"Vivimos una época en que es más difícil para un hombre
libre hacerse un hogar de lo que era para el asceta medieval pasarse sin él."
Los límites de la cordura - G.K. Chesterton
(10)
III
ALGUNOS ASPECTOS DE LA TIERRA.
2. Votos y voluntarios.
A
veces nos han preguntado por qué no admiramos a los que hacen propaganda tanto
como se admiran ellos mismos. Una respuesta es que está en su naturaleza
admirarse a sí mismos. Y en la índole misma de nuestra tarea está el enseñar a
la gente a criticarse o, más bien (y es preferible) a darse de puntapiés.
Hablan acerca de la verdad en los anuncios, pero no puede haber nada semejante
en el sentido profundo en el que necesitamos la verdad en la política. Es
imposible decir en los términos alegres de la publicidad la verdad sobre lo mal
que están las cosas o la verdad acerca de lo difícil que va a resultar
mejorarlas. Nadie que ponga anuncios va a ser tan sincero como para decir:
«Haga
lo que pueda con nuestra vieja y pésima máquina de escribir, en este momento no
podemos conseguir nada mejor». Pero en realidad tenemos que decir que nuestros amigos
«pasarán un mal rato si empiezan a trabajar nuevos campos por su propia cuenta;
pero es lo que hay que hacer». No podemos hacer creer que estamos ofreciendo solamente
satisfacciones y comodidades. Cualquiera que sea nuestra opinión definitiva
sobre la maquinaria que ahorra trabajo, no podemos ofrecer nuestro ideal como
una máquina que ahorra trabajo. En nuestro ideal no hay más propuesta de
incomodidad de la que hay para un hombre en un incendio, una batalla o un
naufragio. No hay más camino que el
camino del peligro para salir del peligro. La forma de llamamiento que debe
hacerse a los ingleses es la forma de llamamiento que se hace ante una gran
guerra o una revolución. Aunque la trompeta emitiera un sonido incierto... pero
debe ser el sonido inconfundible de una trompeta. El megáfono de la propia
satisfacción mercantil es fuerte, pero no claro. Por su naturaleza, sólo puede
decir cosas suaves, aunque las diga estruendosamente; es como alguien que
susurra dulces naderías, aun cuando su susurro fuera un grito horrible. ¿Cómo
puede pedir la publicidad que los hombres se preparen para la batalla? ¿Cómo
puede la publicidad hablar el lenguaje del patriotismo? No puede decir: «Compre
tierra en Blinkington-on-Sea y prepárese para la lucha contra piedras y
abrojos». No puede emitir un sonido seguro, como el antiguo somatén que tocaba
a sangre y fuego, y decir a las gentes de Puddleton que corren peligro de
hambre. Para hacer justicia a los hombres, nunca nadie anunció las necesidades
del ejército de cocineros afirmando que era conveniente para el fogón. No
dijimos a los soldados: «Prueben nuestras trincheras; son un deleite». Hicimos
una especie de tentativa de llamamiento a cosas mejores, y tenemos que volver a
hacerlo frente a cosas peores. El tono de los anuncios es lo que hace tan difícil
esto. Porque lo que tenemos que considerar a continuación es la necesidad de
acción individual independiente en gran escala. Queremos que se conozca la necesidad,
como se hizo saber que había necesidad de soldados. La educación ha sido
demasiado comercial en su origen y ha dejado que la hunda la publicidad
comercial. Venía demasiado de la ciudad, y ahora casi la han arrojado de la
ciudad. Educación quería decir en realidad enseñanza de cosas de la ciudad a
gente del campo que no quería aprenderlas. Admito más bien que sería mucho
mejor empezar al menos con aquellos que realmente la necesitan. Pero también
sostengo que hay realmente gran cantidad de gente en la ciudad y en el campo
que verdaderamente la necesitan.
Pensemos
o no en una futura ley agraria, sea o no sea nuestro concepto del distributismo
rígido o tosco, pero eficaz, creamos o no en la compensación o la confiscación,
busquemos esta o aquella ley, no debemos sentarnos y esperar ley alguna.
Mientras crece el pasto el caballo tiene que mostrar que quiere pasto: tiene
que explicar que es realmente un cuadrúpedo herbívoro. El cumplimiento de las promesas
parlamentarias es más lento que el crecimiento de la hierba, y si no se hace
nada antes de que se complete lo que se llama un proceso constitucional,
estaremos casi tan cerca del distributismo como lo está del socialismo un político
laborista. Me parece necesario revivir en primer lugar el método medieval o
recto, y pedir voluntarios.
