis el oscuro problema del pozo carbonífero demostrando que es un pozo sin fondo. No digáis a la gente que no hay más camino que éste; porque muchos, aun ahora, no lo soportarán. No digáis a los hombres que es el único sistema posible, porque muchos ya considerarán imposible resistirlo. Y un tiempo después, ya demasiado tarde, cuando los destinos se hayan vuelto más oscuros y los fines más claros, la masa de los hombres tal vez conozca de pronto el callejón sin salida donde los ha conducido vuestro progreso. Entonces tal vez se vuelvan contra vosotros en la trampa. Y si bien han aguantado todo lo demás, quizás no aguanten la ofensa final de que no podáis hacer nada; de que ni siquiera intentéis hacer algo. "¿Qué eres, hombre, y por qué desesperas?", escribió el poeta. Dios te perdonará todo menos tu desesperación. El hombre también os puede perdonar vuestros errores y quizás no os perdone vuestra desesperación».

Me encanta Valencia.



                Me gusta Valencia en invierno, en verano, en cualquier estación. Me gusta Valencia como es, con sus aciertos y defectos. Me gusta Valencia pese a los intentos del concejal Grezzi por transformarla. Valencia es enseña del Mediterráneo, madre adoptiva de Rodrigo Díaz de Vivar, rosa perfumada de Levante y orgullo español, semáforo de Europa, murciélago ruidoso en noches de verano, cuna de flores y naranjos, de luz y de colores, de pólvora y arrozales, eterna tercería en capitalidades hispanas, esplendoroso contraste de pasado y futuro que pierde el presente, sastrería de moda, inversora de los siete pecados capitales y algunos otros provincianos, circuito de carreras en la fuga de cerebros, pescadora de sueños pecadores, velero al viento descuajado por huracanes trapicheados. Pueblo trabajador, mestizo y afable, que reúne en sus calles esfuerzo y sudor, penas y alegrías, amabilidad, humor y amor. 
En su interior, el Turia, traicionero río de gotas frías, fue cambiado de lugar para no molestar y así, su trayecto inicial, se transformó en un inmenso parque lleno de actividad donde dormita Gulliver, algo hastiado del verano prolongado, o tal vez aburrido, por el sopor provinciano de algunos gobernantes que, al ombligo mirando, han olvidado cómo se hace el nudo de un futuro razonablemente humano.
El puente de la avenida del Cid abre un inmenso mundo dispuesto a ser conquistado con el corazón en la mano. La grandiosa obra de Rincón de Arellano, iniciada por el Marqués del Turia, Tomás Trenor, transmutó la naturaleza domesticando un río de esos que ahora no y luego sí, de ahora quiero y después no puedo, de sequías duraderas y sorpresivas inundaciones.
A caballo de Babieca llegaremos hasta la plaza España, uno de los ejes neurálgicos de la ciudad, de las Torres de Quart, del paseo de la Pechina. Ciudad medieval, mora y judería, romana e hispana, soñadora y romántica, pincelada de Benlliure, colorido de Sorolla, verso de Sor Isabel de Villena, humanismo de Luis Vives, sonoridad de Iturbi, copla de la Piquer.
                Hoy he paseado por Valencia y me encanta esta ciudad de la Virgen de los Desamparados.


Texto extraído y modificado de la novela.

De Balzac

  “ Finalmente, todos los horrores que los novelistas creen que  están inventando están siempre por debajo de la verdad” .  Coronel Chabert...

– Contra hidalguía en verso -dijo el Diablillo- no hay olvido ni cancillería que baste, ni hay más que desear en el mundo que ser hidalgo en consonantes. (Luis Vélez de Guevara – 1641)

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