La
humanidad no ha sacado provecho de sus propios inventos; y a medida que inventa
más y más cosas, sólo consigue ir alejándose más y más de su posibilidad de felicidad.
Los límites de la cordura - G.K. Chesterton
(13) III ALGUNOS ASPECTOS DE LA MAQUINA
2. La fabula de la maquina.
Repetidamente
he pedido al lector que recordara que mi opinión general sobre nuestro posible
futuro se divide en dos partes. Primera, la
política de invertir o simplemente resistir la tendencia moderna al monopolio
o a la concentración del capital. Obsérvese que es una política porque es una
dirección, se siga hasta donde se siga. En cierto sentido, sin duda, aquel que
no está con nosotros está contra nosotros, porque si no se le ofrece resistencia
su tendencia prevalecerá. Pero en otro sentido, cualquiera que en cualquier
forma se resista a ella está con nosotros, aunque no vaya tan lejos como
debiera en la inversión. Al intentar invertir de alguna manera la tendencia a
la concentración, nos está ayudando a hacer lo que todavía nadie ha hecho. Se
estará colocando contra la corriente de su época, o al menos contra la
corriente de los últimos años. Y un hombre puede trabajar en la dirección en
que lo hacemos nosotros, en lugar de hacerlo en una dirección contraria
existente, aun con la maquinaria existente y quizás contraria. Aunque sigamos siendo industriales,
podemos bregar por una distribución industrial y contra el monopolio industrial.
Aunque vivamos en casas urbanas, podemos ser propietarios de casas urbanas. Aun
cuando seamos una nación de tenderos, podemos tratar de ser dueños de nuestras
tiendas. Aunque seamos el taller del mundo, podemos intentar ser dueños de
nuestras herramientas. Si nuestra ciudad está cubierta de anuncios, puede
cubrirse de anuncios diferentes. Si lo que distingue nuestra sociedad es una
marca registrada, no hay necesidad de que sea la misma marca registrada. En
resumen, hay una política perfectamente defendible y practicable para
resistirse al monopolio mercantil hasta dentro de un Estado mercantil.
Y afirmamos que muchísima gente debería apoyarnos en eso; gente que
podría no estar de acuerdo con nuestro ideal último de un Estado no mercantil. No podemos exigir que Inglaterra sea una nación de campesinos, como lo son Francia o Serbia. Pero podemos exigir que Inglaterra, que ha sido una nación de tenderos, se resista a que la conviertan en una gran tienda yanqui.
podría no estar de acuerdo con nuestro ideal último de un Estado no mercantil. No podemos exigir que Inglaterra sea una nación de campesinos, como lo son Francia o Serbia. Pero podemos exigir que Inglaterra, que ha sido una nación de tenderos, se resista a que la conviertan en una gran tienda yanqui.
Por
eso, al iniciar aquí la discusión sobre la máquina señalé, primero, que en un
sentido último tenemos libertad para
destruir la maquinaria; y segundo, que en un sentido inmediato es posible
dividir la propiedad de la maquinaria. Y yo diría que aun dentro de un
Estado sano siempre habría una propiedad de la maquinaria para dividir. Pero
cuando llegamos a la consideración de esa prueba mayor, tenemos que decir algo
sobre la definición de maquinaria y hasta sobre el ideal de la maquinaria.
Siento gran simpatía por lo que podría llamar el argumento sentimental en favor
de la maquinaria.
De
todos los críticos que nos han rechazado, el hombre que más me agrada es el
ingeniero que dice: «Pero a mí me gusta la máquina exactamente como a usted le
gusta la mitología. ¿Por qué me van a privar a mí de los juguetes y no a
usted?». Y de las distintas posiciones con las cuales tendré que enfrentarme,
empezaré con la suya. Pues bien, en una página anterior dije que concordaba con
el señor Penty en que sería un derecho humano abandonar absolutamente la maquinaria.
