Trazo
IV
"El
sexo es la broma más grande que Dios ha hecho a los seres humanos." Bette
Davis
Críspulo,
embobado ante la nueva ciudad que se abría a sus ojos, y Cojuelo, apasionado en
sus enseñanzas, no advirtieron la sombra que seguía sus pasos cual Simeón, el
mago, seguía a Nuestro Señor en la oscuridad del anonimato. Tras su aparición
fugaz y guiado por un sexto sentido, se lanzó tras nuestros amigos por las
calles de Madrid.
Nuestros
camaradas quedaron almorzando y descansando en el restaurante de Paco,
regentado por una familia china tan numerosa como las arenas del desierto y
cuyo grado de parentesco puede que fuese similar al de los descendientes de
Adán, por rama oriental.
Aprovecharon
la ocasión para rellenar los agujeros negros de sus estómagos hambrientos, el
primero, por costumbre confiando que la comida saldría de balde, el segundo,
Cojuelo, ansioso devorador de carne, pues no es apropiado que un diablo ayune
ni quede sin probar placeres carnales.
En
estas lides, nuestro eterno opositor reparó en la belleza exótica de la
camarera, desconociendo que era la novia del dueño que en esos momentos se
encontraba con un cuchillo jamonero utilizado con la habilidad de una navaja de
afeitar.
Mientras
tanto nuestra tarotista Lucecita, vidente con miopías astronómicas, se había
vestido con cuidado sospechando que algo no andaba en su sitio y, acercándose
al despacho, halló los destrozos que Críspulo había ocasionado rompiendo el
cuenco de cristal y desapareciendo el espíritu deseado.
A la
vista del desastre comenzó a tirarse de los pelos, gritar, sollozar, rasgando
sus vestiduras, o lo que quedaba sin rasgar desde la última lujuria desbocada.
Estando haciendo semejantes aspavientos entró un diablillo menor, un ente
incompleto, todavía con su visión infernal de cola, cuernos y patas cabrias,
afirmando que todo el averno besaba sus pies y excrementos.
Advertido
de la fuga de Cojuelo, de la estratagema empleada y de la ingratitud del preso,
daría la voz de alarma para que se le castigase y que, mientras tanto, le
serviría él en su lugar. Agradecida la tarotista, y tras verificar los tamaños
del nuevo ente, permitió que se refugiase en un collar que llevaba sobre su
pecho y que había pertenecido a cierta dama de la alta sociedad, marquesa de
los mil y un amoríos, estrangulando con él a sus pretendientes.
En el
infierno cundió la alarma, se reunieron los más altos dignatarios de la capital
y haciendo notorio lo peligroso de la nueva situación, el descrédito que
supondría para la clase infernal, era necesario despachar orden de búsqueda y
captura al endiablado fugado para que le prendiesen en cualquier parte que lo
hallasen.
Encargaron
la tarea a quienes mejor conocían a tan singular diablo, Cienllamas, Chispa y
Redina, que recibieron con albricias la noticia pues aburridos se encontraban
asando unos cuantos policías corruptos en las calderas de Pedro Botero. El olor
de las calderas era tan pestilente que no podían aguantar tanto tiempo con el
olfato desquiciado pues no sabían si olían a azufre o a restos del retrete de
Satanás. De inmediato se pusieron con las manos en la obra y salieron de las
profundidades buscando de nuevo al fugado.
En el
restaurante de Paco, moda asiática que mantiene los nombres de los locales
adquiridos, el profesor Jiménez del Osezno ocupó una mesa discreta desde donde
contemplaba los movimientos de nuestros camaradas de infortunios. Releía el
periódico con avidez buscando alguna pista que la interpol no pudiera hallar.
Era necesario encontrar algo que le devolviese la credibilidad, si no para los
demás por lo menos a sí mismo, que la moral estaba baja y ya no levantaba ni
una pluma. Tal vez la ascendencia siciliana del mafioso, quizás la pulsera
exigiera la mano de su dueña recuperar, pudiera ser que la secta satánica
pidiese algún diablo regresar. Lo hacía de forma voraz, levantando y bajando la
vista cual lobo que bebe del río sin perder de vista el objetivo. Aquellos
individuos resultaban sospechosos, eso le advertía su intuición radiofónica.
