II
ALGUNOS ASPECTOS DE LA GRAN EMPRESA
1. El engaño de las grandes tiendas.
Dos
veces en mi vida me ha dicho un director literalmente que no se atrevía a
imprimir lo que yo había escrito porque ofendería a los que publicaban anuncios
en su periódico. La presencia de
semejante presión existe en todas partes bajo una forma más silenciosa y sutil.
Pero tengo gran respeto por la franqueza de este particular director, porque
evidentemente era casi la máxima franqueza posible para el director de una
importante revista semanal. Dijo la verdad acerca de la falsedad que tenía que
decir.
En
ambas ocasiones me negó libertad de
expresión porque decía yo que las tiendas que ponían más anuncios y las grandes
tiendas eran en realidad peores que las pequeñas tiendas. Puede resultar
interesante señalar que ésta es una de las cosas que ahora le está prohibido
decir a un hombre; quizás la única cosa que le está prohibido decir. Si se hubiera
tratado de un ataque al Gobierno se hubiera tolerado. Si hubiese sido un ataque
a Dios hubiera sido respetuosa y atinadamente aplaudido. Si se hubiera tratado de
injuriar el matrimonio, o el patriotismo, o la honestidad pública, me hubieran
anunciado en los titulares y se me hubiera permitido extenderme en los
suplementos del domingo. Pero no es probable que un gran periódico ataque a la
gran tienda, puesto que él mismo es (a su modo) una gran tienda y cada vez más
un monumento al monopolio.
Pero
estaría bien que repitiera aquí, en un libro, lo que no pude repetir en un
artículo. Creo que una gran tienda es
una mala tienda. Creo que no sólo es mala en un sentido moral, sino
también en el sentido comercial; esto es, creo que comprar en ella no sólo es
una mala acción, sino también un mal negocio. Creo que el emporio-monstruo no
sólo es vulgar e insolente, sino también incompetente e incómodo, y niego que
su gran organización sea eficaz. Una organización grande es una organización
floja. Más aún, sería casi
igualmente cierto decir que la organización es siempre desorganización. La única cosa perfectamente orgánica es un organismo, como ese organismo grotesco y oscuro llamado hombre. Él es el único que puede estar seguro de hacer lo que quiera; más allá de él, cada hombre adicional será una equivocación más. Aplicado a cosas como las tiendas, todo es un absoluto engaño. Algunas cosas, como los ejércitos, tienen que ser organizadas y, por lo tanto, hacen lo posible por estar bien organizadas.
igualmente cierto decir que la organización es siempre desorganización. La única cosa perfectamente orgánica es un organismo, como ese organismo grotesco y oscuro llamado hombre. Él es el único que puede estar seguro de hacer lo que quiera; más allá de él, cada hombre adicional será una equivocación más. Aplicado a cosas como las tiendas, todo es un absoluto engaño. Algunas cosas, como los ejércitos, tienen que ser organizadas y, por lo tanto, hacen lo posible por estar bien organizadas.
Hay
que tener una larga línea rígida de soldados para poder vigilar una frontera.
Pero no es verdad que haya que tener una línea larga y rígida de gente que
adorne sombreros o ate ramilletes de flores a fin de que resulten pulcramente adornados
y atados. Es más posible que el trabajo resulte bonito si lo hace un artesano
particular para un cliente particular, con cintas y flores especiales. La
persona a quien se encarga que adorne el sombrero nunca lo hará en forma que
convenga del todo a la persona que quiere que se lo adornen; y la centésima
persona a quien le encarguen que lo haga lo hará mal, como lo hace. Si recopiláramos
todos los relatos de todas las amas de casa y dueños de casa acerca de las
grandes tiendas que les han enviado mercancía equivocada, que han hecho pedazos
la mercancía que en realidad encargaron, que se olvidaron de enviar toda clase
de mercancía, contemplaríamos un torrente de ineficacia. Hay muchas más equivocaciones en una tienda grande que las que ha
habido nunca en una pequeña tienda, donde el cliente individual puede maldecir
al tendero.
