No
siempre basta con seguir la estrella: a veces es menester descansar frente al
fuego, sentir que hay algo tan sagrado en la llama de la fogata como en el resplandor
de la Estrella Polar. Y esa misma voz misteriosa, señal de partida para
algunos, voz única que nos dice que no tenemos aquí ciudad perdurable, es
también la única que dentro de los límites de esta tierra puede levantar
ciudades que perduren.
Los límites de la cordura - G.K. Chesterton
(17)
V
UNA NOTA SOBRE LA EMIGRACION
2. La religión de la pequeña propiedad.
Hoy
en día se oyen muchas cosas acerca de las desventajas del decoro, y las dicen
especialmente aquellos que siempre nos hablan de las mujeres de la última
generación, tan desamparadas e impotentes, cosa que pasan luego a probar
refiriéndose a la tiranía tremenda y violenta de la señora Grundy. Casi en la
misma forma insisten en que las mujeres victorianas eran particularmente
tiernas y sumisas. Y es bastante triste que para decirlo tengan que mencionar
el nombre de la reina Victoria. Pero el problema se plantea más especialmente
con relación a lo indecoroso en arte y en literatura, y ahora
está de moda discutir como si no existiera en absoluto un fundamento psicológico para la reserva. Allí debería terminar el debate; pero, afortunadamente, esos pensadores no saben llegar al final de una discusión. He oído argüir que no es más grave describir la violación de un mandamiento que de otro, lo cual es, evidentemente, un error. Hay al menos una causa psicológica para decir que ciertas imágenes mueven la imaginación en una forma que debilita el carácter. No hay causa alguna para decir que la contemplación del equipo de herramientas de un ladrón provocaría en todos nosotros el deseo de asaltar casas. No hay posibilidad de afirmar que el mero descubrimiento de los medios para asesinar a nuestra tía solterona con un atizador hace que esta mala acción se convierta en realidad. Pero lo que llama la atención como la cosa más extraña del debate es esto: que en cuanto nuestra literatura novelesca y nuestro periodismo atacan ampliamente las prohibiciones para las cuales existía realmente una causa lógica, si se considera lo que es la naturaleza humana, todavía soportan mucho más la presión de prohibiciones para las cuales nunca hubo causa alguna. Y lo más curioso de las críticas que oímos contra la época victoriana es que jamás se dirigen contra las convenciones más arbitrarias de dicha etapa. Una de estas convenciones, recuerdo vívido de mi juventud, era la de considerar embarazoso o desleal que un hombre aludiera a su religión. Algo parecido se sentía cuando aludía a su dinero. Pues bien, estas cosas no pueden defenderse con el mismo argumento psicológico de las otras. Nadie enloquece por la simple visión de la aguja de una iglesia, ni siente que lo poseen emociones incontrolables cuando piensa en el sombrero de un arcediano. Sin embargo, todavía persiste en nuestra vida y en nuestra literatura una buena cantidad de ese convencionalismo victoriano verdaderamente irracional, suficiente como para hacer necesaria una defensa, si no una disculpa, cada vez que una discusión depende de este hecho fundamental de la vida.
está de moda discutir como si no existiera en absoluto un fundamento psicológico para la reserva. Allí debería terminar el debate; pero, afortunadamente, esos pensadores no saben llegar al final de una discusión. He oído argüir que no es más grave describir la violación de un mandamiento que de otro, lo cual es, evidentemente, un error. Hay al menos una causa psicológica para decir que ciertas imágenes mueven la imaginación en una forma que debilita el carácter. No hay causa alguna para decir que la contemplación del equipo de herramientas de un ladrón provocaría en todos nosotros el deseo de asaltar casas. No hay posibilidad de afirmar que el mero descubrimiento de los medios para asesinar a nuestra tía solterona con un atizador hace que esta mala acción se convierta en realidad. Pero lo que llama la atención como la cosa más extraña del debate es esto: que en cuanto nuestra literatura novelesca y nuestro periodismo atacan ampliamente las prohibiciones para las cuales existía realmente una causa lógica, si se considera lo que es la naturaleza humana, todavía soportan mucho más la presión de prohibiciones para las cuales nunca hubo causa alguna. Y lo más curioso de las críticas que oímos contra la época victoriana es que jamás se dirigen contra las convenciones más arbitrarias de dicha etapa. Una de estas convenciones, recuerdo vívido de mi juventud, era la de considerar embarazoso o desleal que un hombre aludiera a su religión. Algo parecido se sentía cuando aludía a su dinero. Pues bien, estas cosas no pueden defenderse con el mismo argumento psicológico de las otras. Nadie enloquece por la simple visión de la aguja de una iglesia, ni siente que lo poseen emociones incontrolables cuando piensa en el sombrero de un arcediano. Sin embargo, todavía persiste en nuestra vida y en nuestra literatura una buena cantidad de ese convencionalismo victoriano verdaderamente irracional, suficiente como para hacer necesaria una defensa, si no una disculpa, cada vez que una discusión depende de este hecho fundamental de la vida.
