Los límites de la
cordura.
Gilbert Keith Chesterton.
I
ALGUNAS IDEAS GENERALES
1. El principio de la
disputa
Se
me ha pedido que vuelva a publicar estas notas, aparecidas en un semanario,
como esquema general de ciertos aspectos de la institución de la propiedad
privada, ahora tan completamente olvidada en medio de los alborozos periodísticos
sobre la empresa privada. El hecho mismo de que los editores hablen tanto
acerca de la última y tan poco acerca de la primera señala el tono moral de la
época. Es evidente que el carterista es un defensor de la empresa privada. Pero
quizá sería exagerado decir que el carterista es un defensor de la propiedad
privada. Lo característico del capitalismo y del mercantilismo, según su
desarrollo reciente, es que en realidad predicaron la extensión de los negocios
más que la preservación de las posesiones. En el mejor de los casos han tratado
de adornar al carterista con algunas de las virtudes del pirata. Lo
característico del comunismo es que reforma al carterista prohibiendo los bolsillos.
En
general, me parece que los bolsillos y los bienes no sólo tienen una
justificación más normal, sino también más digna que el individualismo algo
bajo que habla tanto sobre la empresa privada. Con la esperanza de que puedan ayudar
a otros a comprenderlo, he decidido reproducir estos estudios tal cual están,
aunque fueran unos escritos precipitados y a veces simples apuntes. Es,
ciertamente, muy difícil reproducirlos en esta forma, porque fueron notas
editoriales para una controversia en gran parte dirigida por otros; pero la
idea general, por lo menos, está presente. De cualquier modo, la expresión
«empresa privada» no es una forma muy noble de afirmar la verdad que encierra el
décimo mandamiento. Aunque hubo un tiempo en que fue hasta cierto punto una
forma verdadera. Los radicales de Manchester predicaron una competencia más
bien cruda y cruel; pero por lo menos ponían en práctica lo que predicaban. Los
diarios que elogian ahora la empresa privada predican lo más opuesto a todo lo
que todos ellos sueñan con practicar. Toda industria y oficio tiende hoy, prácticamente,
hacia las grandes combinaciones comerciales, a menudo más autoritarias, más
impersonales, más internacionales que muchas de las naciones comunistas; fórmulas
que son, como poco, colectivas, si no colectivistas.
Está
muy bien repetir aturdidamente «¿adónde vamos con todo este bolchevismo?». Es igualmente
apropiado agregar «¿adónde vamos, incluso sin este bolchevismo?». La respuesta
obvia es: al monopolio. Ciertamente, no vamos a la empresa privada. Sería más
exacto llamar juicio privado a la Inquisición española que empresa privada al
monopolio.
El
monopolio no es privado ni emprendedor. Existe para impedir la empresa privada.
Y ese sistema de trust o monopolio, esa destrucción completa de la propiedad, serían
todavía la meta de todo nuestro progreso si no hubiera bolchevismo en el mundo.
Yo
soy uno de los que creen que el remedio contra la centralización es la
descentralización. Se ha dicho que es una paradoja. Aparentemente tiene algo de
mágico y fantástico decir que cuando el capital ha llegado a estar en manos de pocos
lo que corresponde es devolverlo a las manos de muchos. El socialista lo
colocaría en manos de menos gente todavía; y estas personas serían los políticos,
quienes, como sabemos, lo administran siempre en provecho de los muchos. Pero
antes de ofrecer al lector lo que fue escrito durante lo más reñido de la
controversia, creo que será necesario prologarlo con estos pocos párrafos, para
explicar algunos de los términos y ampliar algunos de los supuestos.
Desde
el semanario, yo discutía con gente que conocía la clave de este particular
debate; pero para ser claramente comprendidos por más gente debemos empezar con
unas pocas definiciones o, al menos, calificaciones. Aseguro al lector que doy
a las palabras un sentido bien definido, aunque es posible que él las use
dándoles un sentido diferente; de todos modos, una confusión de este tipo no
llega ni siquiera al rango de diferencia de opinión.
