La prudencia aconseja a
la sabiduría.
Aquella
noche el obispo de D., después de dar un paseo por la ciudad, permaneció hasta
bastante tarde encerrado en su cuarto. A las ocho trabajaba todavía con un
voluminoso libro abierto sobre las rodillas, cuando la señora Magloire entró,
según su costumbre, a sacar la plata del cajón colocado junto a la cama.
Poco después el obispo, sabiendo que su hermana lo
esperaba para cenar, cerró su libro y entró en el comedor. En ese momento, la
señora Magloire hablaba con singular viveza. Se refería a un asunto que le era
familiar, y al cual el obispo estaba ya acostumbrado. Se trataba del cerrojo de
la puerta principal.
Parece que yendo a hacer algunas compras para la cena
había oído referir ciertas cosas en distintos sitios. Se hablaba de un
vagabundo de mala catadura; se decía que había llegado un hombre sospechoso,
que debía estar en alguna parte de la ciudad, y que podía tener un mal
encuentro los que aquella noche se olvidaran de recogerse temprano y de cerrar bien
sus puertas.
PRIMERA PARTE
Fantina.
LIBRO SEGUNDO
La caída
II
La prudencia aconseja a
la sabiduría.
Aquella
noche el obispo de D., después de dar un paseo por la ciudad, permaneció hasta
bastante tarde encerrado en su cuarto. A las ocho trabajaba todavía con un
voluminoso libro abierto sobre las rodillas, cuando la señora Magloire entró,
según su costumbre, a sacar la plata del cajón colocado junto a la cama.
Poco después el obispo, sabiendo que su hermana lo
esperaba para cenar, cerró su libro y entró en el comedor. En ese momento, la
señora Magloire hablaba con singular viveza. Se refería a un asunto que le era
familiar, y al cual el obispo estaba ya acostumbrado. Se trataba del cerrojo de
la puerta principal.
Parece que yendo a hacer algunas compras para la cena
había oído referir ciertas cosas en distintos sitios. Se hablaba de un
vagabundo de mala catadura; se decía que había llegado un hombre sospechoso,
que debía estar en alguna parte de la ciudad, y que podía tener un mal
encuentro los que aquella noche se olvidaran de recogerse temprano y de cerrar bien
sus puertas.
–
Hermano, ¿oyes lo que dice la señora Magloire?, –preguntó la señorita
Baptistina.
– He
oído vagamente algo –contestó el obispo.
Después,
levantando su rostro cordial y francamente alegre, iluminado por el resplandor
del fuego, añadió:
–
Veamos, ¿qué hay? ¿Qué sucede? ¿Nos amenaza algún peligro?
Entonces la señora Magloire comenzó de nuevo su
historia, exagerándola un poco sin querer y sin advertirlo. Se decía que un
gitano, un desarrapado, una especie de mendigo peligroso, se hallaba en la
ciudad. Había tratado de quedarse en la posada, donde no se le quiso recibir.
Se le había visto vagar por las calles al oscurecer. Era un hombre de aspecto
terrible, con un morral y un bastón.
–
¿De veras? –dijo el obispo.
– Y
como monseñor nunca pone llave a la puerta y tiene la costumbre de permitir
siempre que entre cualquiera…
En
ese momento se oyó llamar a la puerta con violencia.
–
¡Adelante!, –dijo el obispo.
PRIMERA PARTE
Fantina.
LIBRO SEGUNDO
La caída
III
Heroísmo de la
obediencia pasiva.
La puerta se abrió. Pero se abrió de par en par, como
si alguien la empujase con energía y resolución. Entró un hombre. A este hombre
lo conocemos ya. Era el viajero a quien hemos vistos vagar buscando asilo.
Entró, dio un paso y se detuvo, dejando detrás de sí la puerta abierta.
Llevaba el morral a la espalda; el palo en la mano;
tenía en los ojos una expresión ruda, audaz, cansada y violenta. Era una
aparición siniestra.
La señora Magloire no tuvo fuerzas para lanzar un
grito. Se estremeció y quedó muda e inmóvil como una estatua.
La señorita Baptistina se volvió, vio al hombre que
entraba, y medio se incorporó, aterrada.
