Proféticas palabras de Chesterton sobre el capitalismo.
Cuando
por un momento estamos satisfechos, o hartos, después de haber leído las
últimas noticias de los círculos sociales más altos, o los informes más exactos
de los tribunales de justicia más responsables, nos volvemos de manera natural
al folletín del diario, que se titulará «Envenenado por su madre» o «El
misterio del anillo de compromiso rojo», en busca de algo más tranquilo y más serenamente
convincente, más descansado, más doméstico y más próximo a la vida real. Pero a
medida que vamos volviendo las páginas, al pasar de la realidad increíble a la ficción
relativamente creíble, es probable que nos encontremos con una frase particular
sobre el tema general de la degeneración social. Es una de las varias frases
que parecen guardarse ya estereotipadas en las imprentas de los diarios. Como
la mayoría de estas declaraciones sólidas, es de carácter consolador. Es como
el titular «esperanza de un arreglo», por el cual nos enteramos de que las
cosas están desarregladas; o eso del «renacimiento de la industria», anuncio
que es parte de lo que tiene que hacer renacer periódicamente a la industria periodística.
El dicho al cual me refiero reza así: los temores acerca de la degeneración
social no deben inquietamos, porque tales temores se han manifestado en todas
las épocas; y siempre hay personas románticas y retrospectivas, poetas y demás
basura, que miran atrás, a «felices viejos tiempos» imaginarios.
Lo
propio de tales afirmaciones es que parecen satisfacer a la inteligencia; en
otras palabras, lo propio de tales pensamientos es que nos impiden pensar. El
hombre que ha elogiado así el progreso no cree necesario progresar más. El
hombre que ha desechado una queja por vieja no considera necesario decir nada
nuevo. Se contenta con repetir esta disculpa de las cosas existentes, y parece incapaz
de ofrecer ningún otro pensamiento sobre el tema. Claro está que es bien cierto
que esta idea de la decadencia de un Estado ha sido sugerida en muchas épocas y
por muchas personas, algunas de ellas, por desgracia, poetas. Así, por ejemplo,
a Byron, tan notoriamente taciturno y melodramático, de un modo o de otro se le
había metido en la cabeza que las islas de Grecia eran menos magníficas en cuanto
a artes y armas en los últimos tiempos de la dominación turca que en tiempos de
la batalla de Salamina o La República de Platón. Así también Wordsworth, figura
igualmente sentimental, parece insinuar que la república de Venecia no era tan
poderosa cuando Napoleón la aplastó cual chispa agonizante como cuando su
comercio y su arte llenaban los mares del mundo con un incendio de color.
Muchos
escritores de los siglos XVIII y XIX han llegado hasta a insinuar que la España
moderna desempeñaba un papel menos importante que la España de los tiempos del
descubrimiento de América o de la batalla de Lepanto. Algunos, aún más carentes
de ese optimismo que es el alma del comercio, han hecho una comparación igualmente
perversa entre las condiciones anteriores y últimas de la aristocracia
comercial de Holanda. Otros han llegado a sostener que Tiro y Sidón no están
tan en su apogeo como lo han estado. Y al parecer una vez alguien dijo algo
acerca de «las ruinas de Cartago».
En
un lenguaje algo más sencillo, podemos decir que todo este debate deja un hueco
grande y evidente. Cuando un hombre dice que «la gente era tan pesimista como
ustedes en las sociedades no ya decadentes, sino en las florecientes», está
permitido responder: «Sí, y la gente era tan optimista como usted en las
sociedades realmente decadentes». Porque, después de todo, había sociedades
realmente decadentes. Es verdad que Horacio decía que cada generación parecía
ser peor que la anterior, sobreentendiendo que Roma estaba perdida, en el
preciso momento en que todo el mundo extranjero caía bajo las águilas. Pero es
probable que un último y olvidado poeta de corte, elogiando al último Augústulo
olvidado en la ceremoniosa corte de Bizancio, contradijera todos los rumores
sediciosos de decadencia social, exactamente igual que nuestros periódicos,
alegando que, después de todo, Horacio había dicho lo mismo. Y también es
posible que Horacio tuviera razón, que fuera en sus tiempos cuando se inició el
camino que llevó a Horatius sobre el puente de Heracleius, en el palacio; que
si Roma no se iba inmediatamente a los perros, los perros irían hacia Roma y que
su aullar lejano se oyó por primera vez en aquella hora de águilas alzadas; que
había empezado un largo progreso que también era una larga decadencia, pero
terminó en la Edad Media. Roma había vuelto a la Loba. Digo que esta opinión
puede al menos defenderse, aunque en realidad no es la mía; pero es
suficientemente razonable como para rehusar descartarla con la jovialidad barata
del axioma al uso. Ha habido y puede haber algo como una decadencia social, y
el único interrogante es, en un momento dado, si Bizancio había decaído y si
Gran Bretaña está decayendo. Dicho con otras palabras, debemos juzgar cualquier
caso de pretendida degeneración según sus propios merecimientos. No constituye
una respuesta decir lo que, por supuesto, es perfectamente cierto: que algunas
personas tienen propensión natural al pesimismo. No las estamos juzgando a
ellas, sino a la situación que juzgaron acertada o desacertadamente. Podemos
decir que a los escolares les ha disgustado siempre tener que ir a la escuela.