Capitalismo,
por ejemplo, es en realidad una palabra muy desagradable. Sin embargo, lo que
pienso cuando la digo es bien definido y definible; sólo que el nombre es una
palabra muy poco aplicable a él. Pero es evidente que hay que llamarlo de algún
modo. Cuando digo
«capitalismo», por lo
común quiero decir algo que puede formularse así: «Aquella organización
económica dentro de la cual existe una clase de capitalistas, más o menos reconocible
y relativamente poco numerosa, en poder de la cual se concentra el capital
necesario para lograr que una gran mayoría de los ciudadanos sirva a esos
capitalistas por un sueldo». Este especial estado de cosas puede existir, y
existe; y debemos llamarlo de alguna manera y discutirlo de algún modo. Pero no
hay duda de que es una palabra muy mala, porque la usa otra gente para designar
cosas muy distintas. Algunos parecen querer indicar con ella simplemente la
propiedad privada. Otros suponen que por capitalismo debe entenderse cualquier
cosa que implique uso de capital, aunque esa acepción es muy literal, y también
demasiado vaga, e incluso demasiado amplia. Si la utilización de capital es
capitalismo, entonces todo es capitalismo. El bolchevismo es capitalismo y el
comunismo anarquista es capitalismo; y todo sistema revolucionario, por descabellado
que sea, sigue siendo capitalismo. Lenin y Trotsky creen, como Lloyd George y
Thomas, que los manejos económicos de hoy deben dejar algo para los manejos
económicos de mañana. Y eso es lo que significa capital en su sentido
económico. En ese caso la palabra es inútil. El uso que yo hago de ella puede
ser arbitrario, aunque no es inútil. Si capitalismo quiere decir propiedad privada,
soy capitalista. Pero si capitalismo significa esta particular condición del
capital, sólo entregado a la masa bajo forma de salarios, entonces debería
significar algo más que propiedad privada.
La
verdad es que lo que llamamos capitalismo debería llamarse proletarismo, pues
lo que lo caracteriza no es el hecho de que algunas personas posean capital,
sino que la mayoría sólo tengan salarios porque no tienen capital. En mis
tiempos hice un esfuerzo heroico para andar por el mundo diciendo siempre
proletarismo en vez de capitalismo.
Pero
la mía fue una senda espinosa, sembrada de molestias y malentendidos. Cuando
critico al duque de Northumberland por su proletarismo, no se me llega a
comprender. Cuando digo que coincidiría a menudo con el Morning Post si éste no
fuera tan deplorablemente proletario, parece haber algún extraño impedimento
momentáneo para la comunión de espíritu con espíritu. Sin embargo, eso sería
estrictamente cierto; porque de lo que me quejo es de que en la defensa corriente
del capitalismo existente se justifique el hecho de mantener a la mayoría en
una dependencia asalariada; esto es, de que se mantenga a la mayoría de los
hombres sin un capital. No pertenezco al tipo de hombre riguroso que prefiere
expresar correctamente lo que no quiere decir antes que expresar
incorrectamente lo que quiere decir. Me es del todo indiferente el término
comparado con la significación. No me importa si nombro una cosa u otra con
esta simple palabra impresa que empieza con «c», en tanto que se aplique a una
cosa y no a otra. No tengo inconveniente en usar un término tan arbitrariamente
como se usa un signo matemático, con tal de que sea aceptado como signo matemático.
No tengo inconveniente en llamar x a la propiedad y al capitalismo y, con tal
de que nadie piense que es necesario decir x=y. Y no tengo inconveniente en decir
«gato» en vez de capitalismo y «perro» en lugar de distributismo, con tal de
que la gente comprenda que ambas cosas son lo bastante diferentes como para
reñir como el perro y el gato. La propuesta de una mayor distribución del capital
sigue siendo la misma, llamémosla como la llamemos, o en cualquier forma que
llamemos la presente y notoria oposición a ella. Es lo mismo afirmarla diciendo
que hay demasiado capitalismo en un sentido o demasiado poco capitalismo en
otro. Y en realidad resulta bastante pedante decir que el uso del capital debe
ser capitalista. Con igual justicia podríamos decir que todo lo social debe ser
socialista, que el socialismo puede identificarse con una velada social o con
un banquete. Lo cual, siento decirlo, no es verdad.