Luego miró a su hermano, y su rostro adquirió una
expresión de profunda calma y serenidad.
El obispo fijaba en el hombre una mirada tranquila.
Al abrir los labios sin duda para preguntar al recién
llegado lo que deseaba, éste apoyó ambas manos en su garrote, posó su mirada en
el anciano y luego en las dos mujeres, y sin esperar a que el obispo hablase
dijo en alta voz:
– Me llamo Jean Valjean: soy presidiario. He pasado
en presidio diecinueve años. Estoy libre desde hace cuatro días y me dirijo a
PONTARLIER. Vengo caminando desde TOLÓN. Hoy anduve doce leguas a pie. Esta
tarde, al llegar a esta ciudad, entré en una posada, de la cual me despidieron
a causa de mi pasaporte amarillo, que había presentado en la alcaldía, como es
preciso hacerlo. Fui a otra posada, y me echaron fuera lo mismo que en la
primera. Nadie quiere recibirme. He ido a la cárcel y el carcelero no me abrió.
Me metí en una perrera y el perro me mordió. Parece que sabía quién era yo. Me
fui al campo para dormir al cielo raso, pero ni aun eso me fue posible, porque
creí que iba a llover y que no habría un buen Dios que impidiera la lluvia; y
volví a entrar en la ciudad para buscar en ella el quicio de una puerta. Iba a
echarme ahí en la plaza sobre una piedra, cuando una buena mujer me ha señalado
vuestra casa, y me ha dicho: llamad ahí. He llamado: ¿Qué casa es ésta? ¿Una
posada? Tengo dinero. Ciento nueve francos y quince sueldos que he ganado en
presidio con mi trabajo en diecinueve años. Pagaré. Estoy muy cansado y tengo
hambre: ¿queréis que me quede?
– Señora Magloire –dijo el obispo– poned un cubierto
más.
El hombre dio unos pasos, y se acercó al velón que
estaba sobre la mesa.
– Mirad –dijo–, no me habéis comprendido bien: soy un
presidiario. Vengo de presidio y sacó del bolsillo una gran hoja de papel
amarillo que desdobló–. Ved mi pasaporte amarillo: esto sirve para que me echen
de todas partes. ¿Queréis leerlo? Lo leeré yo; sé leer, aprendí en la cárcel.
Hay allí una escuela para los que quieren aprender. Ved lo que han puesto en mi
pasaporte: “Jean Valjean, presidiario cumplido, natural de...”, esto no hace al
caso… “Ha estado diecinueve años en presidio: cinco por robo con fractura,
catorce por haber intentado evadirse cuatro veces. Es hombre muy peligroso.” Ya
lo veis, todo el mundo me tiene miedo. ¿Queréis vos recibirme? ¿Es esta una
posada? ¿Queréis darme comida y un lugar donde dormir? ¿Tenéis un establo?
– Señora Magloire –dijo el obispo–, pondréis sábanas
limpias en la cama de la alcoba.
La señora Magloire salió sin chistar a ejecutar las
órdenes que había recibido.
El obispo se volvió hacia el hombre y le dijo:
– Caballero, sentaos junto al fuego; dentro de un
momento cenaremos, y mientras cenáis, se os hará la cama.
La expresión del rostro del hombre, hasta entonces
sombría y dura, se cambió en estupefacción, en duda, en alegría. Comenzó a
balbucear como un loco:
–
¿Es verdad? ¡Cómo! ¿Me recibís? ¿No me echáis? ¿A mí? ¿A un presidiario? ¿Y me
llamáis caballero? ¿Y no me tuteáis? ¿Y no me decís: “¡Sal de aquí, perro!”
como acostumbran decirme? Yo creía que tampoco aquí me recibirían; por eso os
dije en seguida lo que soy. ¡Oh, gracias a la buena mujer que me envió a esta
casa voy a cenar y a dormir en una cama con colchones y sábanas como todo el
mundo! ¡Una cama! Hace diecinueve años que no me acuesto en una cama. Sois
personas muy buenas. Tengo dinero: pagaré bien. Dispensad, señor posadero:
¿cómo os llamáis? Pagaré todo lo que queráis. Sois un hombre excelente. Sois el
posadero, ¿no es verdad?
