La tercera palabra (fragmento) de Alejandro Casona.











Genial fragmento políticamente incorrecto para una sociedad adormecida. Pertenece a la obra de teatro “La tercera palabra” de Alejandro Casona.

 




Augusto.- Silencio digo, qué importa un ataque de furia. La furia es una simple descarga de adrenalina.
Pablo.- ¡Qué maravillosa ciencia! Que un hombre da su vida por algo hermoso, que levanta una catedral, que se vuelve loco de amor, no es nada señores, una simple descarga de adrenalina. ¿Con qué se combate la adrenalina, profesor?
Augusto.- Con insulina joven y si hay peligro con azúcar.
Pablo.- Entonces estamos salvados. Azúcar para los hombres libres y fuertes, azúcar para las catedrales, azúcar para los pueblos. El porvenir del mundo es el azúcar.
Marga.- Pablo, Pablo.
Pablo.- Mírales bien, hay tienes a la gente de tu mundo ¿y es a esa basura a donde querías llevarme?
Marga.- ¿Pero que le han hecho para ponerle así?
Pablo.- Mírales bien, parecen hombres y mujeres, ¿verdad? Pero no, son solo peleles de trapo. Un hilo para reír, otro para llorar, otro para saludar. Bonjour Monsieur, bonjour Madame.
Marga.- No comprendo lo que ha pasado aquí, pero retírense todos por favor.
Doña Lola.- Mejor será. Esto es una vergüenza.
Pablo.- Alto ahí. ¿No habían venido al circo a divertirse con el hombre bestia? Pues ánimo que la fiesta va a empezar, pero ahora va a ser la bestia la que va a dirigir. ¡Eusebio! ¡Eusebio!
Marga.- Por lo que más quieras Pablo…
Pablo.- ¡Suéltame! Pasen señores, pasen. Esta noche gran función de títeres. El ilustre profesor, ni una sola idea propia y libros alrededor. La madre casamentera, por dentro una celestina y gran señora por fuera. La princesita FIFI, ¿vamos al jardín? Ji ji. ¿Quieres la luna? Ji Ji, ¿Quieres un marido? ¡Ay, si! Y por fin el número de fuerza: Roldán administrador, Roldán letrado asesor, Roldán falsificador. Pasen señores, pasen y vean el bonito número de Alí Baba y los cuarenta roldanes.

Los límites de la cordura - G.K. Chesterton (7)