Los
ingleses podrían hacer lo que hicieron los irlandeses. Podrían hacer las leyes
obedeciéndolas. Si como los primitivos patriotas del Sinn Fein hemos de adelantarnos
al cambio legal mediante un acuerdo social, necesitamos dos clases de voluntarios
para llevar a cabo la experiencia inmediata. Es necesario que averigüemos cuantos
labriegos hay, real o potencialmente, que podrían cargar con la responsabilidad
de pequeñas granjas por el bien de la verdadera propiedad, a fin de bastarse a
sí mismos y de salvar a Inglaterra en un momento desesperado. Queremos saber
cuántos terratenientes hay que cederían o venderían a bajo precio su tierra
para dividirla en granjas de ese tipo. Sinceramente, creo que el hacendado llevaría
la mejor parte. O, más bien, creo que al labriego le tocaría la parte más
difícil y heroica. A veces hasta le convendría al propietario ceder del todo la
tierra, puesto que está pagando por lo que no le produce nada a cambio. Pero de
cualquier modo, todos deben darse cuenta de que la situación, sin usar frases
abusivas, exige remedios heroicos. Es imposible disimular que el hombre que
reciba la tierra, más aún que el que la entregue, tendrá que tener algo de héroe.
Nos dirán que los héroes no brotan en todos los setos, y que no encontraremos
bastantes para defender todos nuestros cercos. Hace apenas unos años reunimos
tres millones de héroes con un toque de clarín, y la trompeta que hoy oímos es,
en un sentido más terrible, la trompeta del juicio.
Necesitamos
una llamada popular de voluntarios que salven la tierra, exactamente como en
1914 se necesitaron voluntarios para salvar el país. Pero no queremos que se debilite
el llamamiento con ese rasgo pusilánime, cansado, funesto y deplorable que los
periódicos llaman optimismo. No estamos pidiendo a unos niños que pongan buena
cara mientras les toman sus fotografías: estamos pidiendo a hombres grandes que
hagan frente a una crisis tan grave como una gran guerra. No estamos pidiendo a
la gente que recorte un cupón de un diario, sino que trace surcos de labrantío
en un desierto sin huellas; y si han de triunfar, deberá hacerse frente a la
labor con algo del espíritu inquebrantable del antiguo cumplimiento de un voto.
San Francisco mostró a quienes lo siguieron el camino de una felicidad mayor,
pero no les dijo que una vida errante y sin hogar sería un dechado de
felicidad; ni lo anunció en tableros como un camino de rosas. Pero vivimos una época en que es más difícil
para un hombre libre hacerse un hogar de lo que era para el asceta medieval
pasarse sin él. La disputa sobre los arrabales de Limehouse era el modelo
de guía del problema... si podemos llamar modelo de guía a algo que no guía y
sobre lo cual sólo un loco modelaría algo. Los habitantes de los barrios bajos
dicen verdadera y decididamente que prefieren sus casuchas a los bloques de apartamentos
que se les proporcionan como alternativa de las casuchas. Y las prefieren, se
afirma, porque las casas viejas tenían al fondo corrales donde podían dedicarse
«a sus hobbies de pájaros y a la cría de gallinas». Cuando se les ofrecieron
otras oportunidades, sobre un plan de reparto, tuvieron la espantosa
depravación de decir que les gustaba tener cercas alrededor de sus corrales
privados. Tan terrible y abrumador es el torrente rojo del comunismo cuando
entra en ebullición en los cerebros de las clases trabajadoras.