Ahora
bien, cuando observo que necesitamos un tipo de colonización como la que
representan los franco-canadienses, es probable que todavía quede cierto número
de críticos socarrones que me señalen con el dedo y exclamen, como si me
hubieran sorprendido en algo muy malo: «Usted cree en los franco-canadienses
porque son católicos», lo cual, en un sentido, no sólo es verdad, sino que es
casi absolutamente cierto. Pero en otro sentido no es verdad en absoluto, si significa
que no juzgo independientemente cuando siento que eso es lo que realmente
necesitamos. Pues bien, cuando surgen esta dificultad y este malentendido, hay
una sola forma práctica de hacerles frente en el estado actual de información, o
de falta de información pública. Y es el recurso de apelar a lo que
generalmente se llama un testigo imparcial, aunque es probable que sea mucho
menos imparcial que yo. Lo realmente importante de tal testigo es que, si fuera
parcial, sería parcial en el sentido opuesto.
Al
viejo y querido Daily News de los días de mi juventud, donde escribí felizmente
durante muchos años y en el cual tuve muchos buenos y admirables amigos, no se
le puede acusar de ser órgano de los jesuitas. Era, y sigue siendo, y todo el
mundo lo sabe, el órgano de los no conformistas. El doctor Clifford blandió
allí su tetera cuando la vendió para demostrar, mediante un acto simbólico, que
durante mucho tiempo había sido abstemio y que entonces era un opositor pasivo.
Que se nos perdone por sonreír ante este aspecto del asunto, pero hay muchos aspectos
que son reales y merecen todo el respeto posible. La tradición del viejo ideal
puritano llega en verdad hasta este diario; y una multitud de radicales
sinceros y rigurosos lo leían en mi juventud y todavía lo leen.
Por
lo tanto, creo que las siguientes observaciones recientemente aparecidas en el
Daily News en un artículo del señor Hugh Martin, escrito en Toronto, son dignas
de atención. Comienza diciendo que el anglosajón se ha vuelto demasiado
orgulloso para inclinarse ante nadie; pero lo curioso es que prosigue diciendo,
casi con las mismas palabras, que franceses y canadienses están robusteciendo
en realidad sus espaldas, no sólo inclinándose sobre rústicas azadas, sino
también porque se inclinan hasta frente a altares creados por su superstición.
Deseo vivamente no perjudicar en este asunto a mi testigo imparcial, de modo
que se sabrá disculpar que cite sus propias palabras con alguna extensión. Después
de decir que los anglosajones se retiran hacia Estados Unidos, o por lo me nos
hacia las ciudades industriales, señala que hay muchos franceses, por supuesto,
en Quebec y en otras partes, pero que no es allí donde se está llevando a cabo
un adelanto notable, y que Montreal, aunque es una gran ciudad, muestra signos
de atraso que pueden observarse en otras ciudades:
Ahora
miren este otro cuadro. La raza que adelanta es la francesa... En Quebec, donde
hay casi 2.000.000 de canadienses de origen francés en una población de 2.350.000
habitantes, era de esperar esto. Pero en realidad no es en Quebec donde los
franceses progresan más visiblemente... no es en Nueva Escocia ni en Nueva Brunswick
donde el éxito de la raza francesa es relativamente más acentuado. Les va
espléndidamente bien en el campo, y tienen familias prodigiosas. La familia de doce
hijos es bastante corriente, y podría citar varios casos de veinte, todos
vivos. Llegará el día en que igualarán o superarán en número a los escoceses,
pero eso será más adelante. Quien quiera ver lo que todavía es capaz de lograr la
raza francesa debería ir a la región del norte de esta provincia de Ontario.
