Los límites de la cordura - G.K. Chesterton
(3)
I
ALGUNAS IDEAS GENERALES
3. La posibilidad de recuperación.
Hubo
una vez, o quizá más de una vez, un hombre que entró en una cantina y pidió un
vaso de cerveza. No mencionaré su nombre por razones diversas y obvias: hoy en día
tal vez sea difamatorio decir esto de un hombre, y quizá podría exponerlo a la
persecución policial bajo esas leyes cada vez más humanas de nuestros tiempos.
En lo que concierne a esta primera acción referida, podría haber tenido cualquier
nombre: William Shakespeare, o Geoffrey Chaucer, o Charles Dickens, o Henry
Fielding, o cualquiera de esos nombres comunes que surgen en todas partes entre
el pueblo.
Lo
importante del hombre es que pidió un vaso de cerveza. Y todavía más importante
es que se lo bebió. Y lo más importante de todo es que (lamento decirlo) lo
escupió y arrojó el jarro al tabernero. Porque la cerveza era abominablemente
mala.
Es
cierto que todavía no la había sometido a ningún análisis químico, pero después
de haber bebido un poco se sintió íntima, muy íntimamente persuadido de que a
la cerveza le pasaba algo. Cuando ya llevaba una semana enfermo, empeorando
constantemente, llevó parte de la cerveza al analista, y ese sabio, luego de
hervirla, congelarla, volverla azul, verde, amarilla, le dijo que realmente
contenía considerable cantidad de veneno mortífero. «Continuar bebiéndola -dijo
el hombre de ciencia pensativamente- será sin duda un proceder arriesgado, pero
la vida es inseparable del riesgo. Y antes de decidirse a abandonarla, debe
resolver qué sustituto se propone echar dentro de sí, en lugar del brebaje que
actualmente reposa allí. Si me trae una lista de lo seleccionado en materia tan
difícil, con gusto le señalaré las diferentes objeciones científicas que pueden
reunirse contra todos los posibles sustitutos».
El
hombre se marchó. Y continuó sintiéndose cada vez peor; y notó que en realidad
nadie estaba verdaderamente bien. Al pasar frente a la taberna sucedió que sus
ojos tropezaron con varios amigos que, agonizantes, se retorcían en el suelo; y
no pocos estaban muertos y rígidos, amontonados en el camino. Para su espíritu
simple esto pareció un asunto de cierta importancia para la comunidad; de modo
que se dirigió apresuradamente al tribunal y presentó una queja contra la
fonda. «Parecería en verdad - dijo el juez de paz- que la casa que usted
menciona es una de esas en las cuales se asesina sistemáticamente a la gente
por medio de veneno. Pero antes de exigir un procedimiento tan drástico como el
de echarla abajo o clausurarla tiene que considerar un problema de no muy fácil
solución. ¿Ha pensado con precisión qué edificio pondría en su lugar...?».
Al
llegar a este punto, siento decir que el hombre dio un fuerte grito, y que se
le sacó del tribunal por la fuerza, anunciándose que se estaba volviendo loco.
Por cierto que esta creencia en su enfermedad mental aumentó su mal físico;
tanto, que consultó a un distinguido doctor en psicología y psicoanálisis, el
cual le dijo confidencialmente: «En cuanto al diagnóstico, no cabe duda de que
sufre usted una enfermedad mental; pero en cuanto al tratamiento, puedo decirle
con franqueza que es muy difícil encontrar algo que ocupe el lugar de ese mal.
¿Ha pensado cuál es la alternativa de la locura...?». Entonces el hombre dio un
brinco, agitando los brazos y gritó: «No hay. La locura no tiene alternativa.
Es inevitable. Es universal. Debemos sacar de ella el mayor partido posible». Así,
sacándole el mayor partido, mató al magistrado y al analista; y ahora está en
un manicomio, tan feliz como puede serlo.