Llegados
a la sobremesa, Críspulo, que no había dejado de lanzar tejos a la chinita, sin
saber que las orientales cuando afirman niegan, y si dicen no es sí, había ido
in crescendo pasando de tejos a misiles aire tierra para profundizar en
territorio desconocido a la vista de su pretendiente. Al chino, sin soltar su
cuchillo, no le agradaban nuestras tradiciones taurinas y calentaba los motores
con mayor rapidez que los del AVE Madrid Sevilla.
La
tensión cortaba el aire, pues en el momento pagano apareció, por articulaciones
y desarticulaciones de Cojuelo, el óbito de una mosca en los restos de la sopa.
Semejante desvergüenza antihigiénica no podía tolerarse y, a grito en el cielo,
se negaron a pagar ración tan infecta de saber qué manjares. La chinita, cortés,
cedió el pleito a sus compañeros y, saliendo de debajo de los manteles, una
veintena de asiáticos inundó el salón comedor.
Cris,
a pesar del pleito, no dejaba de solicitar el reclamo de la señorita hasta tal
punto que, tropezando con los vaivenes de la conversación y del amable trato de
los camareros, su mano se deslizó fortuita por algún lugar poco apropiado de la
dama a la vista del vigilante jurado. La situación estalló y el chino navajero
hizo acto de presencia, agitando al aire la bandera de la venganza, cuando el
sonido de unas sirenas advertía la llegada de la policía; siempre hay almas
generosas dispuestas a llamar, al menor estornudo, a los agentes del orden.
Gritos, empujones y exabruptos internacionales, inundaron las paredes del
restaurante de sonoros bofetones.
La
tragedia se presentía en aquel cuchillo cuando la nariz de Cojuelo, y un
chasquido de sus dedos, transformaron al chinito en un lechón gordito y
sonrosado, ante el estupor de sus compatriotas. Algunos, al principio
sorprendidos, entornaron los ojos ante las posibilidades gastronómicas que
ofrecía un jefe rácano y, desviando la atención que tenían puesta sobre
nuestros protagonistas, olvidaron posible parentesco y comenzó una persecución
por el local desmantelando manteles y derramando generosos vinos.
Cris
atizaba a los restantes y Cojuelo, que si bien cojo no manco, lanzaba golpes a
diestro y siniestro. El profesor Jiménez, a la vista de lo visto, se acercó
hasta Cojuelo, esquivando algún directo, recibiendo algún indirecto, para sujetarle
del hombro. Hecho fatal pues el chispazo fue tan brutal, que salió despedido
del lugar aterrizando sobre una freidora vulgar. Cojuelo, al contemplar quien
había recibido la descarga, sonrió malévolo sin lanzarle maldición alguna.
–
Corre Cojuelo, corre y salgamos en un vuelo – le dijo el joven aprendiz.
Ante
tanta asistencia de público, nuestro revoltoso diablillo tomó la mano a
Críspulo para salir volando y esquivar, por la derecha, a un Air Bus con
destino a la terminal cuatro y, por la siniestra, a un caza militar, cuyo
piloto fue arrestado bajo control psiquiátrico por las cosas que contaba.
Nuestro eterno opositor volviéndose hacia su camarada, le dijo:
– Buenas y espectaculares salidas tienes. Ya
quisieran tu ayuda algunos gobernantes que andan más perdidos que un pez en los
Alpes.
– Los
diablos sabemos entrar y salir de los sitios con tal clase que algunos
eurodiputados no cesan de pedir nuestro socorro –respondió Cojuelo.
Y
estaban en estos quites de la conversación cuando llegaron a Villa Tuerta del
Rey, un pequeño pueblo cercano a Aranjuez, donde pensaron que era mejor parar a
descansar pues, si Cojuelo era inagotable, y ansioso estaba de ejercer sus
habilidades, Críspulo hallábase algo mareado entre tanto quiebro y requiebro.
Después
de besar el suelo, agradeció nuestro protagonista sentir bajo las suelas de sus
zapatos algo solido que no cediese pues tenía temor por una metamorfosis ya
fuese en águila real o mosca cojonera.