No
obstante, existe tanta vaguedad verbal alrededor del socialismo, que hace falta
una definición. El socialismo es un sistema que hace a la unidad colectiva de
la sociedad responsable de todos sus procesos económicos, o de todos aquellos
que afectan a la vida y la subsistencia esencial. Si se vende algo importante, lo
ha vendido el Gobierno; si se ha donado algo importante, lo ha donado el
Gobierno; cuando se tolera algo importante, el Gobierno es responsable por haberlo
tolerado. Es el mismísimo reverso de la anarquía: es un entusiasmo extremado
por la autoridad. Es digno, en muchos aspectos, de la jerarquía moral de la
inteligencia; es la aceptación colectiva de una responsabilidad muy acabada. Pero
es tonto que los socialistas se lamenten de que digamos que acarrea una pérdida
de la libertad. Es casi igualmente tonto que los antisocialistas se lamenten de
la brutalidad antinatural y desequilibrada del Gobierno bolchevique al aplastar
toda oposición política. Porque allí es el Gobierno quien provee de todo; y es
absurdo pedir al Gobierno que provea una oposición. No se puede acudir al
sultán y reprocharle: «No ha arreglado las cosas para que su hermano lo
destrone y se apodere del califato». No se puede pedir al rey medieval: «Tened
la bondad de prestarme dos mil lanzas y mil arqueros, pues quiero rebelarme
contra vos». Menos aún puede reprocharse a un Gobierno que pretende construirlo
todo el que no haya construido nada para derribar lo construido. La oposición y
la sublevación dependen de los bienes y de la libertad. Sólo puede ser tolerada
allí donde se ha permitido que echen raíces otros derechos aparte del derecho
central del gobernante. Esos derechos deben estar protegidos por una moralidad
que hasta el gobernante vacilará en desafiar. El crítico del Estado sólo puede
existir cuando un sentido religioso del derecho protege sus pretensiones de un
arco y una lanza propios; o, por lo menos, de tener su propia pluma o su propia
imprenta. Es absurdo suponer que podría tomar prestada la pluma real para
abogar por el regicidio o utilizar las imprentas del Gobierno para revelar la
corrupción de éste. Sin embargo, el socialismo afirma enfáticamente que, a
menos que todas las imprentas sean imprentas del Estado, existe la posibilidad
de que los impresores sean oprimidos. La justicia del Estado lo abarca todo, es
como poner todos los huevos en el mismo cesto: muchos serán huevos podridos. Hará
unos quince años que algunos de nosotros empezamos a predicar, desde los viejos
New Age y New Witness, una política de pequeña propiedad distribuida (política
que desde entonces ha tomado el nombre chabacano, pero exacto, de
distributismo), contra los dos extremos del capitalismo y el comunismo, como
hubiéramos dicho entonces. La primera crítica que recibimos nos llegó de los fabianos
más talentosos, especialmente del señor Bernard Shaw. Y la forma que tomó esa
primera crítica fue la de decirnos simplemente que nuestro ideal era de
realización imposible. Que se trataba sólo de un caso de católica credulidad en
los cuentos de hadas. La ley de arrendamiento y otras leyes económicas hacían
inevitable que los pequeños arroyuelos de la propiedad desembocaran en el
charco de la plutocracia. En verdad, fue la agudeza fabiana y no solamente el
necio tory quien afrontó nuestra visión con aquel venerable arranque: «Si
mañana todo estuviera repartido...».
Con
todo, aun en aquellos días tuvimos una respuesta, y aunque desde entonces hemos
encontrado muchas otras, se aclarará el asunto si repito esta cuestión de
principio. Es verdad que creo en los cuentos de hadas, en el sentido de que me
maravilla tanto lo que existe que soy el más dispuesto a admitir lo que podría
existir. Comprendo al hombre que cree en la serpiente marina porque cree que
hay más peces en el mar de los que alguna vez han salido de él. Pero lo comprendo
todavía más porque el otro hombre, en su fervor para refutar la existencia de
la serpiente marina, arguye que no sólo no hay serpientes en Islandia, sino que
no las hay en todo el mundo. Supongamos que el señor Bernard Shaw, juzgando
esta credulidad, me censurara por creer (por palabras de algún embustero
sacerdote) que pueden arrojarse piedras al aire y quedar suspendidas como un arco
iris. Supongamos que me dijera dulcemente que no debería creer en ese cuento
papista de las piedras mágicas después de haber escuchado alguna vez la explicación
sobre la ley de la gravedad. Y supongamos que, después de todo esto, yo
descubriera que se refería sólo a la imposibilidad de construir un arco. Creo
que la mayor parte de nosotros llegaríamos a dos conclusiones principales
acerca de él y de su escuela. En primer lugar los consideraríamos muy mal informados
sobre lo que realmente significa reconocer una ley de la naturaleza. Puede
reconocerse una ley de la naturaleza resistiéndose a ella, o superándola, o aun
usándola contra sí misma, como en el caso del arco. Y, en segundo lugar, pensaríamos
(con mucha más firmeza) que estaban sorprendentemente mal informados acerca de
lo que ya se ha hecho sobre la tierra.