En
la precedente historia se defiende la tesis de que es necesario atender
primordialmente al comienzo de un esbozo de renovación social. Se refería a un
caballero a quien se le preguntó con qué sustituiría el veneno que le habían metido
dentro, o qué plan constructivo tenía para remplazar la cueva de asesinos donde
lo habían envenenado. Algo similar se nos exige a los que consideramos la
plutocracia como un veneno o el actual Estado plutocrático como algo semejante
a una cueva de ladrones. Es posible que en la parábola del veneno el lector
comparta algo de la impaciencia del protagonista. Dirá que nadie es tan necio como
para no librarse del cianuro o de los criminales profesionales simplemente
porque había diferencia de opiniones en cuanto a las consecuencias que
seguirían al hecho de librarse de ellos. Yo le pediría al lector que fuera un
poco más paciente, no sólo conmigo, sino también consigo mismo; y que se
preguntara por qué obramos con tal prontitud en el caso del veneno y el crimen.
No es, en realidad, ni siquiera en este terreno, porque seamos indiferentes al
sustituto. No deberíamos considerar un veneno como antídoto de otro veneno si
empeorara la enfermedad. No dispondríamos que un ladrón atrapara a otro ladrón
si en realidad esto aumentara la cifra de robos. El principio por el cual
estamos obrando, aunque estuviéramos obrando demasiado rápidamente para pensar,
o pensando demasiado rápidamente para definir, es, sin embargo, un principio
que podríamos definir. Si damos simplemente un emético a un hombre que ha
ingerido veneno, no es porque creamos que puede vivir de eméticos más de lo que
puede vivir de venenos. Es porque creemos que después de que se haya repuesto
del veneno en primer lugar y del emético después, llegará un momento en que él
mismo pensará que le gustaría tomar un poco de comida ordinaria. Ése es el punto
de partida de toda la teoría, en lo que toca a nosotros.
Si
se quitan ciertos impedimentos, no es tanto cuestión de qué haríamos nosotros
como de qué haría él. De modo que si salvamos la vida a cierto número de
personas sacándolas de la cueva de envenenadores, en ese momento no preguntamos
qué harán con esas vidas. Supongamos que harán algo más sensato que tomar
veneno. Dicho con otras palabras, el simplísimo supuesto inicial sobre el cual
se basan todas esas reformas es el siguiente: si suprimimos la presión de un peligro
o de un dolor inmediato habrá alguna tendencia a reponerse. Al comienzo de este
plan esquemático de reforma social que me propongo trazar aquí, deseo aclarar este
principio general de recuperación sin el cual aquél sería ininteligible.
Creemos que si las cosas se liberaran se recuperarían, y también creemos (y
esto es muy importante en el aspecto práctico) que si las cosas empiezan a liberarse,
empezarán a recobrarse. Si el hombre deja simplemente de beber mala cerveza, su
cuerpo hará un esfuerzo para recobrar sus condiciones normales. Sólo con que el
hombre escape de los que lo están envenenando lentamente, el mismo aire que
respire será en cierta medida un antídoto del veneno.
En
los ensayos que siguen espero explicar por qué creo que el problema de la
verdadera reforma social se divide en dos etapas y hasta en dos ideas
distintas. Una es la detención de una carrera que ya se está encaminando hacia
un monopolio enloquecido, invirtiendo esa revolución y volviendo a algo más o
menos normal, aunque en modo alguno ideal; la otra consiste en tratar de
inspirar a esa sociedad más normal algo ideal en el verdadero sentido, aunque
no necesariamente utópico. Pero lo primero que hay que comprender es que
cualquier alivio de la presión actual probablemente tenga más efecto moral del
que imagina la mayoría de nuestros críticos. Hasta ahora, todos los triunfos han
sido triunfos del monopolio plutocrático, y todas las derrotas han sido
derrotas de la propiedad privada. Me atrevo a conjeturar que una verdadera
derrota de un monopolio tendría un efecto inmediato e incalculable, muy superior
a su significado intrínseco, como las primeras derrotas en el campo de batalla
de un imperio militar como Prusia, que hacía alarde de invencible. A medida que
cada grupo o familia vuelva al verdadero ejercicio de la propiedad privada se
convertirá en centro de influencia, en misión. No estamos tratando el problema
de una elección general cuyo cómputo se hará mediante una máquina calculadora.
Se trata de un movimiento popular, que nunca depende de simples números.
