4 TANTO
MONTA
Para quien
ha nacido en esta cruda altiplanicie que se despereza del Ebro al Tajo, nada
hay tan conmovedor como reconstruir el proceso incorporativo que Castilla
impone a la periferia peninsular. Desde un principio se advierte que Castilla
sabe mandar. No hay más que ver la energía con que acierta a mandarse a sí
misma. Ser emperador de sí mismo es la primera condición para imperar a los
demás. Castilla se afana por superar en su propio corazón la tendencia al
hermetismo aldeano, a la visión angosta de los intereses inmediatos que reina
en los demás pueblos ibéricos. Desde luego, se orienta su ánimo hacia las
grandes empresas, que requieren amplia colaboración. Es la primera en iniciar largas,
complicadas trayectorias de política internacional, otro síntoma de genio
nacionalizador. Las grandes naciones no se han hecho desde dentro, sino desde
fuera; sólo una acertada política internacional, política de magnas empresas,
hace posible una fecunda política interior, que es siempre, a la postre,
política de poco calado. Sólo en Aragón existía, como en Castilla, sensibilidad
internacional, pero contrarrestada por el defecto más opuesto a esa virtud: una
feroz suspicacia rural aquejaba a Aragón, un irreductible apego a sus
peculiaridades étnicas y tradicionales. La continuada lucha fronteriza que
mantienen los castellanos con la Media Luna, con otra civilización, permite a
éstos descubrir su histórica afinidad con las demás Monarquías ibéricas, a despecho
de las diferencias sensibles: rostro, acento, humor, paisaje. La «España una»
nace así en la mente de Castilla, no como una intuición de algo real -España no
era, en realidad, una-, sino como un ideal esquema de algo realizable, un
proyecto incitador de voluntades, un mañana imaginario capaz de disciplinar el
hoy y de orientarlo, a la manera que el blanco atrae la flecha y tiende el
arco. No de otra suerte, los codos en su mesa de hombre de negocios, inventa
Cecil Rhodes la idea de la Rhodesia: un Imperio que podía ser creado en la
entraña salvaje del Africa. Cuando la tradicional política de Castilla logró
conquistar para sus fines el espíritu claro, penetrante, de Fernando el
Católico, todo se hizo posible. La genial vulpeja aragonesa comprendió que
Castilla tenía razón, que era preciso domeñar la hosquedad de sus paisanos e
incorporarse a una España mayor. Sus pensamientos de alto vuelo sólo podían ser
ejecutados desde Castilla, porque sólo en ella encontraban nativa resonancia.
Entonces se logra la unidad española; mas ¿para qué, con qué fin, bajo qué
ideas ondeadas como banderas incitantes? ¿Para vivir juntos, para sentarse en
torno al fuego central, a la vera unos de otros, como viejas sibilantes en
invierno? Todo lo contrario. La unión se hace para lanzar la energía española a
los cuatro vientos, para inundar el planeta, para crear un Imperio aún más
amplio. La unidad de España se hace para esto y por esto. La vaga imagen de
tales empresas es una palpitación de horizontes que atrae, sugestiona e incita
a la unión, que funde los temperamentos antagónicos en un bloque compacto. Para
quien tiene buen oído histórico, no es dudoso que la unidad española fue, ante
todo y sobre todo, la unificación de las dos grandes políticas internacionales
que a la sazón había en la península: la de Castilla, hacia Africa y el centro
de Europa; la de Aragón, hacia el Mediterráneo. El resultado fue que, por vez
primera en la historia, se idea una Weltpolitik: la unidad española fue hecha
para intentarla.
En el
capítulo anterior he sostenido que la incorporación nacional, la convivencia de
pueblos y grupos sociales exige alguna empresa de colaboración y un proyecto
sugestivo de vida en común. La historia de España confirma esta opinión, que
habíamos formado contemplando la historia de Roma. Los españoles nos juntamos
hace cinco siglos para emprender una Weltpolitik y para ensayar otras muchas
faenas de gran velamen.
Nada de esto
es construcción mía; no es orla de mandarín que yo, literato ocioso, pongo al
cabo de quinientos años a esperanzas y dolores de una edad remota. Entre otros
mil testimonios, me acojo a dos excepcionales que me ofrecen insuperable
garantía y se completan ambos. Uno es de Francesco Guicciardini, que muy joven
vino de embajador florentino a nuestra tierra. En su “Relazione di Spagna”
cuenta que un día interrogó al rey Fernando: «¿Cómo es posible que un pueblo
tan belicoso como el español haya sido siempre conquistado, del todo o en
parte, por galos, romanos, cartagineses, vándalos, moros?» A lo que el rey
contestó: «La nación es bastante apta para las armas, pero desordenada, de
suerte que sólo puede hacer con ella grandes cosas el que sepa mantenerla unida
y en orden.» y esto es -añade Guicciardini- lo que, en efecto, hicieron
Fernando e Isabel; merced a ello pudieron lanzar a España a las grandes
empresas militares. (1) “Opere inedite”.
vol. VI
Aquí, sin
embargo, parece que la unidad es la causa y la condición para hacer grandes
cosas. ¿Quién lo duda? Pero es más interesante y más honda, y con verdad de más
quilates, la relación inversa; la idea de grandes cosas por hacer engendra la
unificación nacional.