 II
ALGUNOS ASPECTOS DE LA GRAN EMPRESA

3. Un caso en cuestión.
Es tan natural para nuestros críticos comerciales discutir en círculo vicioso como viajar en el «círculo de los íntimos».
No es mera estupidez, pero es mero hábito; y no es fácil penetrar en este anillo de hierro ni escapar de él. Cuando decimos que pueden hacerse cosas, por lo común queremos decir que podrían ser hechas por la masa de los hombres o por los dirigentes del Estado. He brindado un ejemplo de algo que la masa podría hacer fácilmente, y aquí daré un ejemplo de algo que el gobernante podría hacer con absoluta facilidad. Pero debemos estar preparados para que nuestros críticos empiecen a discutir en círculo vicioso y decir que el pueblo actual nunca se pondrá de acuerdo o que el actual gobernante nunca obrará de esa forma. Pero esta queja es una confusión. Estamos respondiendo a gentes que consideran nuestro ideal imposible en sí mismo. Es claro que si no se quiere, no se intenta alcanzarlo; pero que no se diga que porque no se quiere se sigue que no se podría alcanzar si se quisiera. Una cosa no se hace intrínsecamente imposible simplemente porque una multitud no trata de obtenerla, ni deja de ser política práctica porque no haya político suficientemente práctico para seguirla.
Empezaré con un ejemplo vulgar y conocido. A fin de asegurar un descanso a nuestro inmenso proletariado, tenemos una ley que obliga a los empleadores a cerrar sus negocios medio día por semana. Dado el principio proletario, es una cosa saludable y necesaria para el Estado proletario; exactamente como las saturnales son cosa saludable y necesaria para el Estado esclavo. Conocida esta medida para el proletariado, una persona práctica diría naturalmente: «También tiene otras ventajas; será una oportunidad para cualquiera que quiera hacer su propio trabajo sucio, para el hombre que puede desenvolverse sin sirvientes». Ese ser degradado que hasta sabe hacer las cosas solo, por fin tendrá una oportunidad de alcanzar un éxito. El solitario maniático que realmente puede trabajar para vivir, posiblemente tenga oportunidad de vivir. No es necesario que un hombre sea distributista para que diga esto, es cosa corriente y obvia que diría cualquiera. El hombre que tiene sirvientes debe dejar de explotar a sus sirvientes. Desde luego que el hombre que no tiene sirvientes a quienes explotar no puede dejar de explotarlos. Pero la ley en realidad está hecha de tal forma que también obliga a este hombre a dar descanso a los sirvientes que no tiene.
Propicia saturnales que nunca tienen lugar para una multitud de esclavos fantasmas que jamás han estado allí. No hay ni siquiera un rudimento razonable en esta disposición. En todo sentido posible, desde el material inmediato hasta el sentido abstracto y matemático, es absolutamente disparatada. Vivimos días de peligrosa división de intereses entre empleador y empleado. Por lo tanto, aunque no estén divididos, sino realmente unidos en una sola persona, debemos dividirlos nuevamente en dos partes. Forzamos a un hombre a darse algo que no quiere porque algún otro que no existe podría quererlo. Le advertimos que será mejor que reciba una comisión de sí mismo, o podría levantarse en huelga contra sí mismo. Tal vez hasta se haga bolchevique y se tire a sí mismo una bomba; y en ese caso no le quedará más camino a su firme sentido del derecho y el orden que leer el Acta de Sedición y pegarse un tiro.
Dicen que somos poco prácticos, pero todavía no hemos producido una fantasía académica como ésta. A veces sugieren que nuestro pesar por la desaparición del labrador y el aprendiz es sólo cuestión de sentimiento.
¡Sentimental! No hemos caído en el sentimentalismo hasta el extremo de sentir piedad por aprendices que no han existido nunca. No hemos alcanzado esa riqueza de emoción romántica que nos haría capaces de llorar más copiosamente por un imaginario ayudante de almacenero que por el almacenero real. Todavía no estamos tan borrachos como para ver doble cuando miramos dentro de nuestra tienda predilecta, ni para hacer que el dueño se pelee con su propia sombra. Dejemos que estos hombres de negocios tercos y prácticos derramen lágrimas por las penas de un muchacho de oficina no existente y prosigamos por nuestra propia senda desértica e irregular, que por lo menos acierta a pasar por la tierra de los vivos.
Ahora bien, si mañana se hiciera tan pequeño cambio, se establecería una diferencia: una diferencia considerable y creciente. Y si algún temerario defensor de la gran empresa me dice que una pequeñez como ésa podría cambiar muy poco las cosas, que tenga cuidado, porque está haciendo lo que tales defensores evitan sobre todas las cosas: está contradiciendo a sus maestros. Entre las mil cosas interesantes, perdidas entre un millón sin interés, que aparecen en los informes parlamentarios y de asuntos públicos de los diarios, había una pequeña comedia realmente encantadora que trataba sobre esta cuestión. Un hombre normalmente razonable y con instinto popular, descarriado y llegado al Parlamento por alguna equivocación, señaló este hecho simple: que no había necesidad de proteger al proletariado donde no había proletariado que proteger; y que por lo tanto el tendero solitario podría permanecer en su solitaria tienda. Y el ministro a cargo del asunto replicó, con enternecedora inocencia, que era imposible, porque sería injusto con las grandes tiendas. Es evidente que las lágrimas fluyen espontáneamente en tales círculos, como fluyeron en lord Lundy, el próspero político. Quedaba conmovido por el simple pensamiento de los posibles sufrimientos de los millonarios. Se le presentó a la imaginación el señor Selfridgel agonizante, y los gemidos del señor Woolworth, de la Torre de Woolworth, estremecieron los corazones buenos a los cuales nunca llegará en vano el llanto de los ricos afligidos. Pero, pensemos lo que pensemos acerca de la sensibilidad necesaria para considerar como objetos dignos de compasión a los dueños de grandes tiendas, de cualquier modo arregla de golpe todo el fatalismo elegante que ve en su éxito algo inevitable. Es absurdo que nos digamos que nuestro ataque está destinado a fracasar y luego que habría algo absolutamente falto de escrúpulos en triunfo tan inmediato. Aparentemente, debe admitirse la gran empresa porque es invulnerable, y debe perdonársela porque es vulnerable. Esta gran burbuja absurda no podrá reventar nunca; y resulta simplemente cruel que el pinchazo de alfiler de la competencia la haga estallar.