Cuando
se enfrenta con la eficacia moderna, el cliente permanece silencioso, sabedor
del talento de esa organización para saquear al hombre. En resumen, la gran organización
es un mal necesario, que en este caso no es necesario.
He
empezado estos apuntes con una nota acerca de las grandes tiendas porque éstas
son cosas cercanas a nosotros y por todos conocidas. No es necesario que me extienda
sobre otras demandas todavía más divertidas a favor de la colosal combinación
de los departamentos. Una de las más graciosas es la declaración de que es más conveniente
comprar todo en la misma tienda. Es decir, es más conveniente caminar por todo
el largo de la calle con tal de que se camine bajo techo, o más frecuentemente
bajo tierra, en vez de recorrer la misma distancia al aire libre desde una
pequeña tienda hasta la otra. La verdad es que las tiendas de los monopolistas
son muy convenientes (para el monopolista). Tienen la ventaja de concentrar el
trabajo como concentran la riqueza
cada vez en menos y menos ciudadanos. Su riqueza les permite a veces
pagar sueldos tolerables, y su riqueza también les permite acaparar los mejores
negocios y hacer propaganda de las peores mercancías. Pero nadie ha intentado
nunca demostrar que sus mercancías son mejores; y la mayoría de nosotros conoce
cierto número de casos concretos en que son decididamente peores. Ahora bien,
yo expresé esta opinión mía (tan chocante para el director de la revista y los
que publicaban anuncios) no sólo porque es un ejemplo de mi tesis general, que
sostiene que deberían restablecerse las pequeñas propiedades, sino porque es
esencial para la comprensión de otra verdad mucho más curiosa. Toca a la psicología
de todos estos asuntos: el mero tamaño, la mera riqueza, el mero anuncio y la
arrogancia. Y nos proporciona el primer modelo de guía del modo en que se hacen
hoy las cosas y el modo en que (si Dios quiere) se desharán mañana.
Hay
un hecho obvio y atroz, y enteramente desatendido, que debe señalarse antes de
que entremos a considerar las leyes que se necesitarían principalmente para
renovar el Estado. Es el hecho de que podría hacerse una revolución considerable
sin dictar leyes en absoluto. No concierne a ninguna ley existente, sino más
bien a una superstición existente. Y lo curioso es que quienes la sostienen se jactan
de que sea una superstición. El otro día vi, y me divirtió bastante, una pieza
teatral popular llamada Conviene publicar anuncios, que trata de un joven
hombre de negocios que intenta disolver el monopolio de jabón de su padre, un
hombre de negocios más anticuado, mediante la aplicación de teorías americanas
acerca de la psicología del anuncio. Una cosa me pareció interesante, y fue
ésta: era de muy buena comedia hacernos simpatizar a veces con el viejo y a
veces con el joven; era de muy buena farsa hacer que el joven y el viejo
alternativamente pasaran por tontos. Pero nadie pareció sentir lo que yo sentí
como rasgos más evidentes y notables de tontería. Se burlaban del viejo porque era
viejo, porque era anticuado, porque tenía la suficiente salud para burlarse él
de las estupideces de su disparatada publicidad. Pero en realidad nadie lo
criticaba por haber hecho un acaparamiento, por el cual alguna vez podrían haberlo
puesto en la picota. Nadie parecía tener
suficiente instinto de independencia ni dignidad humana para irritarse ante la
idea de que un viejo envanecido por su riqueza podría impedirnos, si quisiera,
tener un artículo de consumo humano ordinario. Y lo mismo que con el viejo,
ocurría con el joven. Su amigo el americano le había enseñado que la publicidad
puede hipnotizar el cerebro del hombre; que la gente es arrastrada por una
implacable fascinación dentro de una tienda, como dentro de la boca de una
serpiente; que con la repetición se conquista el subconsciente y se paraliza la
voluntad; que a todos nos hacen
comportarnos como muñecos mecánicos cuando un anunciador yanqui dice: «Hágalo
ahora». Pero en ningún momento se le ocurrió a nadie ofenderse por eso. Nadie
parecía estar bastante vivo para molestarse. Al joven se le hacía burla porque
era pobre, porque estaba arruinado, porque se lo impulsaba a los subterfugios
de la bancarrota, y así sucesivamente. Pero él no parecía saber que era algo
mucho peor que un tramposo: un hechicero. No sabía que por su propia jactancia era
un magnetizador y un mistagogo, un destructor de la razón y la voluntad, un
enemigo de la verdad y la libertad.