Por
eso hemos empleado tan a menudo, sencillamente como modelo fundamental, la
cuestión de la comunidad labriega. Lo característico de la comunidad labriega
es que no es una máquina, cuando prácticamente todo Estado social ideal es una
máquina, esto es, una cosa que trabaja como está establecido en un modelo. Para
una utopía se hacen leyes y sólo observándolas puede mantenerse la utopía. No se
hacen leyes para una comunidad labriega. Se hace la comunidad labriega, y los
labriegos hacen las leyes. No quiero decir -como aclararé suficientemente
cuando llegue a asuntos más particulares- que no deban dictarse leyes para el
establecimiento de una comunidad labriega o incluso para su protección. Quiero
decir que la índole de la comunidad labriega no depende de las leyes. Depende
de los labriegos. Los hombres han permanecido lado a lado durante siglos en sus
heredades separadas y aproximadamente iguales, sin que ninguno de ellos haya
comprado la mayor parte de la tierra. Sin embargo, pocas veces ha existido
alguna ley contra la compra de la mayor parte de la tierra. Los labriegos no podían
comprar porque los labriegos no querían vender. Porque cuando existe esta forma
de igualdad moderada, no es una mera fórmula legal; es también una realidad
moral y psicológica. La gente, cuando se encuentra en esa situación, se
comporta como cuando está cómoda. Esto es, se queda donde está; o por lo menos
se comporta normalmente. No hay nada en la lógica abstracta que pruebe que la
gente no puede sentirse igualmente cómoda en una utopía socialista. Pero los
socialistas que describen utopías sienten en general, de un modo vago, que la
gente no estaría cómoda y por eso tienen que hacer sus simples leyes de control
económico tan detalladas y claras. Usan su ejército de funcionarios para
trasladar a los hombres como a multitudes de cautivos de cuarteles viejos a
nuevos cuarteles, sin duda mejores cuarteles. Pues bien, creemos que los
esclavos a quienes liberemos lucharán por nosotros como soldados.
Dicho
con otras palabras, todo lo que pido en esta nota preliminar es que el lector
comprenda que estamos tratando de hacer algo que ande por sí mismo. Una máquina
no anda por sí misma. Un hombre sí anda por sí mismo, aun cuando se dirija a
cantidad de metas que hubiera sido más prudente evitar. Cuando se libra de
determinadas desventajas, en cierta medida puede asumir la responsabilidad.
Todos los sistemas de concentración colectiva llevan consigo la cualidad de
controlar al hombre hasta cuando es libre; si queréis, de controlarlo para
mantenerlo libre. Tienen idea de que el hombre no será envenenado si hay un
médico de pie detrás de su silla a la hora de la comida para controlar lo que
se come y se bebe.
Nosotros
creemos que el hombre puede necesitar un médico cuando ha sido envenenado, pero
que no lo necesita cuando no lo ha sido. No decimos, como posiblemente digan
ellos, que será siempre perfectamente feliz o perfectamente bueno; porque en la
vida hay otros factores además del económico, y hasta el económico está
alcanzado por el pecado original.
No
decimos que porque no necesite un médico no necesita un sacerdote, o una
esposa, o un amigo, o un dios; ni que sus relaciones con todos ellos puedan
asegurarse mediante sistema social alguno. Pero sí decimos que hay algo mucho más
real y mucho más digno de confianza que ningún sistema social; y es una
sociedad. Existen algo así como gentes que encuentran la vida social que les
conviene y que les permite llevarse relativamente bien unos con otros. No hay
que esperar hasta haber establecido ese tipo de sociedad en todas partes.
Importa que se haya establecido en alguna parte. De modo que si al principio se
me dice «usted no cree que el socialismo o que un capitalismo reformado vayan a
salvar a Inglaterra; pero, ¿cree realmente que el distributismo salvará a
Inglaterra?», contesto: «No; creo que los ingleses salvarán a Inglaterra si
empiezan a tener media oportunidad».
Por
eso tengo esperanzas en ese sentido; creo que el fracaso ha sido un fracaso de
la máquina y no de los hombres. Y, como acabo de explicar, estoy del todo de acuerdo
en que es muy diferente dejar el trabajo para un hombre que dejar un plan para
una máquina. Pido al lector que se haga cargo de tal distinción a estas alturas
de la descripción, antes de continuar describiendo más precisamente algunas de
las posibles tendencias de reforma.
