V
UNA NOTA SOBRE LA EMIGRACION
1. La necesidad de un espíritu nuevo.
Antes
de terminar estas notas con algunas palabras acerca del aspecto colonial de la
distribución democrática, será conveniente dar testimonio de las sugerencias
recientes de un hombre tan distinguido como el señor John Galsworthy. Galsworthy
es un señor por quien siento el respeto más profundo; porque un ser humano
que trata realmente de ser justo es algo muy semejante a un monstruo, y un
milagro en la larga historia de esta alegre raza nuestra. A veces, sí, me exaspera
un poco que me excusen tan persistentemente. Pocas cosas imagino tan
fastidiosas, para un cristiano libre de nacimiento y bien constituido, como la
idea de que si él decidiera esperar al señor Galsworthy tras un muro, derribarlo
de un ladrillazo, saltarle encima con pesadas botas y una serie de cosas más,
el señor Galsworthy
todavía diría débil y entrecortadamente que la culpa era solamente
del sistema; que el sistema fabricaba ladrillos, y el sistema lanzaba ladrillos, y el sistema anda calzado con botas pesadas y así sucesivamente. Como ser humano, anhelaría un poco más de justicia humana después de toda esa misericordia tan inhumana.
del sistema; que el sistema fabricaba ladrillos, y el sistema lanzaba ladrillos, y el sistema anda calzado con botas pesadas y así sucesivamente. Como ser humano, anhelaría un poco más de justicia humana después de toda esa misericordia tan inhumana.
Estos
sentimientos no estorban otros sentimientos de algo así como entusiasmo por lo
que sólo puede llamarse bello en la imparcialidad de un estudio como El mono
blanco. Cuando esta actitud de desapego se aplica, no al juicio de
individualidades, sino al grueso de los hombres, empieza a parecer algo
monstruoso. Y en el último manifiesto político del señor Galsworthy ese
desapego roza la desesperación. O por lo menos, llega a desesperar de esta
tierra y esta Inglaterra de la cual, por cierto, yo no voy a desesperar
todavía. Pero creo que sería conveniente aprovechar esta oportunidad para
manifestar lo que por lo menos yo siento con respecto a las diferentes quejas
aquí involucradas.
Puede
discutirse si es bueno o malo para Inglaterra poseer un imperio. Puede
discutirse, al menos como una cuestión de definición exacta, si Inglaterra
posee en realidad un imperio. Pero hay un punto sobre el cual todos los
ingleses deberían estar seguros, como cuestión de historia, filosofía o lógica.
Y es que ha sido y es cuestión de poseer nosotros un imperio y no de que un
imperio nos posea a nosotros.
Hay
razones que nos apartan de los americanos: los principios de George Washington;
y hay razones que nos unen a ellos, como los principios de Jorge III. Pero no
hay razón para que los americanos nos absorban y nos arruinen en nombre de la
raza anglosajona. Las colonias fueron originariamente inglesas. Nos deben tanto
como todo eso; aunque sólo sea la circunstancia trivial, a la que tan poco
valor atribuye el pensamiento moderno, de que no hubieran podido llegar a
existir nunca sin su hacedor. Si deciden seguir siendo inglesas, les
agradecemos muy sinceramente el cumplido. Si deciden no seguir siendo inglesas,
sino convertirse en algo diferente, creemos que están en su derecho. Sea como
fuere, Inglaterra seguirá siendo inglesa. No se convertirán primero los
americanos en algo distinto de ingleses para luego convertirnos a nosotros en
lo que son ellos. Tal vez haya sido erróneo poseer un imperio, pero eso no
nos quita nuestro derecho a ser una nación.