Añadiré ahora que no estoy de acuerdo con el señor Penty en considerar la
maquinaria como una magia, como un simple poder maligno u origen de males. Me parece tan materialista condenarse por
una máquina como salvarse por una máquina. Se me ocurre que es tan de idólatra
blasfemar de ella como adorarla. Pero aun cuando supongamos que alguien, sin
adorarla, goza con ella imaginativamente y en cierto sentido místicamente, el
caso que exponemos todavía sigue en pie. Nadie más inadecuado a la
época de la máquina que un hombre que realmente admira las máquinas. El sistema moderno requiere e implica la
existencia de gente que se tome mecánicamente el maquinismo, no gente que se lo
tome místicamente. Podría escribirse una historia divertida sobre un
poeta que realmente apreciara los cuentos de hadas de la ciencia, y hallara que
es mayor obstáculo dentro de la civilización científica que si la hubiera
demorado contando los cuentos de hadas de la infancia. Supongamos que cada vez
que fuera al teléfono (inclinándose tres veces a medida que se acercara al
altar del oráculo sin cuerpo y murmurando algunas palabras apropiadas tales
como vox et proeterea nihil) tuviera que hablar como si realmente apreciara la importancia
del instrumento. Supongamos que cayera en trémulo éxtasis al oír desde una
centralita distante la voz de una joven desconocida de algún pueblo remoto, que
dilatase ese milagro real del encuentro momentáneo en medio del aire con un
espíritu humano a quien nunca vería en la tierra, que meditara sobre su vida y
personalidad, tan real y sin embargo tan apartada de la suya, que se detuviera
a hacer unas cuantas preguntas personales sobre la joven, las suficientes para
acentuar su extrañeza humana, que preguntara si también ella tenía sentido de
este misterioso tete d tete psíquico, creado y disuelto en un instante, si
también ella pensaba en esas incalculables leguas de valles y bosques que se
extendían entre la boca que se movía y el oído que escuchaba... supongamos, en
resumen, que dijera todo esto a la joven de la central telefónica que estaba a punto
de comunicarle con 666 Upper
Tooting. En realidad, estaría expresando verdaderamente el sentimiento «
¡qué maravilla, el teléfono!»; y a diferencia de los miles que lo dicen,
realmente querría decir eso. Estaría real y verdaderamente justificando los
grandes descubrimientos científicos y haciendo honor a los grandes inventores.
Sería, en verdad, un hijo digno de una época científica. Y sin embargo, me temo
que en una época científica posiblemente sería un incomprendido y que hasta
padecería de falta de simpatía. En
realidad, me temo que en la práctica sería un obstáculo para todo lo que desea
apoyar. Sería peor enemigo de la máquina que cualquier ludita destructor de
máquinas. Obstruiría las actividades de la centralita telefónica alabando las
bellezas del teléfono más de lo que las hubiere obstruido sentándose, como
cualquier poeta más tradicional y corriente, para hablar a esas bulliciosas
gentes de negocios sobre las bellezas de una flor en el borde del camino.
Desde
luego que sucedería lo mismo con cualquier aventura de admiración igualmente
deformada. Si un filósofo, al salir por primera vez a dar una vuelta en coche, se
entusiasmara de tal forma con esa maravilla que insistiera en comprender el
mecanismo completo inmediatamente, es probable que llegara antes a su destino a
pie. Si en su fervor insistiera en que se desarmara el aparato en el camino,
para regocijarse con los más profundos secretos de su estructura, quizás hasta
perdería la simpatía del conductor. Así, por ejemplo, todos hemos conocido chicos
que de esta manera querían ver girar las ruedas. Pero aunque su actitud puede
acercarlos al reino de los cielos, no los acerca necesariamente al final del
viaje. Admiran los motores, pero no viajan en automóvil; esto es, no se mueven necesariamente.
No sirven al fin para el cual se hicieron los motores. Ahora bien, en realidad
esta contradicción ha desembocado en un callejón sin salida, y en una especie
de estado estacionario del espíritu en el cual hay más bien menos apreciación
de las maravillas creadas por la invención humana que si el poeta se hubiera
limitado a fabricar un pito de un penique (para silbar en los bosques de la
Arcadia) o el niño se hubiera limitado a hacer un arco de juguete o una catapulta.