No
me avergüenzo lo más mínimo de estar dispuesto a escuchar razones, no tengo el
menor temor de dejar las cosas expuestas a ajustes; no me molesta el punto de
vista de los que plasman estos principios en sus programas desviándolos en
muchos aspectos. Tengo demasiada buena fe para tratar mi propio programa como
un programa interesado y para pretender que mi proyecto privado se convierta
sin enmiendas en decreto parlamentario. En este caso concreto, no obstante, tengo
un motivo particular para insistir, en este capítulo, en que hay bastante
probabilidad de salvación; y para pedir que esta regular probabilidad sea
considerada con relativa alegría. No me interesa mucho esa especie de virtud americana
que ahora llaman a veces optimismo. Huele demasiado a Ciencia Cristiana para
ser consuelo de cristianos. Pero sí siento, en los hechos de este caso particular,
que hay una razón para prevenir a la gente contra una exhibición demasiado
apresurada de pesimismo y contra el orgullo de la impotencia. Pido a todos que
piensen, libre y abiertamente, si no puede llevarse a cabo algo en el estilo de
lo aquí indicado, aunque se haga, en cuanto al detalle, de manera diferente;
porque es una cuestión del modo de ver de los hombres. La situación es
demasiado seria como para que los hombres estén en otro estado de ánimo que no sea
el buen humor. Y a propósito de esto me aventuraría a hacer una advertencia.
Un
hombre ha sido conducido por un guía atolondrado o por un compañero de viaje
hasta el borde de un precipicio, al cual podría muy bien haber caído en la oscuridad.
Puede decirse con razón que no hay nada más que hacer que sentarse y esperar el
día. Con todo, estaría bien pasar las horas de oscuridad discutiendo si sería
mejor volver atrás, a terreno más seguro; y el repaso de cualesquiera hechos y
la formulación de cualquier plan de viaje coherente no serán una pérdida de
tiempo, especialmente si no hay nada más que hacer. Pero nos inclinaríamos a
dar un consejo al guía que guió mal al viajero ingenuo, especialmente si se
trata en realidad de un extranjero ingenuo, de un hombre tal vez de poca
educación y de emociones elementales. Le aconsejaríamos que no perdiera el tiempo
demostrando concluyentemente la imposibilidad de volver atrás, la inexistencia
de terreno verdaderamente seguro detrás, la improbabilidad de volver a hallar
el camino hacia la casa y la necesidad de proseguir la marcha y no volver nunca
atrás. Si es un hombre de tacto, a pesar de su error inicial, evitará ese tono
en la conversación. Si no es un hombre de tacto, no es del todo imposible que antes
de finalizada la conversación alguien caiga al precipicio, y ese alguien no
sería el extranjero ingenuo.
Un
ejército ha marchado a través del desierto, con su columna, según la frase
militar, en el aire; bajo el mando de un jefe confiado, tiene la seguridad de
lograr comunicaciones mucho mejores que las antiguas. Cuando los soldados están
casi agotados por la marcha, y cuando la tropa ha sufrido horribles privaciones
a causa del hambre y la intemperie, se dan cuenta de que han avanzado sin apoyo
en dirección al territorio enemigo, y de que los signos de actividad militar que
pueden verse en todas partes son sólo los del cerco enemigo que se va cerrando.
Súbitamente se detiene la marcha y el jefe arenga a sus hombres. Hay muchísimas
cosas que podría decir. Algunos pensarán que sería mejor que no dijera
absolutamente nada. Muchos sostendrán que cuanto menos diga, tanto mejor. Otros
opinarán, y con muchísima razón, que se necesita aún más coraje para una retirada
que para un avance. Tal vez se le aconseje animar a sus hombres desilusionados,
amenazando al enemigo con una desilusión más dramática, declarando que todavía
lo vencerán, que escaparán de la red aunque ya esté echada, y que su fuga será
todavía más victoriosa que la victoria común.
De
todos modos hay un tipo de arenga que el jefe no dirigirá nunca a sus hombres,
a menos que sea mucho más tonto de lo que parece por su error primero. No dirá:
«Ahora estamos ocupando una posición que tal vez les parezca humillante; pero
les aseguro que no es nada al lado de la humillación que sin duda sufrirán cuando
hagan una serie de tentativas inevitablemente fútiles para mejorarla o para
replegarse hacia lo que quizá consideren tontamente como una posición más
fuerte. Me divierten mucho sus absurdas insinuaciones de que debemos volver a
nuestras antiguas comunicaciones; porque de todos modos nunca me parecieron
gran cosa sus antiguas comunicaciones sarnosas». Ha habido motines en el
desierto otras veces, y es posible que el general no muera en combate con el
enemigo.