Porque
el lema «Inglaterra ante todo» tiene otro sentido en el cual podrían usarlo los
de nuestra escuela. El sentido de que nuestro primer paso debería ser el de descubrir
cómo podría adaptarse a Inglaterra el mejor sistema ético y económico antes de
que lo tratemos como artículo de exportación y lo enviemos a los confines de la
tierra. El individuo científico o dedicado al comercio que está seguro de
haber hallado un explosivo capaz de hacer volar el sistema solar, o una bala
capaz de matar al hombre de la Luna, siempre hace alardes de que los ofrece en
primer término a su patria y sólo después a países extranjeros. Personalmente,
no puedo concebir que un hombre pueda llegar a ofrecer semejante descubrimiento
a un país extranjero. Pero, desde luego, no soy un genio de la ciencia ni
del comercio. De cualquier modo, ciertamente no nos proponemos ofrecer a ningún
país extranjero, ni tampoco a colonia alguna, nuestra pobre noción de propiedad
corriente antes de ofrecérsela a nuestra patria. Y consideramos sumamente
urgente y práctico averiguar primero qué parte de ella puede realmente llevarse
a cabo en nuestra propia tierra. Nadie cree que todos los habitantes de
Inglaterra puedan vivir del producto de la tierra inglesa, aunque todos
deberían ser conscientes de que podría vivir de eso mucha más gente de la que
en realidad vive; y de que, si dicha política estableciera tal comunidad labriega,
disminuiría notablemente el número de hombres que quedaría para ciudades y
colonias. Pero sugeriríamos que éstos deberían quedar realmente, y ser
tratados, como pareciera más deseable, después de que el experimento capital se
hiciera donde más importa que se haga. Y aquello que la mayoría de nosotros
critica en los partidarios de la emigración de tipo ordinario es el hecho de
que parecen pensar primero en la colonia y luego en lo que debe dejarse en la
patria, en vez de pensar primero en la patria y luego en lo que debe
desbordarse hacia la colonia.
La
gente habla del optimista como de alguien que tiene prisa, pero a mí me parece
que un pesimista como el señor Galsworthy
tiene mucha prisa. No ha intentado una reforma evidente en Inglaterra y, viendo
que fracasaba, se ha expatriado para intentarla en alguna otra parte. Está intentando
una evidente reforma en todas partes menos donde es más evidentemente
necesaria. Y en esto creo que tiene una afinidad subconsciente con gentes menos
respetables y razonables que él. Los pesimistas tienen una forma extraña de
impulsarnos a determinaciones desesperadas como solución única a un problema
que no se han molestado en resolver. Declaran solemnemente que algo anormal
se convertiría en necesario si existieran ciertas condiciones, y luego, por
eso, de algún modo suponen que existen. Jamás piensan en intentar convencernos
de que existen antes de probar lo que se sigue de su existencia. Por ejemplo,
éste es precisamente el tipo de pesimismo precipitado y prematuro que la gente
pone de manifiesto con respecto a la restricción de nacimientos. Desean la
destrucción, esperan la desesperación, anticipan ansiosamente las predicciones
más negras y dudosas. Corren anhelantes delante y detrás de las estadísticas demoradas
e inconvenientemente lentas; así como el ciervo suspira por los arroyos, ellos
quieren apagar su sed en la Estigia y el Leteo antes de tiempo. Incluso hechos
que señalan están lejos de la fe que ven brillar detrás de sí, porque la fe es
la substancia de lo esperado y la evidencia de lo no visto.
Si
no comparo al crítico en cuestión con los doctores de esta perversión funesta,
menos lo comparo con aquellos cuyos motivos son meramente plutocráticos y de propia
protección. Pero también debe decirse que muchos recurren a la emigración,
como muchos recurren al control de la natalidad, por una razón perfectamente
simple: porque es la forma más fácil en que los capitalistas pueden escapar a
su propio error del capitalismo. Atrajeron a los hombres a las ciudades con
la promesa de placeres mayores; allí los arruinaron dejándoles un solo placer;
hallaron que el aumento de número que se iba produciendo al principio era conveniente
para el trabajo y luego inconveniente para el abastecimiento, y ahora están
dispuestos a completar su experimento en forma sumamente apropiada, diciendo a esos
hombres que no deben tener familias, o que sus familias deben partir rumbo al
equivalente moderno de Botany Bay.