Creo
que tales gentes exageran el provecho producido por los anuncios, aunque
aprovechen al demonio. Pero en cierto sentido esta causa psicológica en favor
de la publicidad es de gran importancia práctica para cualquier programa de
reforma. Los anunciadores americanos han tomado el palillo por el extremo
equivocado; pero es un palillo que puede usarse para algo más que para batir su
gran tambor absurdo. Es un palillo que también puede usarse para aporrear su
absurda filosofía comercial.
Siempre
nos están diciendo que el éxito del comercio moderno depende de que se cree una
atmósfera, se forme una mentalidad, se tome un punto de vista. En resumen,
insisten en que su comercio no es puramente comercial, ni aun económico o
político, sino esencialmente psicológico. Espero que continúen diciéndolo:
porque quizás entonces, algún día, todos verán de pronto que es cierto.
Porque
el triunfo de las grandes tiendas y cosas
semejantes es en realidad una cuestión de psicología, por no decir
psicoanálisis. En otras palabras, una pesadilla. No es real, y por ende no
es seguro. Esta cuestión interesa sólo a nuestra actitud inmediata, en un
momento y un lugar dados, hacia la totalidad de la profesión plutocrática de la
cual esa publicidad es estandarte chillón. Lo primerísimo que hay que hacer,
antes de llegar a plasmar cualquiera de nuestras proposiciones, que son
políticas y legales, es (para usar su querida palabra) enteramente psicológico.
Lo primerísimo que hay que hacer es decirles a esos americanos jugadores de
póquer que no saben jugar al póquer. Porque no sólo hacen bluff, sino que se
jactan de hacerlo. En la medida en que sea cuestión de método psicológico
inmediato, debe haber, y la hay, una respuesta psicológica inmediata. Por lo mismo
que reconocen que alardean, podemos tomarles la palabra.
He
dicho recientemente que cualquier programa práctico para la restauración de la
propiedad normal consta de dos partes a las cuales la jerga popular llamaría destructiva
y constructiva; pero podrían llamarse más exactamente defensiva y ofensiva. La
primera consiste en detener esa loca y
desbocada carrera hacia el monopolio antes de que se pierdan las últimas
tradiciones de la propiedad y la libertad. De lo que trataré aquí, en
primer término, es del problema preliminar de resistirse a la tendencia del
mundo a hacerse más monopolista. Ahora bien, cuando preguntamos qué podemos
hacer, aquí y ahora, contra el desarrollo actual del monopolio, se nos da siempre
una respuesta muy simple. Se nos dice que no podemos hacer nada. Las cosas
grandes, por un proceso natural e inevitable, están tragándose a las chicas
como el pez grande se traga al pez
pequeño. El trust puede absorber lo que quiera, como un dragón devora lo
que quiere, porque ya es la criatura más grande que queda viva en la tierra.
Algunas
personas están tan decisivamente resueltas a aceptar este resultado que hasta
consienten en deplorarlo. Están tan convencidas de que es el destino que hasta
admitirán que es la fatalidad. Los fatalistas se convierten casi en sentimentales
cuando ven la pequeña tienda acaparada por la gran compañía. Están prontos a
llorar, con tal de que se admita que lloran porque lloran en vano. Están
deseando admitir que la desaparición de una pequeña juguetería de su niñez, o
de una pequeña casa de té de su juventud, es una tragedia hasta en el verdadero
sentido. Porque tragedia significa siempre la lucha de un hombre contra lo que
es más fuerte que el hombre. Y quienes pisotean aquí nuestras tradiciones son
los mismísimos dioses; son la muerte y la destrucción mismas quienes han
quebrado como varas nuestros pequeños juguetes, porque nadie prevalecerá contra
los designios del hado. Es sorprendente lo que puede hacer en este mundo un
pequeño bluff.
