El aullido del viento atravesando árboles
resecos vaticina la cercanía de una noche tormentosa. Las primeras gotas del
aguacero cobijan a los viajantes en el calor de la posada donde leñadores,
labriegos y pastores se reúnen junto al fuego contando viejas leyendas que se
transmiten de padres a hijos. El milagro de Cebreiro, los crímenes del loco de
Carrizo, las meigas de Santa Eulalia dan paso a otras historias algunas de
ellas inventadas en el camino.
Cuando la oscuridad mata el día y la
lluvia arrecia con furia, un peregrino entra en el lugar buscando aposento.
Vino caliente y un guiso del terreno devolverán a su débil naturaleza el vigor
perdido.
Uno de los labriegos, cansado de escuchar
una historia cien veces repetida, y otras tantas mentida, animó a los
compañeros para acercarse a la mesa donde cenaba el peregrino. Los que caminan
viven y, si su caminar no detienen, la historia de un pueblo en su memoria
retienen.
–
Habla penitente –rogó uno de los
leñadores de gruesas manos y fornidos hombros–, dinos qué cosas encontraste en
tu triste caminar. Cuéntanos alguna historia que hayas presenciado y que sea
digna de relatar.
El peregrino, de áspero rostro ocultado
tras una abundante barba y un melancólico gesto, contemplando el creciente
número de oyentes que en torno a la mesa se aposentaban, comenzó su relato.
- Mucho ha llovido desde aquel maldito
día en que los hombres cometieron sus errores. Las causas de los males no se
recuerdan pero sus resultados son irreversibles. Tal vez fue un pleito por unas
tierras, quizás alguna mujer anduvo por medio, o ambas cosas que al diablo de
eso entiende mucho, pero es la envidia y el egoísmo quienes mueven a la ira y
la perdición.
Tres caballeros que presumían de noble
linaje perseguían a un vecino por una mala idea. Matarle era su objetivo,
limpiar una mancha con otra mancha mayor, consideraban que era lo que procedía
ante la ofensa que ellos creían recibida.
Le buscaron día y noche para la sentencia
ejecutar. Le tendieron una celada en el bosque de las Angustias, mas el otro,
entendiendo que lo buscaban para matar, la celada evitó e intentó escapar.
Ellos le persiguieron por la quebrada del Diablo pretendiendo alcanzarle. Sin
embargo, si ellos corrían mucho, más corría el adversario.
El fugitivo en su loca huida halló una
ermita abandonada junto al cerro de la Pasión. Forzó la puerta y, entrando en
su interior, a los pies de una imagen de la Virgen Gloriosa se arrodilló
pidiendo compasión. Era un día que a la imagen de María se celebraban fiestas
en su honor. A sus pies, tendido cayó el mezquino pecador, que si bien culpable
fuese, castigo tan cruel no mereciese.
Los perseguidores no tuvieron vergüenza
de profanar el lugar. Desenvainaron las espadas y con frases soeces y blasfemas
inundaron el recinto de sacrílegas afirmaciones. Insultaron al preso, le
golpearon cuantas veces desearon y sin piedad ante la Virgen le ejecutaron. Le
arrancaron el alma como si de un animal se tratase. El hombre quedó tendido en
un charco de sangre ante la venerada Madre de Dios.
La siempre gloriosa Virgen María sintió
gran afrenta por ver su iglesia violentada, profanada. Los que el santo lugar
no respetaron, nada ganaron y todo lo perdieron.
Estando la Madre despechada, envió Dios
un fuego infernal que prendió los candelabros que al altar acompañaban. Los
criminales que al sacrílego sacrificio rodeaban empezaron a sentir el calor de
sus maldades. Sus extremidades quemaban como si de ellas emanaran cuatro
volcanes de lava desbocada. La furia del averno exigía cobrar lo que los
miserables deben pagar.
Los pies y las manos prendieron en llama
satánica mientras el furor amenazaba las
piernas y los brazos. La imagen de Santa María contemplaba impasible los
alaridos que los sicarios de la necedad emitían.
Ni los santos, ni las santas, que en los
altares menores adoración recibían, no les quisieron valer, que sangre
derramada en tierra sagrada, siempre maldita será.