No es ése el espíritu con que nosotros encaramos el elemento de colonización; y
en tanto se trate con ese espíritu, nos negamos a considerarlo. Sostengo en primer
término que la verdadera colonización no sólo debe ser estable, sino también
sagrada. Afirmo que el nuevo hogar no sólo debe ser un hogar, sino también
un altar. Y por eso digo que primero debe establecerse en Inglaterra, en el
hogar de nuestros padres y en el altar de nuestros santos, para ser luz y
enseña de nuestros hijos. He explicado que no puedo conformarme con excluir mi
propia nacionalidad de mi propio ideal: ni dejar a Inglaterra como simple
taller o carbonera de otros países como Canadá o Australia o la Argentina. Me
agradaría también un tipo de redistribución mucho más rural, y no lo creo
imposible. Pero si toman en cuenta esto, nadie en posesión de sus cinco
sentidos soñará con negar que caben verdaderamente la emigración y la
colonización, y hasta que hay necesidad de ellas. Sólo que, llegados a eso,
tengo que trazar una línea clara y explicar algo más, que en modo alguno es incompatible
con mi amor a Inglaterra, pero que temo que me impedirá ser querido por los
ingleses. Yo no creo, como los diarios e historia nacionales pretenden que
crea, que nosotros poseamos «el secreto» de esta especie de colonización
afortunada y que no necesitemos nada más para lograr esta suerte de
construcción social-democrática. Me parece muy bien que cada hombre de
Inglaterra sea un inglés. Pero creo que tendrá que ser algo más que inglés (o,
algo menos, algo más que «británico») si ha de crear una igualdad social sólida
fuera de Inglaterra. Porque para esa creación social sólida es menester algo
que nuestra tradición colonial no ha dado. Trataré de exponer mis razones para
sostener esta opinión tan poco popular; pero el hecho de que sean bastante
difíciles de exponer es, de suyo, prueba de su poca popularidad y de esa
estrechez que no es nacional ni internacional, sino únicamente imperial.
Me
agradaría muchísimo poder estar presente en una conversación entre el señor
Saklatvala4 y el deán Inge. Tengo sumo respeto por la sinceridad del deán de
San Pablo, pero sus prejuicios subconscientes son extraños. No puedo evitar la
sensación de que tal vez tenga cierta simpatía por un socialista siempre que no
sea un socialista cristiano. Por cierto que no fingiré respeto alguno por esa
clase corriente de tolerancia pronta a abrazar a un budista, pero que deja de
lado al bolchevique. Pienso que su significación es sencilla. Significa acoger
las religiones extrañas cuando hacen que nos sintamos cómodos y perseguirlas
cuando hacen que nos sintamos incómodos. De todos modos, la razón particular
que en este momento tengo para mantener esta asociación de ideas atañe a un
asunto más importante. Atañe, sí, a lo que comúnmente se llama Imperio Británico,
que una vez nos enseñaron a reverenciar profundamente porque era grande. Y una
de mis quejas contra esa suerte de imperialismo ordinario y bastante vulgar es
que no se aseguró ni siquiera las ventajas de la grandeza. Como ya he dicho,
soy nacionalista: me basta con Inglaterra. Defendería a Inglaterra contra todo
el continente europeo. Y aun con mayor alegría defendería a Inglaterra contra
todo el Imperio Británico. En un rapto romántico, defendería a Inglaterra
contra el señor Ramsay Mac Donald si éste llegara a ser rey de Escocia, y
volvería a encender los fuegos centinelas de Newark y Garlisle, y haría sonar
el antiguo somatén del Border. Con igual energía defendería a Inglaterra contra
el señor Tim Healy, rey de Irlanda, si alguna vez la prosperidad grande y
creciente de esa estirpe céltica impotente y en decadencia llegara a ser
realmente ofensiva. Con la mayor exaltación defendería a Inglaterra, sobre
todo, contra el señor Lloyd George, rey de Gales. Por lo tanto, se verá que mi
patriotismo no tiene nada de tolerante; la nacionalidad más moderna no es
bastante estrecha para mí.