Eso es obra de pioneros. Es doblar la espalda como lo hacían los hombres de
antaño. Es multiplicarse y permanecer en la tierra. Es contentarse con ser feliz
sin ser rico.
Aunque
no soy hombre religioso, debo confesar que creo que la religión tiene mucha
relación con esto. Estos franco- canadienses son más católicos que el Papa. De algunos
de ellos podría decirse que son perdidamente ignorantes y perdidamente
supersticiosos. A mí me parece que están un siglo atrasados en el tiempo, y un
siglo más cerca de la felicidad.
Repito
que estas palabras me parecerían extraordinarias si hubieran aparecido en
cualquier parte; pero cuando aparecen en el periódico tradicional de los
radicales de Manchester y los no conformistas del siglo XIX me parecen sorprendentes
y asombrosas. Las palabras son espléndidamente sinceras y sencillas en su forma
literaria: suenan claramente a sinceridad y experiencia, y son más convincentes
por haber sido escritas por alguien que no comparte mi desesperada ignorancia y
superstición. Pero pasa luego a sugerir una razón y aclarar incidentalmente su
propia independencia en la cuestión:
Aparte
del hecho de que sus mujeres dan a luz un número increíble de hijos, su
sumisión al sacerdote tiene otra consecuencia: que se crea un organismo social
de valor incalculable en esa apartada región. La iglesia, la escuela, el cura,
todos hacen que cada pequeño grupo sea una unidad. No se piense ni por un
momento que yo creo que una difusión general del catolicismo nos volvería a
convertir en un pueblo de pioneros. Sería tan poco razonable como recomendar
una vuelta al primitivo protestantismo escocés. No hago más que registrar un
hecho: que la simplicidad de estas gentes resulta su salvación y que es una de
las mayores esperanzas del Canadá de hoy. Desde luego, hay en este pasaje
muchísimas cosas que una persona de mis opiniones podría discutir. Yo podría
entrar en la interesante comparación que hace con el primitivo protestantismo
escocés. El protestantismo escocés más primitivo, como el más primitivo
protestantismo inglés, consistía principalmente en el pillaje. Pero si lo tomamos
como una referencia al entusiasmo perfectamente puro y sincero de muchos
reformistas escoceses o primitivos calvinistas, nos encontraremos con el
contraste que es el nudo de toda la cuestión. El puritanismo primitivo era puro
puritanismo; pero cuanto más puro, tanto más antiguo parece. No podemos
imaginarlo como bueno y también como moderno. Puede haber sido una de las cosas
más sinceras de la Escocia de entonces, pero no se hallará a nadie que lo
considere una de las cosas más prometedoras del Canadá de hoy. Si mañana
asomara John Knox al pulpito de Saint Giles, resultaría un ministro postizo.
Sería mirado como un salvaje descarriado a causa de su ignorancia de la metafísica
alemana. Esa comparación no refuta el caso extraordinario de lo que es más
antiguo que Knox y no obstante también más nuevo que Knox. Además, podría señalar
que la connotación común de «sumisión al sacerdote» es engañosa, aunque sea
verdadera. Es como hablar de la carga de la Brigada Ligera diciendo que fue sumisión
al comandante en jefe lord Raglan. Es, más aún, como hablar del ataque a
Jerusalén diciendo que fue sumisión al conde de Bouillon. En un sentido es muy
cierto, aunque en otro es muy falso. Pero no tengo el más mínimo deseo de
perturbar la imparcialidad de mi testigo. No tengo la más mínima intención de
usar ninguna de las torturas de la Inquisición para forzarlo a admitir algo que
no quiere admitir. Lo que ya ha admitido hasta aquí me parece muy notable; no
tanto porque es un tributo a los franceses como colonos, sino porque es un
tributo a los colonos como gente piadosa y devota. Pero lo que me interesa
sobre todo en la discusión general de mi propio tema es la insistencia en la
estabilidad. Se pegan al suelo; son un organismo social; constituyen una
unidad. Tal es la nota nueva que creo necesaria en toda idea de colonización,
antes de que vuelva a ser parte de la esperanza del mundo.