A
continuación analizaron la conveniencia de cambiar de aires, tal vez la
princesa encantada hablase más de la cuenta y el domicilio de Cris no fuese el
más recomendado para pernoctar, o quizás a la policía le diera por investigar
después de lo ocurrido en el bar. Consideraron, pese al criterio de Cojuelo que
prefería su amada Sevilla, eterna flor del Guadalquivir, dichosa feria de
abril, alterar el rumbo para visitar unas tías en Valencia por las que Cris
tenía en gran aprecio.
– Aquí
podrás pasar la noche y descansar –concluyó Cojuelo señalando un motel próximo
a la autovía–, los diablos no necesitamos dormir; si el bien nunca duerme, el
mal jamás descansa. Me acercaré a la morería para caldear algo los ánimos,
mientras recapacitas tu cabezonería para ir a Levante y no Andalucía. Con un
poco de suerte tal vez enfurezca al jeque Alifanfarrón para que apoye la subida
del petróleo, o pudiera entrar en algún harén particular. Duerme tranquilo que,
al amanecer, estaré contigo.
Terminadas
sus palabras, y antes que Crís pudiera manifestar su preocupación por si al día
siguiente regresaría con el dinero necesario para pagar la cena y la noche, el
diablo se lanzó volando entre un campo de girasoles que resecó a su paso.
Como
no quedaba más remedio que aceptar el giro insospechado que estaba adoptando su
vida, pensó que lo mejor era confiar en el retorno endemoniado rezando a todos
los santos que no le fallase el diablo. Sin más dilación y lanzando un último
vistazo al cielo, donde, por cierto, caía un gorrión chamuscado, entró en el
motel para pedir habitación.
En su
interior había muchos clientes, pues por aquellas fechas se realizaba en el
lugar la primera convención de comerciales multiusos pagadas por varias
empresas del sector. Le invitaron a cenar unos viajantes procedentes de
Alicante que antes vendían juguetes para una determinada empresa, pero, ésta,
obligada por la competencia asiática, había migrado al sector del sex shop
comercializando una amplia gama de objetos para mayores de dieciocho años.
Don
Cándido Paletillo, dueño del motel, desbordaba tanta alegría como el salón
comedor rebosaba comensales. Las perspectivas de repetir el evento en años
sucesivos suponía un alivio para su mermada economía, insatisfecha esta por
bodorrios locales, comuniones y algún que otro bautizo, que apenas dejaban el
pan nuestro de cada día.
Había
movilizado camareros, cocineros, personal de limpieza, hijos y esposa. A ella
no le hacía mucha gracia, a sus cuarenta y pocos años bien llevados, prefería
el motel tranquilo donde de vez en cuando acuden viajantes o turistas, que se
les ha hecho demasiado tarde para llegar a Madrid. Su marido le había exigido,
o más bien chantajeado con ese cochecito que le hacía falta, para que estuviese
a pie de cañón, defendiendo la fortaleza y, como buena anfitriona, acompañar a
los congresistas atendiéndoles en cuantas peticiones pudieran surgir.
Estaba
en estos menesteres saliendo y entrando de cocina, ejerciendo de maître
improvisada, sonriendo a bromas descaradas, coordinando a los camareros,
revisando recepción, cuando aterrizó en la mesa donde nuestro convidado
confraternizaba con los comerciales. Cris entrecerró los ojos, afiló las
garras, y los colmillos se disponían a desgarrar la presa cuando alguien
levantó la liebre.
Mientras
tomaba nota de los cafés, otra mano, desdibujada, disimulada, difuminada,
deslizó la zarpa por debajo de mesa y falda. Apreciando el movimiento, un buen
jugador sabe cuándo retirarse a tiempo reiniciando la tertulia con sus nuevos
amigos. A Iluminada no le provocó tanta gracia la broma y, con ese saber hacer
que tienen algunas personas, se apartó con discreción negándose a servir la
mesa.