Pero existe una cosa que es una mala escuela. Podemos decir que los
agricultores siempre se quejan del tiempo. Pero hay una cosa que es una mala cosecha.
Y tenemos que considerar como una cuestión de hecho en cada caso, y no de
sentimientos del agricultor, si el mundo espiritual de la moderna Inglaterra
tiene en perspectiva una mala cosecha.
Ahora
bien, las razones para juzgar amenazante y trágico el problema actual de
Europa, y especialmente de Inglaterra, son razones enteramente objetivas y nada
tienen que ver con esta disposición de ánimo propicia a la reacción melancólica.
El sistema actual, llamémoslo capitalismo o cualquier otra cosa,
particularmente tal como existe en los países industriales, ya ha llegado a ser
un peligro y se está convirtiendo rápidamente en una amenaza de muerte. El mal se
advierte en la experiencia privada más ordinaria y en la ciencia económica más
fría. Para tomar primero la prueba práctica, no sólo lo sostienen los enemigos
del sistema, sino que lo admiten sus defensores. En las disputas obreras de nuestro
tiempo no son los empleados, sino los empleadores quienes declaran que el
negocio anda mal. El hombre de negocios que prospera no está defendiendo la
prosperidad, está defendiendo la quiebra. La causa a favor de los capitalistas
es la causa contra el capitalismo. Lo más extraordinario es que su
representante tiene que echar mano de la retórica del socialismo. Dice
simplemente que los mineros o los obreros ferroviarios deben proseguir su trabajo
«en beneficio público». Nótese que los capitalistas ya no usan nunca el
argumento de la propiedad privada. Se limitan por completo a esta especie de
versión sentimental de la responsabilidad social general. Resulta divertido leer
lo que dice la prensa capitalista sobre los socialistas que abogan sentimentalmente
por gentes «fracasadas». Y ahora el argumento principal de todo capitalista en
toda huelga es el de que él mismo está al borde del fracaso.
Tengo
una objeción simple a este argumento simple de los periódicos que hablan de
huelgas y de peligro socialista. Mi objeción es que su argumento lleva derecho
al socialismo. En sí mismo, no puede llevar a nada más. Si los obreros deben
seguir trabajando porque son servidores del público, sólo puede deducirse que
deberían ser servidores de la autoridad pública. Si el Gobierno debe obrar en
beneficio del público, y no hay más que decir, entonces es evidente que el
Gobierno debería encargarse de todo el asunto, y no hay más que hacer. Yo no
creo que la cuestión sea tan simple como esto, pero ellos sí lo creen. No creo
que este argumento en favor del socialismo sea concluyente. Pero según los
antisocialistas, el argumento pro socialista es concluyente. Hay que considerar
solamente al público, y el Gobierno puede hacer lo que le plazca siempre que
considere al público. Presumiblemente puede hacer caso omiso de la libertad de
los empleados y forzarlos a trabajar, tal vez encadenados. También es
presumible que puede hacer caso omiso del derecho de propiedad de los
empleadores y pagar al proletariado, si fuera necesario, con lo que saca de los
bolsillos de aquéllos. Todas estas consecuencias se siguen de la doctrina
altamente bolchevique que cada mañana pregona la prensa capitalista. Eso es
todo lo que tienen que decir; y si eso es lo único que hay que decir, entonces
lo otro es lo único que hay que hacer.