Una
descripción reciente de la «fábrica feliz», tal como existe en América o ha de
existir en la utopía, fue elevándose cada vez más en idealismo hasta acabar en
una especie de quietud, digna de la apertura final de los cielos, y en estas
palabras sobre el obrero: «Sale para volver a su casa como un miembro de la
bolsa». Cualquier tentativa de imaginar a la humanidad en su perfección última
siempre tiene algo de ligeramente irreal, como si fuera demasiado bueno para
este mundo; pero la ilusión de luz que se desprende de la nube en esa última
frase acentúa claramente el contraste que se ha de poder trazar entre tal
condición y la del trabajo de los hombres corrientes. Adán abandonó el Edén
como jardinero, pero emprenderá su viaje de vuelta a casa como miembro de la
bolsa. San José era carpintero, pero resucitará como corredor de bolsa. Giotto
era pastor, porque todavía no era digno de ser corredor de bolsa. Shakespeare
era actor, pero día y noche soñaba como un corredor de bolsa. Burns era
labrador, pero si cantaba mientras manejaba el arado, mucho más adecuadamente hubiese
cantado en la bolsa. Este tipo de argumento da por sentado que toda la
humanidad ha esperado consciente o inconscientemente esta consumación; y que si
los hombres no eran corredores, era porque no tenían capacidad para ello. Pero
ese notable párrafo de la exposición de sir Ernest Benn tiene otra aplicación,
aparte de la más evidente. Un corredor de bolsa es en cierto sentido un
personaje muy poético. En un sentido es tan poético como Shakespeare, y su poeta
ideal, puesto que da albergue y nombre a la etérea nada. Comercia con aquello
que los economistas (en su poética forma) llaman imaginario. Cuando cambia dos
mil calabazas de la Patagonia por mil acciones de la Compañía de Grasa de
Ballena de Alaska, no exige la satisfacción sensual de comerse la calabaza o
contemplar la ballena con el torpe ojo del cuerpo. Es muy posible que no haya calabazas,
y si hay algo parecido a una ballena, es muy poco probable que se entrometa en
una conversación de la bolsa. Pues bien, lo que le sucede al mundo de las
finanzas es que está demasiado lleno de imaginación, en el sentido de ficción. Y
cuando reaccionamos contra ella, naturalmente reaccionamos en primer lugar
hacia el realismo. Cuando el corredor de bolsa emprende el fatigoso camino de
su casa y abandona el mundo a la oscuridad y a sir Ernest Benn, estamos
dispuestos a insistir en que en verdad es él quien vive a oscuras y nosotros
quienes tenemos la luz. Él no sólo tiene oscuridad, sino que también tiene
sueños, y todos los leviatanes irreales y calabazas sobrenaturales desfilan
ante él como un mero conjunto de símbolos del Antiguo Testamento. Pero cuando
el pequeño propietario cultiva calabazas, son realmente calabazas, y a veces
hasta muy grandes para propietario tan pequeño. Si alguna vez éste tuviera ocasión
de criar ballenas (lo cual parece imposible) serían ballenas reales, o de lo
contrario no le servirían para nada. Naturalmente, nos impacientamos un poco
cuando, en estas condiciones, la gente que se llama a sí misma gente práctica se
burla del pequeño propietario como de un poeta menor. No obstante, existe el
otro aspecto del caso, y en cierto sentido sería mejor que el pequeño
propietario fuera un poeta menor, o, al menos, un místico. Más aún, hasta hay
una suerte de extraño sentido paradójico en el que el corredor de bolsa es un
hombre de negocios.
He
dedicado mis últimas observaciones a ese otro aspecto de la pequeña propiedad
del cual son ejemplo los francocanadienses y un artículo sobre ellos aparecido
en el Daily Express. El punto realmente práctico de esa afirmación interesante
es que, en este caso, ser progresista se identifica en realidad con ser lo que
se llama estático. En este caso, por extraña paradoja, un colono es una persona
que realmente se establece. Se notará que el éxito del experimento se funda en
cierto poder de echar raíces que podemos llamar casi rápida tradición, como
otros hablan de rápido tránsito. Y ciertamente el suelo que pisan los pioneros sólo
puede afirmarse si se hace sagrado. Sólo la religión puede producir tan rápidamente
una especie de poder acumulado de cultura y leyenda en algo tosco o incompleto.