El chico, en realidad, disfruta de una felicidad encantadora cada vez que
dispara una flecha. No es en modo alguno seguro que el hombre de negocios
disfrute de una felicidad encantadora cada vez que despacha un telegrama. El
nombre mismo de telegrama es un poema todavía más lleno de magia que el de la
flecha: porque quiere decir dardo, y dardo que escribe. Pensemos en lo que
sentiría un niño si pudiera disparar una flecha-lápiz que trazara una figura en
el otro extremo de un valle o una calle larga. Sin embargo el hombre de
negocios pocas veces baila de alegría y bate palmas pensando en tal cosa cuando
envía un telegrama.
Pues
bien, esto tiene considerable relación con la verdadera crítica de la
civilización mecánica moderna. Los que la defienden nos hablan siempre de sus
maravillosas invenciones y nos prueban que son adelantos maravillosos. Pero es
sumamente dudoso que en verdad los consideren adelantos. He oído decir cien
veces que el vidrio es un excelente ejemplo de la forma en que una cosa llega a
beneficiar a todos. «Miren los vidrios de las ventanas», dicen, «que han
llegado a ser una necesidad, y sin embargo, en otros tiempos eran un lujo». Y
siempre siento ganas de contestar: «Sí, y sería mejor para gentes como usted
que todavía fuera un lujo, si eso lo indujera a mirar el vidrio en vez de
conformarse con mirar a través de él. ¿Considera alguna vez qué cosa tan mágica
es esa película invisible que se interpone entre usted y los pájaros y el
viento? ¿Piensa alguna vez en él como si fuera agua que cuelga del aire o un
diamante demasiado puro para que ni siquiera se le pueda dar su valor? ¿Siente
alguna vez la ventana como una apertura súbita del muro? Si así no fuera, ¿de
qué le sirve el vidrio?». Esto tal vez sea un poco exagerado y un poco el producto
del acaloramiento del momento, pero es realmente cierto que en esas cosas el
invento sobrepasa a la imaginación. La humanidad no ha sacado provecho de sus
propios inventos; y a medida que inventa más y más cosas, sólo consigue ir
alejándose más y más de su posibilidad de felicidad.
Señalé
en un pasaje anterior de esta meditación que la máquina no era necesariamente
un mal, y que había algunos que la valoraban en su verdadero espíritu, pero que
la mayoría de los que tenían algo que ver con ella no encontraban jamás
oportunidad de valorarla en absoluto. Un poeta puede gozar con un reloj como un
niño goza con una cajita de música. Pero el empleado real que mira el reloj real,
para ver si tendrá tiempo de alcanzar el tren que ha de conducirlo a la ciudad,
no goza más con la máquina de lo que está gozando con la cajita de música.
Puede haber algo que decir a favor de los juguetes mecánicos, pero la sociedad moderna
es un mecanismo, no un juguete. El niño es ciertamente una buena prueba en
estos asuntos; y es ejemplo tanto del hecho de que existe un interés por la
máquina como del hecho de que la máquina misma generalmente nos impide interesarnos.
Casi es proverbial que todos los niños pequeños quieran ser maquinistas. Pero
la maquinaria no ha multiplicado el número de maquinistas hasta el punto de permitir
que todos los chicos conduzcan locomotoras. No ha entregado una locomotora
verdadera a cada niño, como su familia puede haberle regalado una locomotora de
juguete. Las consecuencias del ferrocarril sobre una población no pueden ser
las de producir una población de maquinistas. Sólo puede producir una población
de pasajeros, y de pasajeros un poco demasiado parecidos a bultos. Dicho con otras
palabras, su único efecto sobre el maquinista visionario o en potencia es que
lo mete dentro del tren, desde donde no puede divisar la máquina, en vez de
ponerlo fuera del tren, desde donde sí podría verla. Y aunque crezca y llegue a
los mayores y más gloriosos éxitos en
vida, y estafe a la viuda y al huérfano hasta poder viajar en un coche de
primera clase reservado para él, con un pase permanente para el Congreso
Internacional de Paz Mundial Cosmopolita para Intrigantes Políticos, quizás
nunca vuelva a gozar con un tren; tal vez nunca vuelva a ver un tren como lo
vio cuando era un pilluelo andrajoso y saludaba furiosamente desde una loma cubierta
de césped el paso del expreso de Escocia.