De
modo similar, el primer hecho de la discusión sobre si es posible que existan
pequeñas propiedades es el hecho de que existen. Y es hecho casi igualmente
inequívoco que no sólo existen, sino que perduran. El señor Shaw afirmaba, con
una especie de furia abstracta, que «las pequeñas propiedades no permanecerán
pequeñas». Ahora bien, resulta interesante señalar aquí que los que se oponen a
cualquier cosa semejante al propietario múltiple le hacen a éste dos
acusaciones del todo incompatibles. Nos dicen continuamente que la vida
campesina en tierra latina o en cualquier otra tierra es monótona, que no
progresa, que está plagada de supersticiones y que es una especie de reminiscencia
de la Edad de Piedra. No obstante, aun cuando nos denigran con su
reminiscencia, afirman que nunca podrá sobrevivir. Muestran al campesino como a
un hombre permanentemente atascado en el fango, y rehúsan plantarlo en
cualquier otra parte, en el terreno específico donde no se atascaría. Ahora
bien, el primero de los dos tipos de acusación es bastante discutible. Los
críticos, para acusar a los campesinos, deben admitir que existen campesinos a
quienes acusar. Y si fuera verdad que siempre tendieron a desaparecer
rápidamente, no sería cierto lo que se refiere a las costumbres primitivas y a
las opiniones conservadoras, lo que hace que los campesinos se hayan convertido
en el objeto de los reproches de los críticos. Por sentido común, no pueden
acusar a algo a la vez de anticuado y de efímero. En verdad es un hecho simple,
visible a pleno día, que las pequeñas propiedades labriegas no son efímeras.
Pero, en cualquier caso, el señor Shaw y los de su escuela no deberían decir
que es imposible construir arcos, para luego decir que desfiguran el paisaje.
El Estado distributivo no es una hipótesis que deben demoler: es un fenómeno
que deben explicar.
La
verdad es que la idea de que la pequeña propiedad evoluciona hacia el
capitalismo es un retrato exacto de lo que prácticamente no sucede nunca. Hasta
los hechos materiales dan testimonio de la verdad, hechos que, me parece, han
sido curiosamente pasados por alto. Nueve de cada diez veces su cede que una
civilización industrial del moderno tipo capitalista no surge, surja donde surgiere,
en lugares donde ha habido hasta entonces una civilización distributiva como lo
es la de labriegos. El capitalismo es un monstruo que crece en los desiertos.
La servidumbre industrial ha surgido, en casi todos los casos, en aquellos
espacios vacíos donde la civilización anterior se hallaba debilitada o ausente.
Por eso creció más fácilmente en el norte de Inglaterra que en el sur de este
país; precisamente porque el norte había estado relativamente desocupado y
había sido relativamente bárbaro durante todas las épocas en que el sur tuvo
una civilización de corporaciones y labradores. Por eso se desarrolló más fácilmente
en el continente americano que en el europeo: precisamente porque en América no
suplantaba más que a unos pocos salvajes, en tanto que en Europa tuvo que remplazar
a una cultura de numerosas explotaciones agrarias. En todas partes ha habido
una transición de la choza de barro a la ciudad fabril. Allí donde la choza de barro
se convirtió en realidad, la labranza libre no ha avanzado desde entonces una
sola pulgada hacia la ciudad fabril. Allí donde había mero señor y simple
siervo, casi instantáneamente podían convertirse en mero empleador y simple
empleado. Allí donde ha habido hombre libre, aun cuando fuera relativamente
menos rico y poderoso, su solo recuerdo ha hecho imposible un capitalismo
industrial completo. Quien ha sembrado esta cizaña capitalista es un enemigo,
pero un enemigo cobarde. Porque sólo ha podido sembrarla en lugares desolados,
donde no hay trigo que brote y la sofoque.