Desde
luego, es concebible que sea necesario, durante alguna convulsión violenta, que
las casas de la gente se apilen una sobre otra en forma de torres de
apartamentos. Y así también podría ser necesario que los hombres treparan sobre
los hombros de otros hombres durante un diluvio o para salir de una grieta
abierta por un terremoto. Y lógicamente es concebible, y hasta matemáticamente
exacto, que disminuiríamos las muchedumbres de las calles de Londres si
pudiéramos acomodar a los hombres verticalmente, en vez de horizontalmente. Si
solamente hubiera algún medio por el cual un hombre pudiera caminar con otro
hombre de pie encima de él, y otro sobre éste y así sucesivamente, se ahorrarían
muchos empujones. Los hombres se colocan de este modo en las pruebas de acrobacia,
y es claro que tales acrobacias podrían hacerse obligatorias en todas las
escuelas. Es un cuadro que me agrada mucho, como cuadro. Espero ver (en mi
afición al arte por el arte) semejante torre viviente moviéndose majestuosamente
a lo largo de la avenida Strand. Me agrada pensar en un tiempo de verdadera
organización social, cuando todos los empleados de los señores Boodle &
Bunkham ya no aparezcan en la forma desordenada y dispersa en que lo hacen
actualmente, cada uno desde su pequeña villa suburbana. Ni siquiera marcharían,
como en la etapa inmediata e intermedia del Estado Servil, en una columna de
filas bien formadas, desde el dormitorio de una parte de Londres hasta el
emporio de la otra. No. Ante mí surge una visión más noble que llega hasta las
alturas del mismo cielo. Una pagoda tambaleante de empleados, cada uno en
equilibrio sobre otro, se mueve a lo largo de la calle, haciendo tal vez
demostraciones acrobáticas en el aire a medida que avanza, para mostrar la
perfecta disciplina de su maquinaria social. Todo eso sería muy impresionante;
y, entre otras cosas, realmente economizaría espacio. Pero si uno de los
hombres cercanos a la punta de esa torre movediza dijera que esperaba poder
volver a visitar la tierra algún día, simpatizaría con su sentido del
destierro. Si dijera que para el hombre lo natural es caminar sobre la tierra,
yo estaría de acuerdo con su escuela filosófica. Si dijera que es muy difícil
cuidar pollos en esa postura acrobática y a esa altura, yo pensaría que su
dificultad es una dificultad verdadera. En principio podría responderse que el
amor a los pájaros sería más adecuado a la percha tan etérea, pero en la
práctica esos pájaros serían pájaros muy caprichosos. Por último, si dijera el
hombre que cuidar gallinas ponedoras es tarea social digna y estimable, más estimable
y digna que servir a los señores Boodle & Bunkham con la más perfecta
disciplina y organización, estaría de acuerdo con ese sentimiento por encima de
todo lo demás.
Ahora
bien, todo nuestro problema social es muy difícil, y aunque en cierto modo su
parte agrícola sea la más simple, en otro sentido no es en modo alguno la menos
difícil. Pero este asunto de Limehouse es un ejemplo vívido de cómo hacemos más
difícil la dificultad. Se nos dice una y otra vez que los habitantes de los
barrios bajos de las grandes ciudades no pueden ser simplemente librados a la tierra,
que no quieren ir al campo, que no tienen inclinaciones ni ideas que de algún
modo puedan convertirlos en gente interesada por la tierra, que no puede concebirse
que tengan algún placer, salvo los placeres de la ciudad, ni aun disconformidad
alguna, salvo el bolchevismo de las ciudades. Y luego, cuando toda una muchedumbre
de ellos quiere criar gallinas, los obligamos a vivir en apartamentos. Cuando
multitud de ellos quiere tener cercas, nos reímos y los mandamos a barracas
públicas. Cuando toda una población desea insistir en empalizadas y cercados y
en las tradiciones de la propiedad privada, las autoridades obran como si
estuvieran sofocando un motín rojo. Cuando estos mismos habitantes
desesperanzados de los arrabales ponen realmente todas sus esperanzas en una ocupación
rural, que todavía pueden practicar en las casuchas, los apartamos de esa
ocupación diciendo que mejoramos su condición. Se toma a un hombre que tiene la
cabeza puesta en un gallinero, se lo instala a la fuerza sobre zancos gigantes
de cien pies de altura, donde no puede alcanzar el suelo, y luego se dice que
se lo ha salvado de la miseria. Y después se agrega que un hombre así sólo
puede vivir sobre zancos y que nunca podría interesarse por las gallinas.
Ahora
bien, la pregunta primerísima que se hace siempre a aquellos que defienden
nuestra forma de reconstrucción agrícola es fundamental, porque es psicológica.