Porque
siguen diciendo que el pez grande se come al pez chico, sin preguntar si los
peces chicos nadan hasta los peces grandes y les piden que se los coman.
Aceptan al dragón devorador sin preguntarse si una elegante multitud de princesas
corrió hasta él para ser devorada. Porque nunca han oído hablar de una moda, y
no conocen la diferencia que hay entre una moda y un destino. Los deterministas
han elegido aquí el único ejemplo de algo que no es ciertamente necesario, sea
lo que fuere lo que es necesario. Han elegido lo único que todavía es libre
como prueba de las inquebrantables cadenas que atan todas las cosas. En el mundo moderno quedan pocas cosas
libres; pero se supone que la compra y venta privadas son todavía libres, si alguien
tiene una voluntad bastante libre para usar de su libertad. Los niños
pueden ser llevados por la fuerza a determinada escuela. Por la fuerza puede
apartarse a los hombres de un bar. Toda clase de gente, por toda suerte de razones
nuevas y disparatadas, puede ser llevada por la fuerza a una prisión. Pero a
nadie se lleva aún a la fuerza a determinada tienda.
Más
adelante trataré de algunos remedios y reacciones prácticas contra ese
precipitarse hacia las camarillas y los monopolios. Pero antes de entrar a
considerarlos está bien haberse detenido un momento en el hecho espiritual, tan
elemental y tan enteramente ignorado. La carrera hacia las grandes tiendas es,
de todas las tendencias del mundo, la que podría ser más fácilmente atajada por
las gentes que corren hacia ellas. No sabemos lo que vendrá luego: pero hasta ahora
las personas no pueden ser empujadas hasta las tiendas por bayonetas. La
empresa comercial americana, que ya ha utilizado soldados ingleses con
propósitos publicitarios, indudablemente podrá utilizar en su momento soldados
ingleses en misiones coercitivas. Pero todavía no nos pueden acosar con fusiles
y sables para llevarnos a las tiendas yanquis o a los almacenes internacionales.
El pretendido interés económico, del cual trataré a su debido tiempo, es cosa
bien diferente: simplemente estoy señalando que si llegáramos a la conclusión
de que deberían boicotearse las grandes tiendas, podríamos hacerlo tan
fácilmente como (espero) boicotearíamos las tiendas que vendiesen instrumentos
de tortura o veneno para uso casero. Dicho con otras palabras, esta cuestión
primera y fundamental no es asunto de necesidad, sino de voluntad. Si
decidiéramos hacer un voto, si decidiéramos aliarnos para tratar sólo con
pequeñas tiendas locales y nunca con grandes tiendas centralizadas, la campaña
podría ser tan poco práctica como la «campaña de la tierra» en Irlanda.
Probablemente tendría casi el mismo éxito. Es claro que se dirá que la gente
concurriría a la mejor tienda. Yo lo niego, porque los boicoteadores irlandeses
no aceptaron el mejor ofrecimiento. Niego
que la gran tienda sea la mejor, y niego especialmente que la gente vaya a ésa
porque es la mejor tienda. Y si se me pregunta por qué, respondo al final
con el hecho incontestable con el cual comencé. Sé que no es un mero hecho de
negocios, por la simple razón de que los mismos hombres de negocios me dicen
que es simplemente una cuestión de bluff. Ellos son quienes dicen que nada triunfa
tanto como una apariencia de triunfo. Ellos son quienes dicen que la publicidad
influye en nosotros sin que lo queramos ni lo sepamos. Ellos son quienes dicen
que «conviene publicar anuncios »; esto es, dicen a la gente en forma
atropelladora que deben «hacerlo ahora», cuando no necesitan en absoluto
hacerlo.
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