Para
retomar nuestra parábola, primero decimos que existen los arcos; y no solamente
existen, sino que permanecen. Cien acueductos y anfiteatros romanos están ahí
para mostrar que pueden permanecer tanto o más tiempo que cualquier otra cosa.
Y si una persona progresista nos informa de que un arco se convierte siempre en
una chimenea de fábrica, o aun que un arco acaba siempre por caer porque es más
débil que una chimenea de fábrica, o incluso que, caiga donde cayere, la gente
comprende que debe remplazarlo por una chimenea de fábrica, entonces seremos todavía
lo bastante audaces como para poner en duda esas tres afirmaciones. Lo más que
podríamos admitir es que el principio en que se basa la chimenea es más simple
que el principio del arco; y por esa mismísima razón la chimenea de fábrica,
como la torre feudal, se levanta más fácilmente en un desierto horrible y
yermo.
Pero
la imagen tiene además otra aplicación. Si en este momento los países latinos
se toman como modelo en lo referente a la pequeña propiedad es sólo en el
sentido en que hubieran sido, a través de determinados periodos de la historia,
los únicos ejemplares de arco. Hubo un tiempo en que todos los arcos eran
romanos; y en ese tiempo un hombre que viviera junto al Liffey o al Támesis
sabría tan poco acerca de ellos como sabe el señor Shaw acerca de los propietarios
campesinos. Pero eso no significa que luchemos por algo puramente extranjero, o
que enarbolemos el arco como una especie de enseña italiana; como tampoco
queremos poner al Támesis tan amarillo como el Tíber ni deseamos especialmente
probar los macarrones o el paludismo. El principio del arco es humano, y
aplicable a la humanidad y por la humanidad. También lo es el principio de la propiedad
privada bien distribuida. El hecho de que unos pocos arcos romanos hayan
quedado en ruinas en Inglaterra no es prueba de que no puedan construirse
arcos; por el contrario, es prueba de que pueden construirse.
Y
ahora, para completar la coincidencia o analogía, ¿cuál es el principio del
arco? Si se quiere, puede decirse que es una afrenta a la gravitación, aunque
sería más exacto decir que es una exhortación a la gravitación. El principio afirma
que si combinamos piedras separadas de una forma particular, de un modo
particular, podemos lograr que su propia tendencia a caer les impida caer. Y
aunque mi imagen es simplemente un ejemplo, permanece inmutable cuando se
aplica al éxito de propiedades más igualadas. Lo que sostiene el arco es la
compensación de la presión de cada piedra separada sobre cada una de las otras.
La compensación es a la vez ayuda mutua y mutuo obstáculo. No resulta difícil
mostrar que dentro de una sociedad sana la presión espiritual de diferentes
propiedades privadas actúa exactamente en la misma forma. Pero si la otra
escuela halla insuficiente la clave o la comparación, debe buscar alguna otra.
Es claro que las fuerzas naturales no pueden anular el hecho. Decir que una ley
como la ley de arrendamiento se opone a él es verdad sólo en el mismo sentido
en que muchas leyes naturales se oponen a toda moralidad y a la misma esencia
de la naturaleza humana. En tal sentido, los argumentos científicos están tan
fuera de lugar aplicados a nuestra causa en pro de la propiedad como decía el
señor Shaw que lo estaban en su causa contra la vivisección.
Por
último, no sólo es verdad que el arco de la propiedad permanece; es verdad que
la construcción de tales arcos aumenta tanto en cantidad como en calidad. El campesino
francés anterior a la Revolución, por ejemplo, ya era vagamente propietario; ha
hecho su propiedad más privada y más absoluta, no menos. Ahora es menos
probable que nunca que los franceses abandonen el sistema, cuando por segunda
vez, si no por centésima, ha demostrado ser el tipo de prosperidad más estable
en medio de la tensión de la guerra. En Irlanda, una revolución igualmente
heroica, y aún más invencible, ya ha hecho caso omiso tanto del sueño socialista
como de la realidad capitalista, con una energía arrolladora, cuyos límites
nadie ha osado todavía prever. Así, cuando el amplio arco de romanos y
normandos había quedado durante larguísimo tiempo como una especie de reliquia,
el renacimiento de la cristiandad le encontró nueva aplicación y beneficio. En
un instante creció hasta la altura titánica del gótico, donde el hombre parecía
ser un dios que hubiera suspendido sus mundos de la nada. Entonces se reveló
otra vez algo de aquel antiguo secreto que tan extrañamente había representado
al sacerdote como constructor de puentes. Y cuando observo hoy algunos de los puentes
construidos por encima del aire, comprendo que un hombre los llame aún
imposibles como única alabanza posible.