En
el último párrafo se señala que abandonarnos a la lógica de los editorialistas
que escriben sobre el peligro socialista sólo podría llevarnos derecho al
socialismo. Y como algunos de nosotros se niegan sincera y enérgicamente a ser
llevados al socialismo, hemos adoptado hace tiempo la alternativa más difícil:
la de tratar de pensar en las cosas. Y seguramente iremos a parar al socialismo,
o a algo peor que se llamará también socialismo, o al simple caos y la ruina,
si no hacemos un esfuerzo para ver la situación en su totalidad, dejando aparte
nuestros enojos inmediatos. Ahora bien, el sistema capitalista, bueno o malo,
verdadero o falso, se apoya en dos ideas: la de que el rico siempre será
suficientemente rico para pagar salarios al pobre, y la de que el pobre siempre
será bastante pobre para querer ser asalariado. Pero también supone que cada
una de las partes está negociando con la otra, y que ninguna de las dos piensa
en primer término en el público. El dueño de un autobús lo explota en beneficio
propio, y el hombre más pobre consiente en manejarlo a fin de procurarse una
paga. De modo similar, el conductor de autobús no está henchido de un abstracto
deseo altruista de conducir bien un buen vehículo lleno de gente en vez de llevar
una carreta. No desea conducir un autobús porque ello constituya las tres
cuartas partes de su vida. Está haciendo su trabajo por la paga más alta que
puede obtener. Ahora bien, el argumento favorable al capitalismo decía que,
mediante ese negocio privado, se servía realmente al público. Y así fue durante
un tiempo. Pero si tenemos que pedir a cualquiera de las dos partes que prosiga
beneficiando al público, el único argumento original en pro del capitalismo se desploma
por completo. Si el capitalismo no puede pagar tanto como para tentar a los
hombres para que trabajen, el capitalismo está, según los principios
capitalistas, en simple bancarrota. Si un comerciante de té no puede pagar a los
empleados, y no puede importar té si no tiene empleados, su negocio quiebra y
se acaba. En las antiguas condiciones capitalistas nadie dijo que los empleados
debieran trabajar por menos a fin de que alguna anciana pobre pudiera tomar una
taza de té. De modo que, en realidad, la prensa capitalista es quien prueba,
según principios capitalistas, que el capitalismo ha tocado a su fin. Si no
fuera así, no habría necesidad de las exhortaciones sociales y sentimentales
que hacen. No sería necesario que pidieran, como los socialistas, la
intervención del Gobierno. No hubiera sido necesario que, como los
sentimentales y altruistas, adujeran como motivo la molestia de los pasajeros.
La verdad es que ahora todo el mundo ha abandonado el argumento en el cual se
basaba todo el viejo capitalismo: el argumento de que, si se dejara a los
hombres cerrar tratos individualmente, automáticamente se beneficiaría el
público. Tenemos que hallar nuevo fundamento de alguna clase; y los conservadores
ordinarios, sin saberlo, están recurriendo al fundamento comunista.
Estoy
seguro de que es absolutamente imposible seguir recurriendo al antiguo
fundamento capitalista. Aquellos que intentan hacerlo se enredan en nudos absolutamente
inextricables. Las cuestiones más prácticas y urgentes del momento ponen de
manifiesto la contradicción día tras día. Así, por ejemplo, cuando hay alguna
gran huelga o lockout en algún negocio grande como lo es el de las minas, se
nos asegura siempre que no se lograría gran economía suprimiendo los beneficios
privados, puesto que esos beneficios privados son ahora insignificantes y la industria
en cuestión ya no enriquece mucho a la minoría.
Sea
cual fuere el valor de este particular argumento, es evidente que destruye por
completo el argumento general. El argumento general en pro del capitalismo o el
individualismo es que los hombres no se aventurarán, salvo que en la lotería
haya premios considerables. Es el que se conoce en todos los debates
socialistas como el argumento del «incentivo de la ganancia». Pero si no hay
ganancia, claro es que no hay incentivo. Si los titulares de regalías y los accionistas
sólo reciben de la explotación un pequeño beneficio inseguro o dudoso, bien
podrían caer en la baja condición de soldados y servidores de la sociedad.