Una
gran nación y civilización ha seguido durante cien años o más una forma de
progreso que se mantuvo independiente de determinadas comunicaciones antiguas, bajo
la forma de antiguas tradiciones acerca de la tierra, el hogar o el altar. Ha
avanzado bajo el mando de dirigentes confiados, por no decir absolutamente
seguros de sí mismos.
Tenían
la plena seguridad de que sus leyes económicas eran rígidas, su teoría política
acertada, su comercio beneficioso, sus parlamentos populares, su prensa
ilustrada y su ciencia humana. Con esta confianza sometieron a su pueblo a ciertos
experimentos nuevos y atroces: lo llevaron a hacer de su propia nación
independiente una eterna deudora de unos pocos hombres ricos; y a apilar la
propiedad privada en montones que fueron confiados a los financieros; a cubrir
su tierra de hierro y piedra y a despojarla de hierbas y granos; a llevar
alimento fuera de su propio país con la esperanza de volver a comprarlo en los
confines de la tierra; a llenar su pequeña isla de hierro y oro, hasta
recargarla como barco que se hunde; a dejar que los ricos se hicieran cada vez
más ricos y menos numerosos, y los pobres más pobres y más numerosos; a dejar
que el mundo entero se partiera en dos con una guerra de meros señores, y meros
sirvientes; a malograr toda especie de prosperidad moderada y patriotismo
sincero, hasta que no hubo independencia sin lujo ni trabajo sin perversidad; a
dejar a millones de hombres sujetos a una disciplina distante e indirecta y dependientes
de un sustento indirecto y distante, matándose de trabajo sin saber por quién y
tomando los medios de vida sin saber de dónde; y todo pendiente de un hilo de
comercio exterior que se iba haciendo más y más delgado.
Todavía
pueden decirse muchas cosas a las gentes que han sido llevadas a esa situación.
Convendrá recordarles que una simple rebelión desordenada empeoraría las cosas
en vez de mejorarlas. Ciertas complejidades deben tolerarse por un tiempo,
porque corresponden a otras complejidades, y las dos deben simplificarse juntas
cuidadosamente. Pero si pudiera decir una palabra a los príncipes y gobernantes
de semejante pueblo, a los que lo han llevado a esa situación, les diría tan seriamente
como puede un hombre decir algo a otros hombres: «Por Dios, por nosotros y,
sobre todo, por vosotros mismos, no os precipitéis ciegamente a decirles que no
hay salida en la trampa a la cual los condujo vuestra necedad; que no hay otro
camino más que aquel por el cual vosotros los habéis llevado a la ruina; que no
hay progreso fuera del progreso que ha terminado aquí. No estéis tan
impacientes por demostrar a vuestras desventuradas víctimas que lo que carece
de ventura carece también de esperanza. No estéis tan deseosos de convencerlos de
que también habéis agotado vuestros recursos, ahora que ha llegado el final del
experimento. No seáis tan elocuente, tan esmerada, tan racional y radiantemente
convincentes para probar que vuestro propio error es aún más irrevocable e
irremediable de lo que es. No tratéis de reducir el mal industrial mostrando
que es un mal incurable. No aclaréis el oscuro problema del pozo carbonífero
demostrando que es un pozo sin fondo. No digáis a la gente que no hay más camino
que éste; porque muchos, aun ahora, no lo soportarán. No digáis a los hombres
que es el único sistema posible, porque muchos ya considerarán imposible
resistirlo. Y un tiempo después, ya demasiado tarde, cuando los destinos se hayan
vuelto más oscuros y los fines más claros, la masa de los hombres tal vez
conozca de pronto el callejón sin salida donde los ha conducido vuestro progreso.
Entonces tal vez se vuelvan contra vosotros en la trampa. Y si bien han aguantado
todo lo demás, quizás no aguanten la ofensa final de que no podáis hacer nada;
de que ni siquiera intentéis hacer algo. "¿Qué eres, hombre, y por qué
desesperas?", escribió el poeta. Dios te perdonará todo menos tu desesperación.
El hombre también os puede perdonar vuestros errores y quizás no os perdone
vuestra desesperación».
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