Trazo V
“Algún día en cualquier parte, en
cualquier lugar indefectiblemente te encontrarás a ti mismo, y ésa, sólo ésa,
puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas.” Pablo Neruda
Mientras
tanto, en algún lugar perdido de las profundidades madrileñas, entre callejones
secretos y vías desconocidas, un hombre de mediana edad tocaba insistente en el
portal número trece. Este hombre, se aferraba a sus gafas, y las sujetaba con
fuerza sobrehumana intentando rezar ante la proximidad de la noche. Una voz
chillona replicó al otro lado del audífono:
–
¿Quién anda ahí? ¿Emi? ¿Eres Emérito?
– Abre
la puerta Lucrecia, es urgente –respondió el profesor Jiménez desesperado.
El
chasquido de la puerta tartamudeó varias veces como si tuviese tembleque
parlanchín, o como si de su esquelético armazón férreo surgiera un temblor
profano, oculto en la sustancia de las cosas desde tiempos inmemoriales.
Salió
a recibirle, con su traslucido camisón que apenas llegaba a media rodilla, una
rubia trenzada que sonreía con labios carmesí y sujetaba en su mano derecha una
copa. Al verla exclamó el profesor Emi, que era como le llamaba en la
intimidad:
– ¡No
estoy para esas cosas, Lucrecia!
La
mujer, frunciendo el ceño, replicó:
–
Pensé que te gustaban mis recibimientos. Siempre estoy agradándote y tú jamás
me dejas entrar como compañera en tu programa.
– No
es eso. Tú eres la única persona que puede ayudarme.
Pasaron
al despacho florido donde atendía a sus clientes, practicaba sanaciones y
llevaba a cabo las meditaciones de plenilunio. Lucrecia Bori, aunque su
verdadero nombre era Lucrecia Teresa Borgia de las Palmeras, que adoptó tan
augusto nombre en honor a cierta antepasada suya por rama materna que triunfó
en la Opera de Nueva York, así como al tono esotérico que sugería para amantes
y discípulos.
Emérito,
o Emi, como ella insistía en un alarde de afectuosa confidencialidad que le
resultaba imposible detener a un profesor algo dotado de cierta mansedumbre
bíblica, narró lo sucedido en los últimos meses con especial ralentización en
el presente. La pérdida de audiencia, los números rojos, las torpezas
radiofónicas que manifestaban la decadencia tecnológica del programa, la
ausencia de invitados, eran claras muestras de una mano negra que maldecía el
programa una y mil veces al día. El realizador sugería la posibilidad de pasar
a la reserva un tiempo para documentarse sobre nuevos acontecimientos.
El
colmo de los colmos fue la noticia de la desaparición de la pulsera de Morenita
al día siguiente de un programa especial dedicado a los fenómenos paranormales
que la rodeaban. La casualidad, el destino, o el universo según Lucrecia, le
hicieron coincidir con cierto personaje enigmático que resultaba tan conocido
como si fuese un viejo amigo.
Le
siguió por oscuros callejones, conoció lugares recónditos que pasan
inadvertidos para el resto de los mortales, pero la mayor tragedia fue presenciar
los sucesos en el restaurante chino. Con sus propios ojos pudo comprobar la
destreza del individuo, la portentosa habilidad para transformar las cosas y
después…; después, el mayor de los horrores.
–
Después, ¿qué? –preguntó la muchacha mientras abría un cajón del despacho y
sacaba un cigarro.
–
¿Fumas?, –preguntó Emi– ¿desde cuándo? Recuerdo que en una charla comentabas la
necesidad de tener liberado el espíritu de las dependencias psíquicas del
tabaco.
– Lo
sé –musitó ella– pero el humo también nos acerca con mayor intensidad al Ente
Supremo. Ahora, deja esas chorradas y sigue.
Continuó
nuestro locutor con la parte de la historia que mayor horror ocasionaba y que
devoraba sus entrañas ante una insoportable impotencia extrasensorial. Ni el
mayor de los entes diabólicos que se narran en las viejas tradiciones
esotéricas, ni el criminal más sangriento dispusieron jamás de una situación
similar a la suya.
–
Abrevia –atajó Lucrecia– que se nos hace de día.
– Al
finalizar la pelea en el restaurante chino, quise detener al individuo. Al
tocarle sentí una tremenda descarga de energía que recorría mi cuerpo. De tal
intensidad fue el aporte de energía maléfica que recibí, que de un golpe salí
disparado hacia una freidora eléctrica.
–
Supongo que estaría apagada –sugirió Lucrecia.