Podemos o no necesitar cualquier otra cosa para una comunidad labriega, pero
sin duda necesitamos labriegos. En la actual mezcla y confusión de civilización
más o menos urbanizada, ¿tenemos siquiera los elementos primeros o las primeras
posibilidades? ¿Tenemos labriegos o al menos labriegos en potencia? Como a
todas las preguntas de ese tipo, no puede contestarse con estadísticas. Las estadísticas son artificiales aun
cuando no sean ficticias, porque siempre dan por sentado el hecho mismo que un
cálculo recto siempre tiene que negar: suponen que cada hombre es un solo
hombre. Se basan en una especie de teoría atómica de que el individuo es realmente
individual, en el sentido de indivisible. Pero cuando abiertamente tratamos con
la proporción de diferentes amores u odios o esperanzas o apetitos, lejos de ser
esto un hecho que pueda darse por sentado, es el primerísimo que debe ser
negado. Lo niega toda esa consideración más profunda que los hombres
acostumbraban a llamar espiritual, hasta que se arriesgaron a decirlo en griego
y llamarla psíquica o psicológica. En un sentido, la espiritualidad más alta
insiste, desde luego, en que un hombre es uno solo. Pero en el sentido aquí
implícito, la opinión espiritual siempre ha sido la de que un hombre es por lo
menos dos, y la opinión de los psicólogos ha demostrado cierta inclinación a
convertirlo en media docena. Por lo tanto, de nada vale discutir el número de labriegos
que son nada más que labriegos. Es muy probable que no haya ninguno. No vale
preguntar cuántos labradores o campesinos completos y acabados, con sus blusas,
pala y horquilla en mano esperan en las cercanías de Brompton o Brixton que les
demos la señal para volver precipitadamente a la tierra. Alguien tan tonto como
para esperar semejante cosa no se ha de hallar en nuestro pequeño partido
político. Cuando tratamos este género de asunto tratamos con elementos
diferentes dentro de la misma clase, y aun del mismo hombre. Tratamos con elementos
que deberían ser estimulados o educados o (si tenemos que usar la palabra en
algún momento) desarrollados. Tenemos que considerar si hay materiales de los
cuales pueden sacarse labradores que constituyan una comunidad labriega, si
realmente queremos intentarla. En ninguna de estas notas he sugerido que exista
la más mínima posibilidad de que se haga si no queremos intentarlo.
Ahora
bien, usando las palabras en este sentido razonable, sostengo que existe
todavía en Inglaterra mucho elemento humano al que le agradaría volver a esta
suerte de Inglaterra más sencilla. Algunos de ellos lo comprenden mejor que
otros, algunos se comprenden a sí mismos mejor que otros; algunos estarían
dispuestos a que fuera una revolución; otros se aferran a esto muy ciegamente,
como a una tradición; algunos han pensado en esto sólo como en un hobby; otros
no han oído hablar nunca de eso y lo sienten sólo como una carencia. Pero creo
que el número de personas a quienes les agradaría escapar del enredo de las
meras ramificaciones y comunicaciones de la ciudad y volver a acercarse a las
raíces de las cosas, a donde las cosas proceden directamente de la naturaleza,
es muy crecido. Probablemente no sea una mayoría, pero sospecho que aún ahora
es una minoría numerosa. Un hombre no desea necesariamente esto más que
cualquier otra cosa en cada momento de su vida. Ninguna persona cuerda espera
que un movimiento conste enteramente de monomaniacos. Pero gran cantidad de
gente lo desea mucho. Es la impresión que me ha dejado la experiencia, que es,
entre todas las cosas, lo más difícil de reproducir en una polémica. Lo
advierto por el modo con que innumerables habitantes de los suburbios hablan de
sus jardines. Lo adivino por la clase de cosas que realmente envidian al rico.
Una de las más notables es simplemente el espacio vacío. Lo compruebo en todos los
hombres que desean el campo aun cuando lo denigran. Lo noto en el profundo
interés popular que existe en todas partes, especialmente en Inglaterra, por lo
que se refiere a cría y cuidado de cualquier clase de animal. Y si buscara un
ejemplo supremo, simbólico y triunfante de todo lo que quiero decir, podría
encontrarlo en el caso que he citado de estos hombres que viven en los barrios
más miserables de Limehouse y no sienten deseos de abandonarlos, porque significaría
dejar atrás un conejo de una conejera o un pollo de un gallinero.
Pues
bien, si en realidad hiciéramos lo que sugiero, o si en realidad supiéramos lo
que estamos haciendo, aprovecharíamos a estos habitantes de los arrabales como
si fueran niños prodigio o (lo que es aún más lucrativo) fenómenos que pueden
ser exhibidos en una feria. Veríamos que esta gente tiene un genio innato para
esas cosas. Los alentaríamos en tales cosas, los educaríamos en tales cosas. Veríamos
en ellos la semilla y el principio viviente de un verdadero resurgimiento
espontáneo del campo. Repito que sería una cuestión de proporción, y por ende
de tacto. Pero nos pondríamos de su lado, confiados en que ellos estarían del
nuestro y del lado del campo. Reconstruiríamos nuestra educación popular de
modo que fomentara esos pasatiempos. Pensaríamos que vale la pena enseñar a la
gente las cosas que tiene tanto anhelo de enseñarse a sí misma. Les enseñaríamos.