– Soy –dijo el obispo– un sacerdote que vive
aquí.
–
¡Un sacerdote!, –dijo el hombre– ¡Oh, un buen sacerdote! Entonces ¿no me pedís
dinero? Sois el cura, ¿no es esto? ¿El cura de esta iglesia?
Mientras hablaba había dejado el saco y el palo en un
rincón, guardado su pasaporte en el bolsillo y tomado asiento. La señora
Baptistina lo miraba con dulzura.
– Sois muy humano, señor cura –continuó diciendo–;
vos no despreciáis a nadie. Es gran cosa un buen sacerdote. ¿De modo que no
tenéis necesidad de que os pague?
– No –dijo el obispo-, guardad vuestro dinero.
¿Cuánto tenéis? ¿No me habéis dicho que ciento nueve francos?
- Y quince sueldos –añadió el hombre.
– Ciento nueve francos y quince sueldos. ¿Y cuánto
tiempo os ha costado ganar ese dinero?
– ¡Diecinueve años!
El obispo suspiró profundamente. El hombre prosiguió:
– Todavía tengo todo mi dinero. En cuatro días no he
gastado más que veinticinco suelos, que gané ayudando a descargar unos carros
en GRASSE.
El obispo se levantó a cerrar la puerta, que había
quedado completamente abierta.
La señora Magloire volvió, con un cubierto que puso
en la mesa.
– Señora Magloire –dijo el obispo–, poned ese
cubierto lo más cerca posible de la chimenea –y se volvió hacia el huésped–. El
viento de la noche es muy crudo en los Alpes. ¿Tenéis frío, caballero?
Cada vez que pronunciaba la palabra caballero con voz
dulcemente grave, se iluminaba la fisonomía del huésped. Llamar caballero a un
presidiario, es dar un vaso de agua a un náufrago de la Medusa. La ignominia
está sedienta de consideración.
– Esta luz alumbra muy poco –prosiguió el obispo.
La señora Magloire lo oyó; tomó de la chimenea del
cuarto de Su Ilustrísima los dos candelabros de plata, y los puso encendidos en
la mesa.
– Señor cura –dijo el hombre–, sois bueno; no me
despreciáis, me recibís en vuestra casa. Encendéis las velas para mí. Y sin
embargo, no os he ocultado de donde vengo, y que soy un miserable.
El obispo, que estaba sentado a su lado, le tocó
suavemente la mano:
– No tenéis que decirme quien sois. Esta no es mi
casa, es la casa de Jesucristo. Esa puerta no pregunta al que entra por ella si
tiene un nombre, sino si tiene algún dolor. Padecéis; tenéis hambre y sed; pues
sed bienvenido. No me lo agradezcáis; no me digáis que os recibo en mi casa.
Aquí no está en su casa más que el que necesita asilo. Vos que pasáis por aquí,
estáis en vuestra casa más que en la mía. Todo lo que hay aquí es vuestro.
¿Para qué necesito saber vuestro nombre? Además, tenéis un nombre que antes que
me lo dijeseis ya lo sabía.
El hombre abrió sus ojos asombrado.
– De veras? ¿Sabíais cómo me llamo?
– Sí –respondió el obispo–, ¡os llamáis mi hermano!
– ¡Ah, señor cura!,
–exclamó el viajero–. Antes de entrar aquí tenía mucha hambre, pero sois
tan bueno que ahora no sé lo que tengo. El hambre se me ha pasado.
El obispo lo miró y le dijo:
– ¿Habéis padecido mucho?
– ¡Mucho! ¡La chaqueta roja, la cadena al pie, una
tarima para dormir, el calor, el frío, el trabajo, los apaleamientos, la doble
cadena por nada, el calabozo por una palabra, y, aun enfermo en la cama, la
cadena! ¡Los perros, los perros son más felices! ¡Diecinueve años! Ahora tengo
cuarenta y seis, y un pasaporte amarillo.