La
dama de su señor avisaba que estaba harta de tanta gente y que se quería ir con
su madre que había quedado sola en casa pues algunas personas no se comportaban
como está mandado comportarse. Cris adivinó en los labios de Cándido como este
la convencía de la importancia del negocio y que había que hacer lo necesario
para que estos eventos se repitiesen incluso, si fuese necesario, inventar
algunos nuevos para atraer clientes. Era una mujer madura que sabía mantener
las distancias, solo debía ofrecer lo mejor del local para que los clientes
estuviesen a gusto y después despacharlos, una vez bebidos, a sus habitaciones.
Si no hacía esto peligraba no solo el utilitario sino tal vez el abrigo de
Navidad.
Resignada,
quizás con algún juramento bajo la piel y alguna herida sin cicatrizar, retornó
a la jungla de manteles confraternizando con los asambleístas, ofreciendo los
cafés y sonriendo las bromas de algunos clientes y, también de paso, clientas.
La noche continuó su tránsito hasta bien traspasada la hora de las hechiceras
en que los camareros, con amenazas de sublevación, empezaron a exigir el
recorte de comensales del salón comedor.
Cris
lamentó no haber podido despedirse de la regenta del local que se había perdido
en los entresijos de la cocina, camareros, recepción o vete a saber dónde
estaba. Al dirigirse al ascensor pasó junto a Don Cándido, el cual se quejaba
de la desaparición de su esposa.
– Mi
mujer –se lamentaba al camarero–, enfadada, se ha debido ir a dormir sin decir
nada. Luego exigirá que compre el
cochecito.
Haciendo
caso omiso de penas que no son propias, subió al ascensor acompañado de tres
congresistas, de ojos enrojecidos, corbata desajustada y frases soeces sobre
las perspectivas nocturnas, que portaban en procesión una botella de cava de la
cocina evaporada. El desembarco en el tercero fue masivo pues todos se
dirigieron por el mismo pasillo donde, frente a la habitación de Críspulo,
llamaban otros tres individuos de similar aspecto.
–
Fiesta nocturna –pensó al entrar en su estancia– esperemos que no provoquen
demasiado escándalo.
Extrañando
la ausencia de su compañero y meditando sobre cuántos acontecimientos habían
ocurrido durante los últimos días, se quedó en los brazos de Morfeo dialogando
con la almohada.
Ya
creía que todo pasaba, pero nada pasa sin dejar huella, cuando de repente el
alboroto sacudió el pasillo despertando a cuantos dormían en sus habitaciones.
Oída la jarana, salió para ver lo que sucedía, mas no fue el único, y un
jubilado de la Guardia Civil, elevando el grito a montera lanzó increpaciones,
las cuales fueron desoídas por la cantidad de gente que en el sarao entraba y
salía.
El
jubilado sin consentir semejante escarnio y burlas, llamó de inmediato al
gerente para que interviniera poniendo orden en las habitaciones. La curiosidad
ante tanta algarabía pudo más que el sueño obligándole a permanecer en la
puerta esperando el transcurrir de los acontecimientos.
No
habían pasado cinco minutos cuando el propio Cándido, acompañado del camarero,
acudió a la puerta de la habitación. Quedando pequeño el camarote de los
Hermanos Marx, el tropel de gente que salía de la alcoba fue tan numeroso como
un regimiento de caballería. Hombres, cosa curiosa para Cris, la mayoría de
ellos a medio vestir, en ropa interior o casi como Dios los trajo al mundo,
salían disparados quejándose unos, escaqueándose los otros, ante las exigencias
de Don Cándido.
Entre
tanta pierna peluda emergieron dos bellos muslos bajo la camisa de quién sabe
qué dueño, que entre el tumulto se dirigieron discretos a la puerta de Cris.
Descubriendo sobre ellos el rostro despeinado de doña Iluminada, gentil cual
caballero medieval, cedió el paso franco al refugio seguro de su morada. Con
discreción, la dama puso el dedo índice en sus labios que fue de inmediato
entendido por nuestro sorprendido huésped.
Cuando
el temporal remitió, disolviendo la manifestación sin necesidad que acudiesen
las fuerzas antidisturbios, Cris recuperó la ropa de la señora y esta se esfumó
por el laberinto de pasillos. Hermosa silueta entre cortinajes bermejos, con
floraciones ocres y sueños libertinos.
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