Podemos
trasladar la parábola de los maquinistas a los ingenieros. Puede suceder que el
conductor del expreso de Escocia se lance adelante en un frenesí de velocidad,
porque su corazón está en las
Highlands, no aquí; que deje atrás con un gesto el campo local y salude alegremente
los lejanos parajes montañosos que surgen ante él. Y, sea o no verdad que el
corazón del maquinista está en las Highlands, a veces es verdad que el corazón del muchachito está
en la locomotora. Pero no es verdad en modo alguno que la totalidad de los
pasajeros que viajan detrás de todas las locomotoras gocen con la velocidad en
un sentido positivo, aunque la aprueben en un sentido negativo. Quiero decir
que desean viajar con rapidez, no porque un viaje rápido sea agradable, sino
porque no es agradable. Quieren que acabe pronto, no porque sea arrebatador viajar
tras la locomotora, sino porque resulta aburrido estar en el vagón de
ferrocarril. De igual modo, si pensamos en el goce de los ingenieros debemos
recordar que hay un solo ingeniero contento entre mil aburridas víctimas de la ingeniería.
La discusión que surgió entre el señor Penty y los otros amenazó en un momento
con acabar en una contienda entre ingenieros y arquitectos, pues cuando el ingeniero
nos pide que olvidemos toda la monotonía y el materialismo de una época
mecanizada, porque su ciencia tiene algo del soplo de un arte, el arquitecto
bien puede tener preparada la respuesta. Porque esto es como decir que los arquitectos
nunca se han ocupado de nada más que de construir prisiones y manicomios. Es como
si nos contaran orgullosamente con qué entusiasmo poético y apasionado habían
erigido ellos torres bastante altas para colgar a Amán o excavados calabozos
bastante impenetrables para dejar que en ellos muriera de hambre Hugolino.
Ya
he explicado que no me propongo nada en lo que algunos llaman el camino
práctico, que debería más bien llamarse el camino inmediato, que vaya más allá
de una mejor distribución de la propiedad sobre las máquinas que resulten
realmente necesarias. Pero cuando llegamos a la cuestión más amplia de la
maquinaria dentro de un tipo de sociedad diferente en lo fundamental, regida
por nuestra filosofía y nuestra religión, hay mucho más que decir. La forma
mejor y más breve de decirlo es que en vez de ser la máquina un gigante frente
al cual el hombre es un pigmeo, debemos al menos invertir las proporciones, de
modo que el hombre sea el gigante y la máquina su juguete. Aceptada
esta idea, no tenemos ninguna razón para negar que pueda ser un juguete
legítimo y alentador. En ese sentido no importaría que cada niño fuera un
maquinista o (todavía mejor) cada maquinista un niño. Pero aquellos que nos
tildaban de poco prácticos admitirán al menos que esto tampoco es práctico.
De
este modo he tratado de colocarme imparcialmente en la posición de los
entusiastas, como deberíamos hacer siempre al juzgar los entusiasmos. Y creo
que se aceptará que incluso después del experimento subsiste como hecho de sentido
común una diferencia real entre el entusiasmo de los ingenieros y entusiasmos
más antiguos. Aunque admitamos que el hombre que concibe una locomotora es tan
original como el hombre que concibe una estatua, existe una diferencia
inmediata e inmensa en los efectos de lo que conciben. La estatua original es
una alegría para el escultor, pero también es en cierto grado (cuando no es
demasiado original) una alegría para la gente que ve la estatua. O se supone
que es una alegría que otra gente la vea, o no habría razón para exhibirla.