– Sí –replicó el obispo– salís de un lugar de
tristeza. Pero sabed que hay más alegría en el cielo por las lágrimas de un
pecador arrepentido, que por la blanca vestidura de cien justos. Si salís de
ese lugar de dolores con pensamientos de odio y de cólera contra los hombres,
seréis digno de lástima; pero si salís con pensamientos de caridad, de dulzura
y de paz, valdréis más que todos nosotros.
Mientras tanto la señora Magloire había servido la
cena; una sopa hecha con agua, aceite, pan y sal; un poco de tocino, un pedazo
de carnero, higos, un queso fresco, y un gran pan de centeno.
A la comida ordinaria del obispo había añadido una
botella de vino añejo de MAUVES.
La fisonomía del obispo tomó de repente la expresión de
dulzura propia de las personas hospitalarias:
– A la mesa –dijo con viveza, según acostumbraba
cuando cenaba con algún forastero; e hizo sentar al hombre a su derecha. La
señorita Baptistina, tranquila y naturalmente, tomó asiento a su izquierda.
El obispo bendijo la mesa, y después sirvió la sopa
según su costumbre. El hombre empezó a comer ávidamente.
– Me parece que falta algo en la mesa –dijo el obispo
de repente.
La señora Magloire no había puesto más que los tres
cubiertos absolutamente necesarios. Pero era costumbre de la casa, cuando el
obispo tenía algún convidado, poner en la mesa los seis cubiertos de plata.
Esta graciosa ostentación de lujo era casi una niñería simpática en aquella
casa tranquila y severa, que elevaba la pobreza hasta la dignidad.
La señora Magloire comprendió la observación, salió
sin decir una palabra, y un momento después los tres cubiertos pedidos por el
obispo lucían en el mantel, colocados simétricamente ante cada uno de los
comensales.
Al fin de la cena, monseñor Bienvenido dio las buenas
noches a su hermana, cogió uno de los dos candeleros de plata que había sobre
la mesa, dio el otro a su huésped y le dijo:
– Caballero, voy a enseñaros vuestro cuarto.
El hombre lo siguió.
En el momento en que atravesaban el dormitorio del
obispo, la señora Magloire cerraba el armario de la plata que estaba a la
cabecera de la cama. Lo hacía cada noche antes de acostarse.
El obispo instaló a su huésped en la alcoba. Una cama
blanca y limpia lo esperaba. El hombre puso la luz sobre una mesita.
– Bien –dijo el obispo–, que paséis buena noche.
Mañana temprano, antes de partir, tomaréis una taza de leche de nuestras vacas,
bien caliente.
– Gracias, señor cura –dijo el hombre.
Pero apenas hubo pronunciado estas palabras de paz,
súbitamente, sin transición alguna, hizo un movimiento extraño, que hubiera
helado de espanto a las dos santas mujeres si hubieran estado presentes. Se
volvió bruscamente hacia el anciano, cruzó los brazos, y fijando en él una
mirada salvaje, exclamó con voz ronca:
– ¡Ah! ¡De modo que me alojáis en vuestra casa y tan
cerca de vos!
Calló un momento, y añadió con una sonrisa que tenía
algo de monstruosa:
– ¿Habéis reflexionado bien? ¿Quién os ha dicho que
no soy un asesino?
El obispo respondió:
– Ese es problema de Dios.
Después, con toda gravedad, bendijo con los dedos de
la mano derecha a su huésped, que ni aun dobló la cabeza, y sin volver la vista
atrás entró en su dormitorio.
Hizo una breve oración, y un momento después estaba
en su jardín, donde se paseó meditabundo, contemplando con el alma y con el
pensamiento los grandes misterios que Dios descubre por la noche a los ojos que
permanecen abiertos.
En cuanto al hombre, estaba tan cansado que ni
aprovechó aquellas blancas sábanas. Apagó la luz soplando con la nariz como
acostumbran los presidiarios, se dejó caer vestido en la cama, y se quedó
profundamente dormido. Era medianoche cuando el obispo volvió del jardín a su
cuarto.
Algunos minutos después, todos dormían en aquella
casa.
Biografía
de Wikipedia.
Víctor Hugo.
Joven escritor. Los años del teatro.
Joven escritor.