Suena a broma decir que el hecho de bautizar a un niño lo hace venerable;
recuerda el viejo chiste del niño con anteojos que murió viejo, senil y
debilitado a la edad de cinco años. Sin embargo, es profundamente cierto que se
agrega algo que no sólo es venerable, sino venerable en parte por su
antigüedad, esto es, por la profundidad insondable de su humanidad. En cierto
sentido, un mundo nuevo puede ser bautizado como se bautiza a un recién nacido,
y puede entrar a participar de un orden antiguo, no sólo en el mapa, sino
también en el espíritu. En vez de llamar colonización al hecho de que gentes
toscas extiendan simplemente su brutalidad, sería posible que la gente cultivara
el suelo como cultiva el alma. Pero para ello es menester tener respeto tanto a
la tierra como al alma, y reverenciarla, puesto que está relacionada con cosas sagradas.
Pero para llevar a cabo ese propósito hay que tener el sentimiento de que
llevamos con nosotros lo sagrado, y de que lo llevamos a nuestra casa; no basta
con el sentimiento de la existencia de la santidad como esperanza. Con frase
más elevada, necesitamos presencia real. Con frase más popular, necesitamos
algo que siempre esté a mano. Esto es, necesitamos algo que esté siempre a mano
y no más allá del horizonte. El instinto de pionero está empezando a
debilitarse, y de esto se lamentaba hace poco un conocido viajero; pero dudo
que pueda decirnos cuál es la causa. Hasta es posible que no me entienda, en un
radiante arranque de comprensión, si le digo que soy partidario de la caza del
pato salvaje, con tal de que crea realmente que el pato salvaje es el ave del
paraíso, pero que es necesario cazarlo con sabuesos celestiales. Si todo esto
no le pareciera suficientemente claro, le explicaría que el viajero debe poseer
algo y perseguir algo, o de lo contrario ni siquiera sabrá qué perseguir. No
siempre basta con seguir la estrella: a veces es menester descansar frente al
fuego, sentir que hay algo tan sagrado en la llama de la fogata como en el resplandor
de la Estrella Polar. Y esa misma voz misteriosa, señal de partida para
algunos, voz única que nos dice que no tenemos aquí ciudad perdurable, es
también la única que dentro de los límites de esta tierra puede levantar
ciudades que perduren.
Como
dije al comienzo de este capítulo, es vano pretender que semejante fe no sea lo
fundamental en ese verdadero cambio. Y tiene una relación práctica con la reconstrucción
de la propiedad: a menos que comprendamos este espíritu, no podremos superar la
crisis mediante la colonización. La gente preferirá el nomadismo de la ciudad
al puro nomadismo del desierto. No tolerará la emigración si significa
simplemente ser llevada de un lado a otro por los políticos, como otros fueron
llevados de aquí para allá por los policías. Preferirán pan y circo y langostas
y miel silvestre en tanto que el que va delante no sepa para qué prepara Dios
el camino.
Pero
aunque dejemos de lado por el momento los ideales estrictamente espirituales
que el cambio supone, debemos admitir que implica ideales seculares que deben ser
positivos y no meramente comparativos como el ideal del progreso. A veces se
nos insulta diciendo que oponemos a todas las utopías lo que en verdad es la utopía
más imposible; que presentamos un campesino alegre que no puede existir más que
en el teatro, que confiamos en una pastora china que no se ha visto nunca,
salvo en la repisa de la chimenea. Si en realidad presentamos cuadros
imposibles de una humanidad ideal, no somos los únicos que lo hacen. No
sólo los socialistas, sino también los capitalistas hacen desfilar ante
nosotros sus figuras imaginarias e ideales, y los capitalistas más todavía que los
socialistas, si eso es posible. Por cada vez que leemos algo acerca del
último Paraíso Terrenal del señor Wells, en el cual hombres y mujeres se mueven
graciosamente vestidos con sencillez, y conservan su calma en una forma que a veces
se hace difícil en este mundo (aunque seamos autores de novelas utópicas), por
cada vez que vemos este cuadro ideal, vemos diez veces en un día el cuadro
ideal de los comerciantes que ponen anuncios. Se nos dice «sea como este hombre»,
o se nos recomienda que imitemos a una persona agresiva que nos señala con el
dedo en forma muy grosera para alguien que se considera a sí mismo como modelo
de la juventud. Sin embargo, es un retrato enteramente ideal; es muy poco
probable (nos agrada decirlo) que ninguno de nosotros consiga desarrollar un
mentón o un dedo de tipo tan pretencioso. Pero no culpamos a los capitalistas
ni a los socialistas por exponer un ejemplar o figura-talismán que impresione
la imaginación. No nos sorprende que nos presenten a la persona ideal para que
la admiremos; nos sorprende sólo la persona que admiran. Es muy cierto que en
nuestro movimiento, tanto como en cualquier otro, existe esa pintura romántica.