Pero aunque la locomotora puede ser una gran alegría para el ingeniero y una
cosa muy útil para los demás, no es en el mismo sentido y no es su propósito
serlo) una gran alegría para los demás. Y esto no ocurre por una deficiencia de
educación, como algunos de los artistas podrían alegar en el caso del arte. Va
implícito en la naturaleza misma de la maquinaria, la cual, una vez establecida,
consiste en repeticiones y no en variantes y sorpresas. Un hombre puede ver en
los miembros de una estatua algo que nunca había visto antes; pero no sólo se asombraría,
sino que se alarmaría si las ruedas de la locomotora empezaran a comportarse
como nunca se habían comportado antes. Por lo tanto podemos tomar como característica
esencial y no accidental de la maquinaria la de ser inspiración para el
inventor, pero mera monotonía para el consumidor.
Siendo
así, me parece que dentro de un Estado ideal la ingeniería sería la excepción,
exactamente como deleitarse en las máquinas es lo excepcional. Tal y como están
las cosas, la ingeniería y las máquinas son la regla. La falta de vida que la máquina impone a las masas es una realidad infinitamente
mayor y más evidente que el interés individual del hombre que fabrica máquinas.
Llegados a este punto del argumento, bien podemos compararlo con lo que se
puede llamar el aspecto práctico del problema de la maquinaria. Ahora bien, me
parece obvio que la maquinaria, tal como existe hoy, se ha apartado casi tanto
de su esfera práctica como de su esfera imaginaria. Toda la sociedad industrial
se basa en la idea de que lo más rápido y lo más barato es llevar carbón a
Newcastle, aunque sea con el único objeto de transportarlo luego desde
Newcastle. Se basa en la idea de que el tránsito y transporte rápido y regular,
el constante intercambio de mercancías y la comunicación incesante entre
lugares remotos es, entre todas las cosas, la más económica y directa. Pero no
es verdad que lo más rápido y barato para un hombre que acaba de arrancar una
manzana de un manzano sea enviarla con una partida de manzanas en un tren que
corre como un rayo hasta un mercado del otro extremo de Inglaterra. Lo más
rápido y barato para el hombre que acaba de arrancar un fruto de un árbol es
metérselo en la boca. El economista supremo es aquel que no gasta dinero en
viajes por ferrocarril. El tipo acabado
del hombre eficiente es aquel demasiado eficiente para buscar la organización.
Y aunque es, desde luego, un caso extremo e ideal de simplificación, la causa a
favor de la simplificación sigue siendo tan firme como un manzano. En la medida
en que los hombres pueden producir sus propias mercancías inmediatamente,
ahorran a la comunidad un gran desembolso que a menudo no está en proporción
con la ganancia. En la medida en que
podamos establecer una proporción considerable de gente simple que cubra sus propias
necesidades, aliviaremos la presión de lo que a menudo es un proceso tan
antieconómico como fatigoso. Y si se toma esto como esquema general de
la reforma, ciertamente parece verdad que una vida más simple en grandes
sectores de la comunidad reduciría la maquinaria a una cosa más o menos
excepcional, y estaría bien para el hombre excepcional que realmente pone en
ella su alma.
Este
intento tiene sus dificultades; pero por el momento puedo tomar como ejemplo el
paralelo de la clase especial de ingeniería moderna que tanto les agrada
censurar a los modernos. A menudo olvidan que la mayor parte de sus alabanzas
de los instrumentos científicos se aplican muy vivamente también a armas
científicas. Si hemos de sentir tanta piedad por el desdichado genio que acaba
de inventar un nuevo galvanómetro, ¿qué hay del desgraciado que acaba de
inventar una nueva arma de fuego? Si hay verdadera inspiración imaginativa en
la creación de una locomotora, ¿no hay interés imaginativo en la fabricación de
un submarino? No obstante, muchos modernos admiradores de la ciencia ansiarían
la total abolición de estas máquinas aun en el acto mismo de decirnos que no
podemos abolirlas en absoluto. Como yo creo en el derecho a la defensa nacional,
no las aboliría por completo. Pero pienso que pueden darnos idea de cómo las
cosas excepcionales pueden ser tratadas excepcionalmente. Por el momento dejaré
que los progresistas se rían de mi absurdo concepto sobre la limitación de las
máquinas, y me iré a una reunión para exigir la limitación de los armamentos.
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