Uno de los pecadores, con las manos
ardiendo, de rodillas cayó sobre la sangre del yacente. El líquido elemento
mitigó el fuego que llevaba dentro para descubrir horrorizado, que más quemaba
la sangre vertida que la afrenta recibida. Comprendió el criminal que el daño
no viene de fuera, que sale de dentro y que recibimos lo que damos, tanto por
cien multiplicado.
El dolor que más dolió fue la muerte que
causó y no el castigo que recibió. El rostro del difunto grabado quedó en su
mente y lágrimas vertieron sus ojos vidriosos por el atropelló que cometió. Pidió
clemencia no por su vida, sino por su desdicha. Rogó, suplicó, que el difunto a
la vida volviera.
Pero si a la vida no volviera el finado,
el corazón de la Madre, como madre reaccionó por el dolor de la herida que del
interior del sicario manó. Los pecadores vieron como una lágrima se desprendía
por la mejilla divina y arrepentidos a la Santa suplicaron:
–Mal merecemos –oró el primero– y lo
aceptamos mientras vivamos, mas si nos perdonas, bien te lo otorgamos, que
jamás maldad saldrá de nuestras manos, ni iglesia profanaremos, ni dolor
causaremos.
–Madre piadosa –dijo el segundo– tú sanas
nuestras almas y perdonas nuestros pecados. Arrepentidos estamos del yerro
cometido y puesto que gran quebranto ocasionamos, castigo mayor merecemos. Pero
si tú nos vales ante el Creador, allí donde andemos nuestra historia
contaremos, los pecados confesaremos y una misa cada día por ti cantaremos.
Santa María no desdeñó los gemidos de los
pecadores, y sin valorar los pecados cometidos acudió a los quedamos. Los
fuegos que les hacían arder fueron amansados, como amansada es el agua del
torrente de la ira cuando llega al mar de la compasión.
Los hombres, al ver que se detenía el
fuego justiciero, lloraban con gran gozo pues no sabían qué hacer. Los dolores
desaparecieron aunque sus miembros jamás se recuperaron. Siempre maltrechos,
por siempre serían mendigos, pecadores reconocidos.
Tras la mejoría que Dios Padre les quiso
otorgar, fueron luego al obispo para la absolución ganar. Contaron lo sucedido
e hicieron confesión por los crímenes cometidos.
El Obispo accedió a su confesión,
entendió que sus corazones contritos se hallaban, por lo que les concedió
penitencia y absolución. En lugar de grandes enmiendas, no les pidió romerías,
ni rezar muchas oraciones. Mandó que las armas, que a la Iglesia fueron a
quebrantar, por siempre las deberían llevar.
Los penitentes, absueltos de sus pecados,
partieron tristes y desgarrados llevando a todas partes sus armas cargadas.
Separaron sus destinos y nunca más se vieron. Jamás coincidieron bajo un mismo
techo. Lo que mando el obispo, por siempre lo cumplieron.
Si en cumplir su maldad fueron
empecinados, en cumplir la penitencia fueron abnegados. Ya no dolían los
miembros aunque sus brazos fueren por siempre lastres de pesados movimientos y
las piernas incapaces de elevarse del suelo.
El pecado les cegó, mas lo enmendaron con
penitencias y firmes devociones. A su paso jamás se oyó maldad alguna y sus
espadas, si alzadas fueron, en pendencia por causa justa defendieron a pobres,
enfermos y desamparados.
Terminó de esta manera el peregrino toda
la aventura de cómo en la iglesia cometieron gran error y como la Virgen de
ellos no guardó rencor. Teniendo que su historia no fue creída, delante de los
hombres se quitó la capa mostrando la espada que traía escondida y los brazos
que quemados tenía.
La piel junto al hierro tenía hinchada y
toda la pierna era carne calcinada. Los hombres maravillados quedaron cuando
vieron los miembros dañados. Fue este un milagro recordado en la tradición oral
de aquellos gañanes, que no por gañanes menos honrados, que quienes presumen de
linaje a menudo cometen demasiados ultrajes.
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