No sé si las grandes tiendas son tan débiles e inestables como decía su defensor. Pero, cualquiera que fuese el efecto inmediato sobre las grandes tiendas, estoy seguro de que habría un efecto inmediato sobre las pequeñas. Estoy seguro de que si pudieran comerciar el día de descanso general, no sólo significaría que habría más comercio para ellas, sino que habría más de ellas comerciando. Querría decir, al menos, que habría una clase numerosa de pequeños tenderos, y ése es exactamente el tipo de cosa que crea una diferencia política total, como la crea en el caso de pequeños propietarios de labrantíos. No es cuestión de números en el simple sentido mecánico. Es cuestión de presencia y presión de un tipo social particular. No es sólo cuestión de cuántas cabezas se cuentan, sino, en un sentido más real, si cuentan las cabezas. Si hubiera algo que pudiera llamarse clase de campesinos, o clase de pequeños comerciantes, harían sentir su presencia en la legislación aunque hubiera lo que se llama legislación de clases. Y la misma existencia de esa tercera clase sería el fin de lo que se llama lucha de clases, por cuanto su teoría divide a todos los hombres en empleadores y empleados. No quiero decir, por supuesto, que esta pequeña alteración legal sea la única que tengo que proponer; la menciono en primer término porque es la más obvia. Pero la menciono también porque ejemplifica muy claramente lo que entiendo por las dos etapas: la naturaleza de la reforma positiva y negativa. Si las pequeñas tiendas empezaran a tener mayores ventas y las grandes menos, significaría dos cosas, ambas prácticas. Querría decir que el ímpetu centrípeto se habría aminorado, si no detenido, y podría por fin convertirse en movimiento centrífugo. Querría decir que habría cierto número de nuevos ciudadanos en el Estado a los cuales no sería posible aplicar todos los argumentos socialistas o serviles. Ahora bien, cuando se tuviera una cantidad considerable de pequeños propietarios, de hombres con la psicología y la filosofía de la pequeña propiedad, entonces se podría empezar a hablarles de algo más parecido a un acuerdo general justo sobre sus propios planes; algo más parecido a una tierra en la que puedan vivir cristianos. Se les puede hacer comprender, al contrario que a plutócratas y proletarios, por qué no debe existir la máquina si no es al servicio del hombre, por qué las cosas que nosotros mismos producimos son queridas como hijos nuestros, y por qué podemos pagar demasiado caro el lujo, con la pérdida de la libertad. Con que sólo empiecen a desprenderse cuerpos de hombres de los empleos serviles, empezarán a formar el cuerpo de nuestra opinión pública.
Ahora bien, hay un gran número de otras ventajas que podrían concederse al hombre pequeño, que pueden ser consideradas en su lugar. En todas ellas presupongo una política deliberadamente favorable al hombre pequeño. Pero en el primer ejemplo dado aquí apenas podemos decir que hay cuestión alguna de favor. Se hace una ley que establece que los dueños de esclavos deben liberarlos por un día: el hombre que no tiene esclavos está enteramente fuera de la cuestión; no cae bajo ella legalmente porque no entra en ella lógicamente. Ha sido deliberadamente arrastrado a ella, no a fin de que todos los esclavos sean libres por un día, sino a fin de que todos los hombres libres sean esclavos durante toda su vida. Pero mientras algunos de los recursos son sólo justicia ordinaria para la pequeña propiedad, por el momento la cuestión es que al principio valdrá la pena crear la pequeña propiedad, aunque sea solamente en pequeña escala. Existirían otra vez los ciudadanos y labradores ingleses, y donde quiera que existan, cuentan. Hay muchas otras formas (que pueden ser brevemente descritas) de fomentar la división de la propiedad en un sentido legal y legislativo. Más tarde trataré algunas de ellas, especialmente las que se refieren a la verdadera responsabilidad que el Gobierno podría asumir razonablemente en una situación financiera y económica que se está haciendo absolutamente ridícula. Desde el punto de vista de cualquier persona cuerda, de cualquier otra sociedad, el problema actual de la concentración capitalista no es sólo una cuestión de derecho, sino de derecho criminal, por no decir de locura criminal.
En alguna otra parte se dice algo acerca de esa monstruosa megalomanía de las grandes tiendas, con sus llamativos anuncios y su estandarización estúpida. Pero quizás sea bueno añadir en la cuestión de las pequeñas tiendas que, una vez que existen, tienen por lo general una organización propia mucho más digna y mucho menos vulgar. Esa organización voluntaria, como todos saben, se llama gremio, y es perfectamente capaz de hacer todo lo que realmente hay que hacer en materia de vacaciones y fiestas populares. Veinte peluqueros podrían muy bien arreglarse unos con otros para no competir entre sí en una fiesta determinada o en determinada forma. Resulta divertido advertir que la misma gente que dice que un gremio es cosa medieval y muerta que nunca marcharía, generalmente rezonga contra el poder del gremio como cosa viva y moderna donde ésta en realidad marcha. El caso del gremio de los médicos es un ejemplo: se les reprocha en los periódicos que la confederación en cuestión rehúse «hacer accesibles al público en general los descubrimientos médicos». Cuando examinamos las necedades que la prensa hace accesibles al público en general, tenemos motivos, me parece, para dudar de si nuestras almas y cuerpos no están por lo menos tan a salvo en manos de un gremio como tienen probabilidad de estarlo en manos de un trust. Por el momento, el asunto principal es que las pequeñas tiendas pueden ser gobernadas, aunque el Gobierno no sea el patrón. Por horrible que esto pueda parecer a los idealistas democráticos de hoy, son capaces de gobernarse por sí mismas.