Los hombres nunca han hecho nada en este mundo sin ella; pero la nuestra es
mucho más real y también más romántica que los sueños de los demás románticos. No
puede haber una nación de millonarios, y todavía no ha habido una nación de
camaradas utópicos; pero ha habido cantidad de naciones de campesinos bastante satisfechos.
Con relación a esto, sin embargo, lo importante es que si no pedimos
directamente la religión de la pequeña propiedad, debemos al menos pedir la
poesía de la pequeña propiedad. Es una cosa para la cual es decididamente
práctico, e incluso urgente, ser poético. Y aquellos que nos tachan de poetas
son quienes no ven en realidad el problema práctico.
Porque
el problema práctico es la meta. El concepto de pionero ha decaído, como el
concepto de progresista, y por la misma razón. La gente podía seguir hablando
de progreso mientras no estuviera pensando puramente en el progreso. Los
progresistas poseían en realidad alguna noción del fin del progreso; hasta el
pionero más práctico tenía una idea vaga e indefinida de lo que quería. Los
progresistas confiaban en la tendencia de su época, porque creían, o al menos
habían creído en un cuerpo de doctrinas democráticas que suponían un proceso de
establecimiento. Y los pioneros o fundadores de imperios estaban llenos de esperanza
y de valor porque, para hacerles justicia, la mayoría de ellos creían al menos
en forma confusa que la bandera que llevaban simbolizaba la ley y la libertad y
una civilización más perfecta. Por lo tanto buscaban algo y no buscaban
puramente por buscar. Pensaban subconscientemente en el final del viaje y no en
un viaje sin fin; no sólo se estaban abriendo paso a través de una selva, sino
que estaban construyendo ciudades. Conocían más o menos el estilo
arquitectónico de sus futuras construcciones, y creían sinceramente que era el
mejor estilo del mundo. El espíritu de aventura ha fracasado porque se ha
dejado en manos de los aventureros. La aventura por la aventura se convirtió en
algo como el arte por el arte. Los que habían perdido todo sentido de fin,
perdieron todo sentido del arte y aun de lo accidental. Ha llegado el
momento de volver a vivificar, a afirmar el objeto del progreso político o la aventura
colonial en todos los campos, pero especialmente en el nuestro. Incluso si
pintamos la meta del peregrinaje como una especie de paraíso campesino, esto
será mucho más práctico que emprender un peregrinaje sin meta. Pero es todavía
más práctico insistir en que no queremos insistir sólo en lo que se llaman
cualidades del pionero, que no queremos presentar solamente las virtudes que
logran una aventura. Queremos que los hombres piensen no sólo en el lugar que tendrían
interés en hallar, sino en el lugar en donde les agradaría quedarse. Aquellos
que quieren sólo hacer revivir las esperanzas sociales del siglo XIX no deben
ofrecer una esperanza sin fin, sino la esperanza de un fin. Aquellos que deseen
continuar la construcción de la antigua idea colonial deben dejar de decirnos
que la Iglesia del Imperio se apoya enteramente en una piedra que rueda. Porque
es un pecado contra la razón decir a los hombres que es mejor viajar llenos de
esperanza que llegar; cuando llegan a creerlo, nunca más vuelven a viajar con
esperanza.
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