Pero
dejando de lado mis propios sentimientos locales, y considerando el asunto en
lo que se llama una forma más amplia, señalo una vez más que nuestro imperialismo
no logra ninguno de los beneficios que podrían lograrse de la extensión. Y
recordé al deán Inge porque él insinuó hace un tiempo que crecía el número de
irlandeses, franceses y canadienses, no porque aquéllos tuvieran un concepto
católico de la familia, sino porque eran una raza retrógrada y aparentemente
casi bárbara que naturalmente (supongo que quiso decir) crecía en número con la
exuberancia ciega de la jungla. Ya he observado la graciosa treta que consiste
en decir dos cosas contrarias, como en el caso de esta afirmación. Cuando los
salvajes van desapareciendo gradualmente, decimos que desaparecen porque son
salvajes. Cuando se van multiplicando de manera inconveniente, decimos que se
multiplican porque son salvajes. Y de esto a afirmar que los compatriotas de
sir Wilfred Laurier
o del senador Yeats son salvajes porque se multiplican hay un solo paso
simplemente lógico. Pero lo que más me llama la atención de esta posición es lo
siguiente: que este espíritu nunca comprenderá lo que en realidad hay que
comprender cuando se abarca una superficie extensa y variada. Si el Canadá
francés es realmente parte del Imperio Británico, parece que el imperio debería
haber servido al menos como una especie de intérprete entre ingleses y franceses.
El estadista del imperio, si hubiera sido en verdad un estadista, debería haber
sido capaz de decir: «Siempre resulta difícil comprender a otra nación u otra
religión; pero yo estoy en situación más afortunada que la mayoría de la gente.
Yo sé algo más de lo que pueden saber naciones encerradas en sí mismas y
aisladas, como Suecia o España. Siento mayor simpatía por la fe católica o la
sangre francesa, porque cuento con católicos franceses en mi propio imperio».
Ahora bien, a mí me parece que un estadista imperial nunca ha dicho esto. Jamás
ha sido capaz de decirlo y ni siquiera ha intentado ni pretendido ser capaz de
decirlo. Ha sido mucho más estrecho que un nacionalista como yo, dedicado a
defender desesperadamente a Offa
Dyke contra una horda de políticos galeses. Dudo que alguna vez haya
existido un político que supiera una sola palabra más de francés, para no hablar
de una palabra más de la misa latina, porque tuviera que gobernar toda una
población cuyas tradiciones provenían de Roma y la Galia. Enseguida indicaré
cómo esta enorme estrechez internacional afecta al problema de una comunidad
labriega y a la extensión de la propiedad natural de la tierra. Pero por el
momento es importante aclarar un punto: el de la naturaleza de esta estrechez.
Y por eso podría aclararse algo con esa conversación delicada, íntima y franca
entre el señor Saklatvala
y el deán de San Pablo. El señor Saklatvala es una especie de parodia o
demostración extrema y extravagante de que en realidad no sabemos absolutamente
nada acerca de los elementos morales y filosóficos que componen el imperio. Es
del todo evidente, claro está, que él no representa a Battersea. Pero, ¿podemos saber de
algún modo hasta qué punto representa a la India? No me parece imposible que
las doctrinas más impersonales e indefinidas de Asia constituyan un terreno
apto para el bolchevismo. La mayor parte de la filosofía oriental difiere de
la teología occidental en que se niega a limitar las cosas; y sería una
perversión sumamente probable de ese instinto que se niega a trazar un límite
entre lo meum y lo tuum.
No creo que el caballero hindú pueda juzgar sobre si nosotros los occidentales
necesitamos tener un seto alrededor de nuestros jardines. Y como resulta que yo
sostengo que el pensamiento y el arte humano más elevado consisten casi enteramente
en trazar una línea en alguna parte, aunque no en cualquier parte, tengo plena
seguridad de que la tendencia occidental es la acertada y la oriental la
equivocada. Pero, cualquiera que sea el caso, me parece que podemos recibir una
lección bastante clara de estos dos casos paralelos del hindú que se convierte
en bolchevique dentro de nuestros dominios sin que nosotros podamos influir en
su conversión y el franco-canadiense que continúa siendo labriego en nuestros
dominios sin que nosotros saquemos provecho de su estabilidad.