La España por venir.

Una tarde memorable. Conferencia de Santiago Abascal en Valencia. La España por venir.
Por supuesto me acompañaba mi novela.


Los límites de la cordura - G.K. Chesterton (6) 2. Un malentendido acerca del método.



Los límites de la cordura - G.K. Chesterton (6)

II
ALGUNOS ASPECTOS DE LA GRAN EMPRESA
            2. Un malentendido acerca del método.
Antes de proseguir con este esquema, encuentro que debo detenerme en un paréntesis tocante a la naturaleza de mi tarea, sin el cual el resto de ella puede comprenderse mal. 

En realidad, sin pretender que poseo alguna experiencia oficial ni comercial, estoy haciendo aquí mucho más de lo que nunca se ha pedido a la mayoría de los simples hombres de letras (si puedo, por el momento, llamarme hombre de letras) cuando, confiadamente, dirigen movimientos sociales o defendían ideales sociales.
Prometeré que, hacia el final de estas notas, el lector sabrá mucho más acerca de cómo podrían los hombres emprender la formación de un Estado distributivo de lo que supieron alguna vez los lectores de Carlyle acerca de cómo podrían encontrar un rey héroe o un líder regio. Creo que podemos explicar cómo se hace para que la pequeña tienda o la pequeña granja sean un rasgo común de nuestra sociedad, mejor de lo que Matthew Arnold explicó cómo se hacía del Estado nuestra mejor obra. Creo que la explotación agrícola se señalará en alguna especie de mapa tosco más claramente de lo que se señala el Paraíso Terrenal en la carta de navegación de William Morris; y creo que frente a sus noticias de ninguna parte esto podría llamarse con

Pareados. Teoría poética.



Pareado, pareja o dístico.
               

                El pareado es la estrofa compuesta por dos versos que riman entre sí. A partir de este momento los demás factores son variables pues estos versos pueden ser de arte mayor o arte menor, con rima consonante o asonante. Lo más habitual es que sean versos de la misma medida (isosilábicos) aunque también pueden tener diferente número de sílabas (anisosilábicos). Lo esencial es que los dos versos tengan la misma rima.
                Se utilizan en composiciones muy breves como en el Refranero, en máximas filosóficas, inscripciones, en algunas épocas como divisas de los escudos. Por imitación con los pareados alejandrinos

Los límites de la cordura - G.K. Chesterton (5)



II
ALGUNOS ASPECTOS DE LA GRAN EMPRESA
1. El engaño de las grandes tiendas.

Dos veces en mi vida me ha dicho un director literalmente que no se atrevía a imprimir lo que yo había escrito porque ofendería a los que publicaban anuncios en su periódico. La presencia de semejante presión existe en todas partes bajo una forma más silenciosa y sutil. Pero tengo gran respeto por la franqueza de este particular director, porque evidentemente era casi la máxima franqueza posible para el director de una importante revista semanal. Dijo la verdad acerca de la falsedad que tenía que decir.
En ambas ocasiones me negó libertad de expresión porque decía yo que las tiendas que ponían más anuncios y las grandes tiendas eran en realidad peores que las pequeñas tiendas. Puede resultar interesante señalar que ésta es una de las cosas que ahora le está prohibido decir a un hombre; quizás la única cosa que le está prohibido decir. Si se hubiera tratado de un ataque al Gobierno se hubiera tolerado. Si hubiese sido un ataque a Dios hubiera sido respetuosa y atinadamente aplaudido. Si se hubiera tratado de injuriar el matrimonio, o el patriotismo, o la honestidad pública, me hubieran anunciado en los titulares y se me hubiera permitido extenderme en los suplementos del domingo. Pero no es probable que un gran periódico ataque a la gran tienda, puesto que él mismo es (a su modo) una gran tienda y cada vez más un monumento al monopolio.
Pero estaría bien que repitiera aquí, en un libro, lo que no pude repetir en un artículo. Creo que una gran tienda es una mala tienda. Creo que no sólo es mala en un sentido moral, sino también en el sentido comercial; esto es, creo que comprar en ella no sólo es una mala acción, sino también un mal negocio. Creo que el emporio-monstruo no sólo es vulgar e insolente, sino también incompetente e incómodo, y niego que su gran organización sea eficaz. Una organización grande es una organización floja. Más aún, sería casi

De Balzac

  “ Finalmente, todos los horrores que los novelistas creen que  están inventando están siempre por debajo de la verdad” .  Coronel Chabert...

– Contra hidalguía en verso -dijo el Diablillo- no hay olvido ni cancillería que baste, ni hay más que desear en el mundo que ser hidalgo en consonantes. (Luis Vélez de Guevara – 1641)

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