¿Qué
queremos decir con eso de la «igualdad de presión» de las piedras de un arco?
Ya se hablará sobre esto con más detalle, pero, en general, queremos decir que
la pasión moderna a favor de un incesante e impaciente comprar y vender va
acompañada de una desigualdad extrema de hombres demasiado ricos y demasiado
pobres. La explicación de la continuidad de las comunidades labriegas (que sus
contrarios se ven simplemente forzados a dejar sin explicar) es que, donde
existe esa independencia, se la valora como se valora cualquier otra dignidad
cuando se la considera corriente en un hombre; como se valora que no ande
desnudo ningún hombre, ni que a ningún hombre se le pague su jornal golpeándolo
con un palo.
La
tesis de que aquellos que empiezan razonablemente iguales no pueden permanecer
razonablemente iguales es una falacia enteramente fundada en una sociedad
dentro de la cual los hombres empiezan siendo extremadamente desiguales. Es
absolutamente cierto que cuando el capitalismo ha sobrepasado cierto punto, las
fracciones de la propiedad dividida son fácilmente devoradas. Dicho con otras
palabras, es verdad cuando hay pequeña cantidad de propiedades pequeñas, pero
es totalmente falso cuando hay gran cantidad de pequeñas propiedades. Es
ilógico discutir desde el torrente de las grandes empresas y la derrota de las
pequeñas empresas lo que siempre tiene que suceder cuando las partes sean más
parejas. Es probar desde el Niágara que no existen los lagos. Inclinado el
lago, toda el agua correrá en una dirección, como corre en una dirección toda
la tendencia económica de la desigualdad capitalista. Que dejen el lago como
lago, o el nivel como nivel, y nada impedirá que el lago permanezca hasta el juicio
final, como parece probable que permanezcan hasta el juicio final muchos
niveles de comunidades labriegas. La experiencia prueba este hecho, aunque no
puede explicarse por la experiencia; pero, en realidad, es posible sugerir no sólo
la experiencia, sino también la explicación. La verdad es que no hay tal
tendencia económica a la desaparición de la pequeña propiedad hasta que esa
propiedad se hace tan pequeña que deja de obrar como propiedad. Si un hombre posee
cien acres y otro posee medio acre, es bastante probable que éste sea incapaz
de vivir en medio acre. Y habrá una tendencia económica que le hará vender su
terreno y convertirá al otro hombre en orgulloso propietario de cien acres y
medio. Pero si un hombre posee treinta acres y otro cuarenta, no hay tendencia
económica de ninguna especie que lleve al primero a vender al segundo. Es
simplemente falso decir que el primer hombre no puede estar seguro de treinta acres
y el segundo conforme con cuarenta. Es puro disparate; como decir que cualquier
hombre que tenga un bull-terrier está destinado a vendérselo a alguno que tenga
un mastín. Es como decir que no puedo ser dueño de un caballo porque tengo un
vecino excéntrico dueño de un elefante.
Inútil
es decirlo: aquellos que insisten en que no puede existir la propiedad
aproximadamente compensada basan todo su argumento en la idea de que ha
existido. A fin de probar lo que se proponen, tienen que suponer que la gente
de Inglaterra, por ejemplo, empezó siendo igual y llegó rápidamente a la
desigualdad. Y no hace más que completar lo caprichoso de toda su posición el
hecho de que den por sentada la existencia de aquello que consideran una
imposibilidad en el único caso en que en realidad no ocurrió. Hablan como si
diez mineros hubieran disputado una carrera y uno de ellos se hubiera convertido
en duque de Northumberland. Como si el primer Rothschild hubiera sido un
campesino que fue plantando con paciencia mejores repollos que los demás
campesinos. La verdad es que Inglaterra se convirtió en un país capitalista
porque hacía tiempo que era un país oligárquico. Sería mucho más difícil señalar
de qué modo un país como Dinamarca tuvo que hacerse oligárquico. Pero la causa
se hace aún más sólida cuando al sentido económico agregamos el ético. Una vez establecida
una propiedad ampliamente dispersa, hay una opinión pública más fuerte que
cualquier ley; y en realidad muy a menudo (cosa todavía más notable en los
tiempos modernos) hay una ley que es expresión de la opinión pública. Quizá sea
muy difícil para la gente moderna imaginar un mundo en el cual los hombres no
sean generalmente admirados por su codicia y por aplastar a sus prójimos; pero
les aseguro que todavía quedan realmente sobre la tierra tan extraños pedazos
de paraíso terrenal.