Guicciardini
no era muy inteligente. La mente más clara del tiempo era Maquiavelo. Nadie en
aquella época pensó más sobre política ni conoció mejor el doctrinal íntimo de
las cancillerías. Sobre todo, a nadie preocupó tanto la obra de Fernando como
al sagaz secretario de la Señoría. Su Príncipe es, en rigor, una meditación
sobre lo que hicieron Fernando el Católico y César Borgia. Maquiavelismo es principalmente
el comentario intelectual de un italiano a los hechos de dos españoles.
Pues bien:
existe una carta muy curiosa que Maquiavelo escribe a su amigo Francesco
Vettori, otro embajador florentino, a propósito de la tregua inesperada que
Fernando el Católico concedió al rey de Francia en 1513. Vettori no acierta a
comprender la política del «astuto Re»; pero Maquiavelo le da una explicación
sutilísima que resultó profética. Con este motivo resume la táctica de Fernando
de España en estas palabras maravillosamente agudas:
«Si
hubieseis advertido los designios y procedimientos de este católico rey, no os
maravillaríais tanto de esta tregua. Este rey, como sabéis, desde poca y débil
fortuna, ha llegado a esta grandeza, y ha tenido siempre que combatir con Estados
nuevos y súbditos dudosos (2), y uno de los modos como los Estados nuevos se
sostienen y los ánimos vacilantes se afirman o se mantienen suspensos e
irresolutos, e dare di se grande
spettazione, teniendo siempre a las gentes con el ánimo arrebatado por la
consideración del fin que alcanzarán las resoluciones y las empresas. Esta
necesidad ha sido conocida y bien usada por este rey: de aquí han nacido los
asaltos de Africa, la división del Reino (3) y todas estas variadas empresas, y
sin atender a la finalidad de ellas, perche
il fine suo non e tanto quello o questo, o quella vittoria, quanto e darsi
reputazione ne'popoli y tenerlos suspensos con la multiplicidad de las
hazañas. Y por esto fu sempre animoso
datore di principii, fue un gran iniciador de empresas a las cuales da el
fin que la suerte le permite y la necesidad le muestra» (4).
No puede
pedirse mayor claridad y precisión en un contemporáneo. El suceso posterior
hizo patente lo que acertó a descubrir el zahorí de Florencia. Mientras España
tuvo empresas a que dar cima y se cernía un sentido de vida en común sobre la
convivencia peninsular, la incorporación nacional fue aumentando o no sufrió
quebranto.
Pero hemos quedado en que durante
estos años hay un rumor incesante de nacionalismos, regionalismos,
separatismos... Volvamos al comienzo de este artículo (5) y preguntémonos: ¿Por
qué?
(1) “Opere
inedite”. vol. VI
(2) “Súbditos dudosos”Esto es,
ensaya la unificación en un Estado de pueblos por tradición independientes, de
hombres que no son sus vasallos y súbditos de antiguo.
(3) La división del Reino, se
refiere al de Nápoles.
(4) Machiavelli, Opere,. vol.
VIII. Existe otro texto de esta carta con algunas variantes que subrayan más el
mismo pensamiento. Por ejemplo: «Cosi fece il Re nelle imprese di Granata, di
Africa e di Napoli; giacche il suo vero scopo non fu mai questa o quella
vittoria.»
(5) [Artículo que incluía los
capítulos 3.0 y 4.0 de esta primera parte.]
Influencia en la generación del
27.
Fuente Wikipedia.
Ortega
ejerció una notable influencia en los autores de la generación del 27. Entre
las obras que más influyeron en estos escritores destacan “España invertebrada” (1921) y “La
deshumanización del arte” (1925) cuyas ideas y postulados serán asumidos
por dicha generación. Su estilo elegante y pulcro al escribir será una de las
características que usarán estos escritores al crear sus obras. La Revista de Occidente (fundada
por Ortega en 1923, y de la que fue en parte redactor) será leída por los
escritores de la generación del 27 por contener artículos actuales de gran
interés cultural, así como por su original presentación estética.
La Revista de Occidente.
Fuente Wikipedia.
Es
una publicación cultural y científica española editada por la Fundación José
Ortega y Gasset, fundada y dirigida en 1923 por José Ortega y Gasset, de
divulgación académica tanto en Europa como en América Latina.
En
ella escribieron y se tradujeron artículos de filósofos contemporáneos como
Bertrand Russell y Edmund Husserl. Han colaborado escritores y ensayistas como
Ramón Gómez de la Serna, Antonio Espina, Francisco Ayala, Rosa Chacel, Máximo
José Kahn y Ramiro Ledesma Ramos.
Publica
once números al año, siendo la edición correspondiente a julio y agosto un
número doble. Editada entre 1923 y 1936 a cargo de Ortega y Gasset, desde 1962
es publicada nuevamente bajo la dirección de José Ortega Spottorno (de 1962 a
1980) y Soledad Ortega Spottorno (1980-2007) posteriormente, ambos hijos del
anterior. Desde 2007 la dirige José Varela Ortega, hijo de Soledad y nieto de
Ortega y Gasset.
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