Los años de separación de su
padre lo habían acercado a su madre, y la muerte de ella, el 27 de junio de
1821, le afectó profundamente.
Contrajo matrimonio el 12 de
octubre de 1822 con una amiga de la infancia, Adèle Foucher, nacida en 1803,
con la que tuvo cinco hijos:
Léopold (16 de julio de 1823-10
de octubre de 1823);
Leopoldina (28 de agosto de
1824-4 de septiembre de 1843);
Charles (4 de noviembre de
1826-13 de marzo de 1871);
François-Víctor (28 de octubre de
1828-26 de diciembre de 1873);
Adèle (28 de julio N 2 de 1830-21
de abril de 1915), la única que sobrevivirá a su padre, pero cuyo estado
mental, que decaerá muy pronto, le conllevará muchos años de ingreso en centros
de salud.
Este matrimonio llevó a su
hermano Eugene, que pretendía también a esa misma dama, a la locura, una
esquizofrenia que tuvo como consecuencia su reclusión hasta su muerte en 1837.
Ese año comenzó la redacción de
Han de Islandia (publicado en 1823) que recibió una tibia acogida. Una bien
argumentada crítica de Charles Nodier, es el motivo de un encuentro entre ambos
escritores y del nacimiento de su amistad, y participa con él en las reuniones
del cenáculo de la Bibliothèque de l'Arsenal (parte de la Biblioteca Nacional
de Francia), cuna del Romanticismo. Ésta amistad dura hasta 1827-1830, cuando
Nodier comienza a ser muy crítico con las obras de Hugo. Durante este período,
Víctor se reconcilia con su padre, que le inspirará los poemas “Odas a mi padre” y “Après la bataille”. Su padre fallece en 1828.
“Cromwell”, obra que publica en 1827, arma un escándalo. En
el prefacio de este drama, Hugo se opone a las convenciones clásicas, en
particular a las unidades aristotélicas de tiempo y lugar, y establece los
primeros fundamentos de su drama romántico. En los tres años siguientes, Hugo
se asegurará la dirección del movimiento romántico en Francia y la supremacía
en todos los géneros literarios. En la lírica, con la edición definitiva de “Odas y baladas” (1828) y, sobre todo,
las “Orientales” (1829); en teatro,
con el drama romántico “Hernani”
(febrero de 1830), seguido de “Marion de
Lorme” (1831); en narrativa, con la novela histórica “Nuestra Señora de París” (marzo de 1831).
La pareja recibe a menudo y traba
amistad con el crítico Sainte–Beuve, con el poeta Lamartine, con el maestro de
la novela corta Mérimée, con el poeta Musset o con el pintor Delacroix. Su
esposa Adèle mantiene una relación amorosa con Sainte-Beuve que tiene lugar
durante el año 1831. Entre 1826 a 1837, la familia pasa temporadas con
frecuencia en el Château des Roches en Bièvres, propiedad de Louis-François
Bertín, director del periódico Journal
des débats. Durante estas estancias, Hugo se encuentra con personajes como
el compositor Berlioz, el prosista Chateaubriand, y los pianistas y
compositores Liszt y Giacomo Meyerbeer, y escribe colecciones de poesía entre
las que se encuentra “Las hojas de otoño”.
En 1829 publica la colección de
poemas “Los orientales”. “El último día de un condenado a muerte”
aparece el mismo año y es seguida por Claude Gueux en 1834; en estas dos
novelas cortas, Hugo muestra su rechazo hacia la pena de muerte. La novela “Nuestra Señora de París” se publica en
1831.
Los años del teatro.
Ya en 1828, había montado una
obra de juventud, “Amy Robsart” y,
aunque también publica colecciones de poesías, como “Las hojas de otoño” (1831), “Los
cantos del crepúsculo” (1835), “Las
voces interiores” (1837), “Los rayos
y las sombras” (1840), entre 1830 y 1843, Hugo se dedica casi
exclusivamente al teatro.