No
pretendo saber mucho acerca de los francocanadienses; pero sí lo suficiente
para saber que la mayoría de la gente que habla extensamente sobre el imperio
sabe menos aún que yo. Y lo característico de ellos es que generalmente ni
siquiera tratan de saber más. El cuadro dudoso que siempre evocan de los
colonos que hacen maravillas en todos los rincones del mundo nunca incluye, en realidad,
la clase de cosas que los franco-canadienses saben hacer, o que podrían enseñar
a otros a hacer. En toda esta fantasía moderna de la colonización hay una
suerte de hipocresía peligrosísima. La gente trató de usar los dominios ultramarinos
como Eldorado cuando todavía los estaban usando como Botany Bay. Enviaban afuera a las
personas de las cuales querían librarse y luego iban aún más lejos manifestando
que los extremos del mundo estarían encantados de recibirlos. Y exhibían una
especie de retrato imaginario de una persona cuyas virtudes y hasta cuyos vicios
eran del todo adecuados para fundar un imperio, aunque aparentemente
inadecuados para fundar una familia. Hasta el lenguaje que empleaban era
equivocado. Se referían a esas personas como a colonos, pero lo último que
esperaban de ellos era que se establecieran como tales. Esperaban que hicieran
algo así como irrumpir en forma indistinta e individualista en nuevas tierras
por las cuales el mundo se interesaba cada vez menos. Enviaban a algún sobrino
molesto a cazar bisontes salvajes por las calles de Toronto, así como habían
enviado a cierto número de irlandeses indomables para que lucharan contra los
pieles rojas en las calles de Nueva York. Repetían sin cesar que el mundo
necesitaba pioneros y nunca habían oído que se necesitaran labriegos. Había
cierto sentimiento natural y sincero que quería que el expatriado errante heredara
nuestras tradiciones. En realidad, no se fingía la preocupación porque hallara
las suyas propias. Toda idea nacida de una posición social segura estaba fuera
de discusión; nadie pensó en la continuidad, las costumbres, la religión ni el
folclore del futuro colono. Y sobre todo, nadie imaginó nunca que tuviera un
vivo sentido de la propiedad privada. La vaga idea de que estaba conquistando
algo para el imperio encerraba siempre, si algo encerraba, la idea de que
estaba conquistando algo que pertenecía a otros. No discuto ahora si se trataba
de un error, ni si en algunos casos se justificaba; señalo que nadie abrigó
jamás la idea de otra clase de derecho: el derecho particular de cada hombre a
lo que es suyo. Dudo que se pueda citar una palabra que lo subraye ni aun de la
historia de aventuras más sana o la canción más festiva. Aprecio mucho lo que
hay de sano y festivo en tales canciones e historias. Sólo estoy señalando que
hemos descuidado algo, y que ahora estamos sufriendo por ese descuido. Y lo
peor de ese descuido fue que no aprendiéramos absolutamente nada de los pueblos
que entraban en el imperio que deseábamos glorificar: no aprendimos
absolutamente nada de los irlandeses, nada de los franco- canadienses, nada
siquiera de los pobres hindúes. Ahora hemos llegado a una crisis en la cual
necesitamos especialmente esas aptitudes que hemos descuidado; y ni siquiera
sabemos cómo emprender el aprendizaje. Y lo que explica este error, como
explica la mayoría de los errores, es esa debilidad llamada orgullo; en otras
palabras, el tono que adoptan personas como el deán Inge.
Ahora
bien, para volver a crear una comunidad labriega dentro del mundo moderno será
menester un elemento de emigración liberal. Diré más sobre el contenido de esta
idea en el apartado siguiente. Pero creo que cualquier plan de este tipo tendrá que apoyarse en un espíritu y un
principio totalmente diferentes y diametralmente opuestos a los que generalmente
se aplican a la emigración en la Inglaterra de hoy. Creo que necesitamos una
nueva inspiración, un nuevo interés, y hasta un lenguaje ordinario nuevo, antes
de que esa solución ayude a resolver algo. Lo que necesitamos es el ideal de la
propiedad, no solamente del progreso, especialmente del progreso sobre la
propiedad de los demás. La utopía necesita más fronteras, no menos. Y porque
fuimos débiles en la ética de la propiedad dentro de los límites del imperio,
nuestra propia sociedad no defenderá la propiedad como los hombres defienden el
derecho. El bolchevique es la consecuencia y el castigo del bucanero.
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