–
Encendida, estaba encendida y, tras el primer impacto, era como si hubiese
caído en un charco de agua fría. El calor no había ocasionado ninguna mella en
mi piel. Uno de los camareros, que cerca andaba, fue salpicado con unas gotas
de aceite hirviendo y todavía permanece en urgencias.
–
¿Esnifas algo –preguntó Lucrecia– de
forma habitual?
La
cosa no terminaba ahí. El profesor Jiménez continuó relatando los espantosos
sucesos que, uno tras otro, habían ido manifestándose hasta tal punto que tenía
miedo acaeciesen más fenómenos anormales.
Del
restaurante le llevaron al hospital en prevención de posibles daños por los
golpes recibidos. El sistema eléctrico hospitalario se vino abajo en el momento
que intentaron hacerle una radiografía y, siendo curado por una hermosa
enfermera, algo despertó en su interior, un sentimiento tan primitivo como
lascivo y animal, que devoró a la muchacha en una pasión tan desorbitada como
atroz.
Escapó
del hospital antes que la situación adquiriese tintes desproporcionados. Al
huir tropezó con un indigente en la puerta de Urgencias. El hombre había robado
cinco minutos antes una cartera a uno de los celadores. La mente de Emi revivió
un suceso que no había sido presenciado más que por aquel tipejo.
Lucrecia
iba a decir unas cuantas cosas sobre tipos pirados, sinvergüenzas y golfas
cuando la detuvo con un gesto su paciente improvisado. Según su adorado
locutor, cientos de pensamientos pecaminosos cruzaban su mente cual cruzaba con
los paseantes. Bastaba echar un vistazo a mujer, madura o joven, hombre,
adolescente o senil, e infinitos arrebatos traspasaban su alma cada vez más
atormentada y azotada. Contempló seres extraordinarios que por humanos pasan en
los noticiarios, que rodeaban, engatusaban y maldecían en los corazones humanos
sembrando las siete derrotas de la humanidad que son los siete pecados
capitales.
Los
labios de la doctora Lucrecia se encontraban a punto de estallar en una
combinación entre jocosa hilaridad y burla cuando Emérito pidió continuase
escuchando su fuga.
Al
llegar a casa, rendido, exhausto, cayó en tal letargo que los demonios viajaban
en sus adentros levantando todavía inicuos miembros adorando a dioses falsos y
desconocidos. Su mente recorrió algunos titulares de la prensa del día, en los
que aparecen el allanamiento de la vivienda de Lucecita, el escándalo de un
restaurante chino, el piloto del Air Bus de Milán que afirma ver sombras
volando.
Entre
esas sombras, lo más terrible de lo terrible, fue la aparición de la mano de
Morenita que reclamaba su pulsera. En sueños gritaba que pasaría por Valencia
rumbo a Sicilia. El autor del robo ha sido el nieto del difunto Don Vito
Papione que también ha oído hablar de sus poderes paranormales.
A
punto estaba de mandar a paseo a su interesado amigo, cuando los ojos de su
contrario enrojecieron de rabia por su reacción. La voz ya no era su voz, era
algo grave, bajo, profundo, que temblaba en cada célula de la piel comenzando a
relatar el último desliz de Lucrecia con cierta administrativa de Alcobendas.
Jamás había revelado aquellos discretos deslices a ser humano que no estuviese
implicado en el asunto. Terminada de contar esta historia, el profesor Jiménez
del Osezno, continuó con otras similares de la anfitriona, algo menguada ante
tantos datos, exactos y concisos, sobre posturas, látigos, y otros juguetitos.
Al
remitir el éxtasis del enfermo, comenzó un fructífero diálogo en el que
concluyeron que sería necesario rescatar la pulsera de la cantante y atrapar al
ente que había ocasionado tales desmanes, grabándolo con psicofonías, cámaras
kirlian y otros artilugios informatizados, para dejar constancia en una
sociedad estúpida que ha perdido sus valores.
–
Necesito tu ayuda –suplicó Emi– pues me enfrento a algo nuevo, desconocido y
diabólico hasta los tuétanos.
El
temor de su amigo, la implicación de su rival Lucecita, la curiosidad por ese
extraño ser, o un combinado multirracial de todo lo anterior, hicieron que
Lucrecia respondiese:
–
Permaneceré a tu lado para evitar cualquier posible recaída o que esos seres te
devoren.
Acordaron
salir el día siguiente rumbo a Valencia en el
cochecito de su madre que empleaba para trasladarse por la ciudad.
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