Nunca he comprendido, dicho sea de paso, por qué los polemistas tories tienen
tanto deseo de probar, en contra del socialismo, que los «servidores del
Estado» tienen que ser necesariamente incompetentes e inactivos. La verdad es
que podría dejarse a otros la tarea de señalar la modorra de Nelson o la rutina
embotadora de Gordon. Pero este hundimiento del individualismo industrial, que
también es una contradicción (puesto que tiene que contradecir todas sus máximas
más comunes), no es sólo un accidente de nuestra condición, aunque esté más
acentuado en nuestro país.
Cualquiera
que pueda pensar en teorías, o sea en esas cosas tan sumamente prácticas, verá
que tarde o temprano se hace inevitable esta parálisis del sistema. El capitalismo
es una contradicción; es una contradicción hasta en los términos. Diseccionarlo
lleva mucho tiempo, y todavía más tiempo notar que se ha hecho; pero ahora hay
nuevas circunstancias, el timón ha dado una vuelta completa. El capitalismo se
hace contradictorio tan pronto como se completa, porque consiste en tratar con
la masa de los hombres de dos modos opuestos al mismo tiempo.
Cuando
la mayoría de los hombres son asalariados, es cada vez más difícil que la
mayoría de los hombres sean clientes. Porque el capitalista siempre trata de
rebajar lo que su dependiente pide, y al hacerlo merma lo que su cliente puede
gastar. Tan pronto como tiene dificultades en su negocio, como sucede
actualmente en el negocio del carbón, trata de reducir lo que tiene que
invertir en salarios, y al hacerlo reduce lo que otros tienen para gastar en
carbón. Quiere que el mismo hombre sea rico y pobre a la vez. Esta contradicción
del capitalismo no aparece en las primeras etapas, porque todavía existen
poblaciones no sometidas a la condición proletaria común. Pero en cuanto la
totalidad de los ricos emplea a la totalidad de los obreros, esta contradicción
se hace patente como irónico sino y como evidente fallo. Empleador y empleado
se retratan de forma palmaria en la relación de Robinson Crusoe y Viernes.
Robinson
Crusoe puede decir que tiene dos problemas: la provisión de trabajo barato y la
perspectiva de comerciar con los nativos. Pero como trata de estos dos modos diferentes
con un mismo hombre, se meterá en complicaciones. Robinson Crusoe posiblemente
pueda obligar a Viernes a trabajar a cambio de nada más que su manutención, ya
que el hombre blanco tiene todas las armas. Como Geddes, puede hacer economía
con un hachan. Pero no puede reducir a cero el salario de Viernes y luego
esperar que éste le entregue oro, plata y perlas de oriente a cambio de ron y
rifles. Ahora bien, en la proporción en que el capitalismo cubre toda la
tierra, enlaza grandes poblaciones y es dirigido por sistemas centralizados, se
acentúa más y más el parecido de su funcionamiento con el de las solitarias
figuras de la isla. Si realmente disminuye el comercio con los nativos hasta
hacer necesario que también bajen los salarios de los nativos, sólo podemos
decir que si la excusa es verdadera el caso es algo más trágico que si fuera
falsa. Sólo podemos decir que entonces Crusoe está ciertamente solo y que
Viernes es incuestionablemente desgraciado.
Considero
muy importante que la gente comprenda que existe un principio que obra detrás
de las perturbaciones industriales de la Inglaterra de nuestros días; y sea
quien sea el que acierte o se equivoque en determinada disputa, no hay persona
ni partido determinado responsable de que se haya malogrado nuestro experimento
comercial. Es un círculo vicioso en el cual caerá por fin la sociedad
asalariada cuando comience a perder beneficios y a bajar salarios; y aunque
algunos países industriales todavía son suficientemente ricos como para
permanecer ignorantes de la tensión latente, es sólo porque su desarrollo está
incompleto; cuando lleguen a la meta se encontrarán con el enigma. En nuestro
país, que es lo que más importa a la mayoría de nosotros, ya estamos cayendo en
ese círculo vicioso de salarios que bajan y de demanda que decrece. Y como voy
a indicar aquí, aunque de manera incompleta, la forma de escapar de esta trampa
que se va cerrando lentamente, y porque sé algunas de las cosas que comúnmente
se dicen acerca de tales sugerencias, tengo sobrada razón para recordar al
lector todas estas cosas en este momento.
«¡Seguro!