A veces, en un arranque de humildad cristiana, hasta podríamos permitirles que
ellos nos enseñaran a nosotros. Y lo que hacemos es echarlos en masa fuera de sus
casas, donde hacen estas cosas con dificultad, y arrastrarlos chillando a
lugares nuevos, donde no pueden hacerlas en absoluto. Este solo ejemplo mostraría
cuánto estamos haciendo en realidad por la reconstrucción rural de Inglaterra.
Aunque
mucho podría hacerse mediante voluntarios y mediante un convenio voluntario
entre el hombre que realmente pudiera hacer el trabajo y el hombre que con frecuencia
no puede percibir la renta, nada hay en nuestra filosofía social que prohíba el
uso del poder del Estado donde puede usarse. Y ya fuera por un subsidio del
Estado o mediante un gran fondo voluntario, me parece que todavía sería posible
dar al menos al otro hombre algo equivalente a la renta que no percibe. Dicho
con otras palabras, mucho antes de que nuestros comunistas lleguen al
procedimiento contencioso de la confiscación, me parece uno de los recursos de
la civilización permitir que Brown compre a Smith lo que para Smith ya tiene
poco valor, pero que podría ser de gran valor para Brown. Conozco la oposición
corriente al subsidio, y el argumento general que se aplica igualmente a la
suscripción; pero creo que una subvención para restaurar la agricultura se
vería mejor pagada en el futuro que una subvención para sostener la posición de
la hulla; exactamente como la creo a su vez más defendible que medio centenar
de salarios que pagamos a multitud de personas despreciables por importunar a
los pobres con fingida ciencia y tiranía mezquina. Pero, como ya he indicado,
hay otras formas en las que podría ayudar el Estado. Puesto que tenemos
educación por el Estado, parece una lástima que nunca pueda ser determinada en
cualquier momento por las necesidades del Estado. Si la necesidad inmediata del
Estado es la de prestar cierta atención a la existencia de la tierra, parece que
en realidad no hay razón para que los ojos de maestros y alumnos, que
contemplan las estrellas, no se vuelvan en dirección a este planeta.
Actualmente, nuestra educación no es ciertamente para ángeles, sino más bien
para aviadores. Ni siquiera comprende el deseo de un hombre de permanecer atado
a la tierra. En su ideal hay una locura que con justicia puede llamarse
extraterrena.
Ahora
bien, sugiero que sería conveniente un grupo de labriegos voluntarios, primero
como núcleo, pero creo que sería un foco de atracción. Creo que se alzaría no
sólo como una roca, sino también como un imán. Con otras palabras, tan pronto
como se admita que puede hacerse, se volverá importante cuando cierto número de
otras cosas no pueda ya hacerse. Donde la industria está cada vez peor, esto
sería considerado lo mejor incluso por los que lo consideran sólo aceptable en
segundo término. Cuando hablamos de la gente que abandona el campo y se
congrega en las ciudades, no juzgamos el caso con justicia. Algo puede dejarse
para un tipo social que preferirá siempre los cinematógrafos y las tarjetas
postales a la propiedad y la libertad. Pero no hay nada concluyente en el hecho
de que la gente prefiera vivir sin propiedad y sin libertad con un cine, a
vivir sin propiedad y sin libertad sin un cine. A algunas personas puede
gustarles la ciudad tanto como para que prefieran vivir asfixiadas en ella a
vivir libres en el campo. Por lo tanto, creo que si creáramos un grupo considerable
de labriegos, el grupo crecería. La gente se replegaría hacia él a medida que
se retirara de las industrias decadentes. En la actualidad el grupo no crece
porque no existe el grupo que pueda crecer; la gente ni siquiera cree en su
existencia, y menos puede creer en su extensión.
Hasta
aquí, me propongo simplemente sugerir que muchos campesinos estarían ahora
dispuestos a trabajar solos en la tierra, aunque fuera un sacrificio; que
muchos hacendados estarían dispuestos a cedérsela, aunque fuera un sacrificio;
que el Estado (y para eso cualquier otra corporación patriótica) podría tener
obligación de ayudar a uno o a ambos de estos gastos, que no sería un
sacrificio intolerable ni imposible. En todo esto recordaría al lector que sólo
estoy tratando de la actividad inmediatamente practicable, y no de una
condición última y completa; pero me parece que podría emprenderse casi
enseguida algo de esta clase. A continuación procederé a considerar un malentendido
acerca de cómo un grupo de labriegos podría vivir del producto de la tierra.
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