La corona de Uganda - Capítulo I - Página 1


- I -
Una noche lluviosa

            Aquella noche llovía con intensidad. Las gotas dibujaban formas caprichosas en los charcos, pequeños riachuelos que corrían alegres por la calle. El agua inundaba la calzada convirtiéndola en un improvisado río de barro. Las obras empeoraban el tránsito y aquello era semejante a una carrera de obstáculos. Ahora salto una tubería, ahora cruzo una zanja, viene un coche, corro diez pasos. Nadie sospecharía de quien se refugia en un portal a la espera de cualquiera de las fulanas que hacían la calle. Después de resbalar en un par de ocasiones y esquivar una colina de arena abandonada, logré alcanzar un lugar seguro desde el que podía vigilar el club Luna Azul.
            Frente a mi posición había una ventana abierta en el tercero. De su interior el sonido de un saxofón luchaba con el rumor del agua al caer. Notas fuertes, notas graves que desafiaban a los elementos. Sonidos que desgarraban la noche en mil pedazos. Como el grito desesperado de un hombre en peligro, como el lamento ante lo inevitable, las notas se elevaban retando a los antiguos dioses. Era como si del averno hubiese salido un ente diabólico para disfrutar de la escena. La fiera acecha a su víctima.
            Ese era el criterio más correcto: la fiera se esconde en la sombra acechando a su presa. Estaba oculta en la oscuridad cambiando la piel de cordero por la de un lobo asesino, un león sediento de sangre y odio. Paciente, inflexible, sabía que, antes o después, el tipo que buscaba saldría por aquella puerta, confiado, victorioso, invencible. Eso era lo que me había traído hasta aquel lugar. Esperaba el momento adecuado para romper mi silencio con la fuerza de un trueno, para metamorfosearme en una fiera asesina que ejecuta una justicia que está por encima de la de los hombres. Es lo ideal para el crimen perfecto. Nadie sospechaba que un mequetrefe pueda atentar contra una de las personas más influyentes de la ciudad.
            La verdad es que no tenía nada contra aquel tipo, es más, incluso en cierta ocasión llegó a ayudarme. Puede decirse que llegaba a caerme simpático. Uno de esos tipos que conquistan el corazón de las mujeres con alzar las cejas y descubrir una espléndida sonrisa. Tenía un don de palabra que asombraría al mismo Demóstenes en cualquiera de sus discursos. Podría haberse dedicado a la política pero nada más ajeno a sus intereses. Un hombre de provecho es cualquier cosa menos político. Pero no olvides amigo lector que yo estaba allí para acabar con su vida de una vez y para siempre.
            Ignoro cuál fue la chispa que encendió mi odio. Pienso que en realidad jamás llegué a odiarle, fue algo circunstancial lo que me obligaba a tomar semejante decisión. Tenía una pistola escondida en el bolsillo de la gabardina que me pedía a gritos salir corriendo y disparar contra todo lo que se moviera. Me costaba gran esfuerzo mantenerla callada en su interior. Lo mejor era aguardar como un juramentado el momento en que se abriese la puerta y el sentenciado se presentase en el patíbulo. Así era como me sentía en aquel momento, el verdugo, el funcionario que va a ejecutar aquello que nadie se atreve a realizar. Limpiar, dar brillo y esplendor en una sociedad que se encuentra corrompida hasta lo más profundo de sus huesos.
            Cuando un hombre piensa matar a sangre fría debe estar seguro de su decisión porque se va a encontrar con varios obstáculos que deberá superar. El más básico es que la víctima no se dejará asesinar. Puede salir corriendo o intentar defenderse con el riesgo de que el cazador se convierta en la presa. Por tanto los movimientos deben ser seguros y letales. De nada sirven esas chorradas cinematográficas en las que un individuo advierte a otro de su pronta ejecución. Se trata de actuar y nada más, de ser acto y no potencia, de ser realidad y no ficción. Si dudas estás perdido. Si ejecutas debes rematar la faena con tranquilidad. Vacía el cargador en la cabeza de la víctima. De esta manera estarás seguro que ha muerto y no existe posibilidad de identificación. ¡Maldita la gracia de ir a matar a un hombre y fallar!
             Intuyo amigo lector que a estas alturas no dudas del motivo que me llevó a uno de los barrios más sórdidos de la ciudad. Mi idea estaba clara y el plan, aunque no era gran cosa, daba pie a que no fallase. En realidad no tenía secretos: disparar, cuantos más tiros mejor, en la cabeza de aquel individuo. Quizás alguno de sus acompañantes, matones antes que guardaespaldas, recibiese alguno de regalo por aquello de que no tuviese envidia del plomo repartido. Los mayores logros de la humanidad se han dado por los instrumentos y procedimientos más sencillos. La simplicidad de la rueda cambió el curso de la historia en unas tribus que vivían en la mayor de las ignorancias. Pues bien, la sencillez de mi plan, la simplicidad de lo grandioso, radicaba en apretar el gatillo y salir de allí buscando las de San Diego
           




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– Contra hidalguía en verso -dijo el Diablillo- no hay olvido ni cancillería que baste, ni hay más que desear en el mundo que ser hidalgo en consonantes. (Luis Vélez de Guevara – 1641)

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