¡Claro que no es seguro! Hay poca probabilidad de burlar la horca». Tal fue la
destemplada exclamación del capitán Wicks en la novela de Stevenson; y el mismo
novelista puso en boca de Alan Breck Stewart una muestra de candor similar.
«Pero cuidado, que no es poca cosa; dormirá al raso y sobre el suelo duro... y
tendrá que hacerlo con una mano sobre las armas. Sí, hombre; arrastraremos
muchos pies cansados o nos sacarán. Le digo esto desde el principio porque es
una vida que conozco bien. Pero si me pregunta qué otra oportunidad tiene, le
diré: ninguna».
Yo
mismo me siento tentado a veces de hablar de esta forma brusca, después de
haber escuchado largas y meditadas disquisiciones que ponen en duda la
perfección detallada del Estado distributivo, comparado con la gran felicidad y
la tranquilidad definitiva que coronan el actual Estado capitalista e
industrial. La gente nos pregunta cómo nos apañaríamos con las torpes faenas de
los muelles, y qué ofreceríamos para remplazar la resplandeciente popularidad de
lord Davenport y la paz industrial permanente del puerto de Londres. Aquellos
que nos preguntan qué haremos con los muelles pocas veces parecen preguntarse
qué harían los muelles consigo mismos si nuestro comercio decayera constantemente,
como el de tantas ciudades comerciales del pasado. Otros nos preguntan cómo
trataríamos con obreros que poseyeran acciones de una empresa que podría arruinarse.
Nunca se les ocurre responder a su propia pregunta, en un Estado capitalista en
el cual empresa tras empresa se van arruinando. Nosotros tenemos que solucionar
las posibilidades menores y más remotas de nuestra sociedad más simple y
estática, en tanto que ellos no solucionan las realidades más importantes y
urgentes de la suya propia, compleja y decadente. Tienen curiosidad por saber
los detalles de nuestro proyecto, y desean establecer de antemano una
casuística para todas las excepciones. Pero no se atreven a mirar de frente sus
propios sistemas, en los cuales la ruina se ha hecho regla. Otros desean saber
si se permitirá que en nuestra utopía exista una máquina en tal o cual
condición: como muestra de museo, o como juguete de cuarto de niño, o como «utensilio
de tortura del siglo XX» en la cámara de los horrores. Pero aquellos que tan ansiosamente
preguntan cómo trabajarán los hombres sin máquinas no nos dicen cómo trabajarán
las máquinas si los hombres no las dirigen, o cómo trabajarán tanto máquinas como
hombres si no hay trabajo. Están tan impacientes por descubrir los puntos
flacos de nuestra propuesta que todavía no han descubierto ningún punto fuerte
en su propio sistema. Es extraño que nuestra vana y sentimental fantasía sea
tan vívida para estos realistas, al punto de que pueden verla en todos sus
detalles, y que su propia realidad sea tan vaga que no puedan verla en
absoluto; que no puedan ver el hecho más evidente y abrumador de ella: que ya
no existe.
Porque
una de las bromas pesadas de la situación
consiste en que nos reprochan a nosotros aquello que es especial y
particularmente cierto en ellos. Nos acusan continuamente de que creamos
posible volver al pasado, o a la simplicidad bárbara y la superstición del
pasado, aparentemente con la idea de que queremos revivir el siglo IX. Pero
ellos creen realmente que pueden hacer volver el siglo XIX. Están diciéndonos
continuamente que tal o cual tradición se ha perdido para siempre, que tal o
cual oficio o creencia ha desaparecido; pero no se atreven a enfrentarse al
hecho de que su propio comercio vulgar y de menudeo se ha acabado para siempre.
Si hablamos de un renacimiento de la fe, o de un renacimiento del catolicismo,
nos llaman reaccionarios, pero siguen encabezando con toda calma sus periódicos
con la cantinela del renacimiento comercial. ¡Qué grito que viene del pasado
distante! ¡Qué voz salida de la tumba! No tienen motivo alguno para creer que
se producirá un renacimiento del comercio, salvo que a sus bisabuelos les
hubiera resultado imposible creer en la decadencia del comercio. No tienen
motivos para suponer que nos haremos más ricos, excepto el de que nuestros
antepasados no nos prepararon para la perspectiva de que nos volviéramos más pobres.