La
verdad es que esta primera objeción de la imposibilidad en abstracto va contra
todos los hechos de la experiencia y la naturaleza humana. No es cierto que un
hábito moral no pueda mantener contentos a la mayoría de los hombres
razonables. Es como si dijéramos que, como algunos hombres atraen a las mujeres
más que otros, por eso era imposible que en tiempos de la reina Victoria los
habitantes de Balham se adaptaran al molde monogámico de una mujer con cada
hombre. Tarde o temprano, podría decirse, se encontraría a todas las mujeres
apiñadas alrededor de los pocos que las fascinaban, y no quedaría más que el
celibato para la mayoría de los no atractivos. Tarde o temprano el barrio
tendría que consistir en cien ermitas y tres harenes. Pero no es éste el caso.
Lo sería si la tradición moral del matrimonio se perdiera realmente en Balham.
Mientras viva esa tradición moral, mientras se repruebe el robo de las mujeres
de los otros y se admire la fidelidad a un esposo, habrá límites para la
capacidad del libertino más desenfrenado de Balham en lo que se refiere a
cualquier intento de perturbar el equilibrio de los sexos. Así también cualquier
acaparador de tierras encontraría rápidamente que existen límites para comprar
tierra en una aldea irlandesa, española o serbia. Cuando se considera
verdaderamente odioso apoderarse de la viña de Naboth, o quitarle la mujer a
Urías, resulta fácil encontrar un profeta del lugar que pronuncie el juicio del
Señor. En una atmósfera de capitalismo se adula al hombre que amontona tierra
sobre tierra; pero en una atmósfera de propiedad pronto se le hará burla, o
posiblemente sea apedreado. La conclusión es que la aldea no se ha sumido en la
plutocracia ni el suburbio en la poligamia. La propiedad es una cuestión de
honor. La palabra verdaderamente opuesta a «propiedad» es «prostitución». Y no
es cierto que el ser humano venda siempre aquello que es sagrado para ese
sentido de propiedad propia, sea el cuerpo o el lindero. Unos pocos lo hacen en
ambos casos, y al hacerlo se convierten siempre en parias. Pero no es verdad
que una mayoría deba hacerlo, y quien quiera que diga que lo es no sólo ignora
nuestros planes y propuestas, las visiones e ideales de alguien, el distributismo
o la división del capital por tal o cual procedimiento, sino los hechos de la
historia y la sustancia de la humanidad. Es un bárbaro que nunca ha visto un
arco.
En
las notas aquí apuntadas se hará evidente, claro está, que la restauración de
este modelo, simple como es, es mucho más complicada en una sociedad
complicada. Aquí sólo la he delineado en la forma más simple en que se hallaba,
y todavía se halla, al comenzar nuestra discusión.
Hago
caso omiso de la opinión que sostiene que tal «reacción» no es posible.
Sostengo el antiguo dogma místico que dice que lo que el hombre ha hecho puede
hacerlo el hombre. Mis críticos parecen sostener un dogma aún más místico: que
es absolutamente imposible que el hombre haga una cosa porque la ha hecho. Eso
parece ser lo que quiere significarse cuando se dice que la pequeña propiedad
es «anticuada». Significa en realidad que toda propiedad está muerta. Nada
puede alcanzarse por los métodos actuales excepto la creciente pérdida de
propiedad por parte de todos como algo absorbido en un sistema igualmente
impersonal e inhumano, lo llamemos comunismo o capitalismo. Si no podemos
volver atrás, parece que apenas valiera la pena seguir adelante.
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