En 1830 es el año de estreno de “Hernani”, obra que fue motivo de una
larga serie de conflictos y enfrentamientos en torno a la estética teatral
entre los «clásicos», partidarios de una jerarquización estricta de los géneros
teatrales, y los «modernos», la nueva generación de románticos que, encabezados
por Théophile Gautier, aspiraban a una revolución del arte dramático y se
agrupaban en torno a Víctor Hugo; el triunfo de la Revolución de 1830 facilitará
las cosas. Estos conflictos pasaron a la historia de la literatura bajo el
nombre de «La batalla de Hernani».
“Marion de Lorme”, prohibida
inicialmente en 1829, se estrenó en 1831 en el Teatro de la Porte Saint-Martin
y “El rey se divierte” en 1832 en el
Théâtre–Français, pieza que fue prohibida inmediatamente después de su estreno,
lo que servirá a Hugo para indicar en el prefacio de su edición original de
1832: «La aparición de este drama en el teatro dio motivo a un acto ministerial
inaudito. Al día siguiente de su estreno remitió al autor, Jouslin de la Salle,
director de escena del Teatro Francés, el siguiente oficio, cuyo original
conserva: "En este momento, que son las diez y media, acabo de recibir la
orden de suspender las representaciones de “El rey se divierte”, que me
comunica H. Taillor en nombre del ministro. Hoy 23 de noviembre."».
En 1833 conoce a la actriz
Juliette Drouet, que se convierte en su amante y le consagrará su vida. Drouet
lo salvará del encarcelamiento durante el golpe de Estado de Napoleón III. Hugo
escribirá para ella numerosos poemas. Ambos pasan juntos cada aniversario de su
encuentro y completan, año tras año, un cuaderno común que titulan
cariñosamente Libro del aniversario. Además de Juliette, Hugo contó con
numerosas amantes.
“Lucrecia Borgia” y “María
Tudor” se estrenaron en el Teatro de la Porte Saint-Martin en 1833, y “Angelo, tirano de Padua” en el
Théâtre-Français en 1835. Ante la falta de escenarios para representar los
nuevos dramas, cuya puesta en escena es compleja y costosa por la cantidad de
escenografía y tramoya que exige la ruptura de las unidades, Hugo decide, junto
con Alejandro Dumas, también hijo de un general napoleónico, crear una sala
dedicada al drama romántico. Aténor Joly recibe, por orden ministerial, el
privilegio que autoriza la creación del Théâtre de la Renaissance en 1836,
donde se representará, en 1838, Ruy Blas.
Hugo accede a la Academia
francesa en 1841, después de tres tentativas que resultaron infructuosas,
esencialmente a causa de un grupo de académicos entre los que se encontraba el
escritor costumbrista Étienne de Jouy, que se oponían al romanticismo y lo combatían
ferozmente.
Para Hugo 1843 fue un año
funesto; en marzo se estrenó “Los
burgraves”, obra que no recibe el éxito esperado. Durante la creación de
todas sus obras, Hugo se enfrenta contra todo tipo de dificultades materiales y
humanas, como teatros poco propicios a los espectáculos de envergadura o
reticencias de los actores franceses ante la audacia de sus dramas, y sus
piezas reciben silbidos a menudo por parte de un público poco sensible al drama
romántico, aunque también reciben por parte de sus admiradores vigorosos
aplausos. El 4 de septiembre de 1843, Leopoldina muere trágicamente en
Villequier, en el río Sena, ahogada junto con su marido Charles Vacquerie tras
el naufragio de su barco. Hugo se encontraba entonces en los Pirineos con
Juliette Drouet, y se entera por la prensa de la muerte de su hija. El escritor
se ve afectado terriblemente por esta muerte, que le inspirará varios poemas de
“Las contemplaciones”
—particularmente, «Mañana, desde el alba»—.
Desde esta fecha y hasta su exilio en 1851, Hugo no publicará nada, aunque
seguirá escribiendo furiosamente; no estrena teatro, no imprime novelas ni
colecciones de poemas. Algunos autores ven en la muerte de Leopoldina y el
fracaso de “Los burgraves” una
posible razón de este desafecto del autor hacia la creación literaria, mientras
que otros ven más bien una posible atracción hacia la política, actividad que
le ofrecería otra tribuna a sus actividades. Es verdad que en 1845 fue nombrado
Par de Francia y en 1848 no es todavía el furibundo republicano que llegará a
ser.
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