Sin embargo, son ellos quienes nos culpan siempre de depender, por tradición
sentimental, del juicio de nuestros antepasados. Son ellos quienes rechazan de
continuo los ideales sociales por el mero hecho de haber sido ideales sociales
de una época anterior. Siempre están diciéndonos que el molino no volverá a
sacar el agua que pasó, sin advertir que sus propios molinos ya están ociosos y
no sacan absolutamente nada, como los molinos en ruinas de algún evaporado paisaje
victoriano primitivo, apropiados para su evaporada cita victoriana primitiva.
Siempre están diciéndonos que al oponernos al capitalismo y al mercantilismo
hacemos como Canuto cuando increpaba a las olas; y ni siquiera saben que la
Inglaterra de Cobden ya está tan muerta como la Inglaterra de Canuto. Buscan
siempre hundirnos en las corrientes, arrasarnos con esas metáforas fastidiosas
e insípidas de la marea y el tiempo, exactamente como si ellos pudieran
disponer el retorno de los ríos que han dejado atrás nuestras ciudades, o
exigir a los siete mares que vuelvan a su fidelidad al tridente, o refrenar
otra vez, con oro para la minoría y hierro para la mayoría, el rugiente río del
Clyde.
Bien
podemos sentirnos tentados a emplear la exclamación del capitán Wicks. No
estamos escogiendo entre unos posibles
labradores y un comercio próspero. Estamos eligiendo entre unos labradores que
tal vez tengan éxito y un comercio que ya ha fracasado. No nos esforzamos por
alejar a los hombres de una tarea floreciente, tentándolos con una fiesta en la
Arcadia o con una utopía de tipo campesino. Estamos tratando de insinuar que
hay que volver a empezar otra vez cuando un negocio en quiebra ha quebrado
realmente. No vemos ninguna razón para suponer que el comercio inglés recobrará
su predominio del siglo XIX, excepto la del mero sentimentalismo victoriano y
esa particular especie de mentira que los diarios llaman «optimismo». Nos
insultan por tratar de volver a las condiciones de la Edad Media, como si intentáramos
volver a los arcos y a la armadura de la Edad Media. Pues bien, los yelmos ya
han vuelto, y la armadura puede volver; y las flechas y los arcos tienen que
volver largo tiempo antes de que se produzca un retorno a aquel momento
afortunado gracias al cual viven. Es tan probable que se llegue a la conclusión,
por algún accidente, de que el arco largo es superior al rifle, como que el
acorazado pueda por más tiempo dominar las aguas sin tener en cuenta el
aeroplano. El sistema mercantil daba por hecha la seguridad de nuestras rutas
comerciales; y eso implicaba la superioridad de nuestra marina nacional.
Cualquiera que mire los hechos de frente sabe que la aviación ha alterado toda
la teoría de esa defensa marítima. Todo el enorme y terrible problema de una
gran población en una pequeña isla que depende de importaciones inseguras es
tanto un problema para los capitalistas y colectivistas como para los
distributistas. No proponemos aldeas modélicas como parte de un tranquilo sistema
de urbanización. Estamos acometiendo al enemigo desde una ciudad sitiada,
espada en mano: atacando la ruina de Cartago. « ¡Seguro! ¡Claro que no es
seguro! Hay poca probabilidad de burlar la horca».
No
creo improbable que, de cualquier modo, vuelva otra vez una vida social más
simple, aunque vuelva por el camino de la ruina. Creo que el espíritu
encontrará otra vez la simplicidad, aunque sea en la Edad Media. Pero somos cristianos,
y nos inquieta tanto el cuerpo como el alma; somos ingleses y no queremos, si
podemos evitarlo, que el pueblo inglés sea sólo el pueblo de las ruinas. Y
deseamos fervorosamente que se considere si puede producirse la transición a la
luz de la razón y de la tradición; si todavía podemos hacer deliberadamente y
bien lo que la Némesis hará ruinosamente y sin piedad; si podemos tender un
puente desde estas cuestas inclinadas y resbaladizas hasta la tierra más libre
y firme de más allá, sin consentir todavía que nuestra nobilísima nación
descienda hasta ese valle de humillación en el cual las naciones desaparecen de
la historia. Con este propósito, convencidísimos de nuestros principios y sin vergüenza
de quedar expuestos a que se nos discuta su aplicación, hemos llamado a consejo
a nuestros compañeros.
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