Cojuelo corre, capítulo 7



Trazo VII
“Antes o después, a todos nos llega en esta vida un demonio propio que nos persigue y atormenta y al final de cuentas hemos de luchar contra él.” Daphne du Maurier

Atravesaban el inmenso azul de la meseta castellana cuando cruzaron en sus vuelos una nube tormentosa que desprendía rayos, centellas, piedras y mala uva, sobre campos, cultivos, casas y viñedos. Sin refugio ni consuelo huían coches, ganados y camioneros intentando ocultarse donde mejor podían. Se detuvo durante un instante pues Cojuelo reconoció en su interior a Mediogas, un demonio singular, encargado de la naturaleza trastocar y los campos arrasar.
El momento fue oportuno pues el mundo satánico estaba revuelto por su fuga y Cienllamas había seguido su rastro hasta Oriente Medio por la senda de poderes esotéricos, desprendidos en el camino como cagadas de pájaros con diarrea de lombrices. Se conocía que Chispa y Redina estaban investigando en Madrid mientras su jefe regresaba en estos momentos, cual avión a reacción que desprende mala leche por donde pasa. Todos los diablos se habían puesto a trabajar rindiendo al ciento cincuenta por ciento antes que viniera un Montoro y jorobase los permisos de verano en Ibiza o Miami.
       Cambio de impresiones y cambio de ruta. No es que Cienllamas preocupase demasiado, demonio vulgar, poca cosa para un genio como Cojuelo, pero al objeto de que Cris no sufriera posibles daños colaterales, razonó nuestro camarada demoniaco que mejor consideración era cambiar de rumbo y, si bien todos los caminos conducen a Roma, dar un pequeño rodeo evitaría algún choque imprevisto.
En la capital, el sofá de la Borí bostezaba al aroma de un café que circulaba rumbo a la mesita de la mano de su dueña. Emí, dolorido y quejumbroso, se desperezó de su nocturno y solitario descanso mientras no quitaba ojo de las piernas de Lucrecia. El estómago resolvió emitir ciertos crujidos acompasados al paso de la anfitriona. Debe ser cosa del mal dormir, pensó intentando acallarlos.
– Ya era hora que despertases –reprochó la muchacha mirándolo con cierto desdén–, mientras dormías he preparado los sensores, las maletas y los ordenadores para salir de cacería. Ven a desayunar que no hay tiempo que perder. ¿Todavía estás cansado de tus aventuras nocturnas?
Emérito, comprendiendo que su historia presentaba muchos aspectos oscuros, obedeció arrastrando los pies hasta la cocina donde humeante le esperaba el desayuno.
Ella dejó la cafetera y dijo: 
– Sírvete el que te dé la gana. No podrás calentar la leche porque el microondas está averiado.
Emérito la miró de reojo, como las cosas no estaban para bollos, consideró que lo mejor era callar y servirse el desayuno.
Ella sentándose al otro lado de la mesa, frente a frente, contrario a contrario, duelo de ojos acusadores sobre otros huidizos, culpables, lastimeros, dijo:  
– ¿Qué piensas hacer?
Apenas había terminado de formular la pregunta cuando las luces parpadearon de forma continuada durante varios segundos, discoteca improvisada en cocina averiada. Lucrecia miró el microondas, mas este permanecía apagado.
Incrédula hizo una mueca al repetirse el parpadeo con mayor intensidad. El desplome de las persianas inundó la habitación de tinieblas cual Mar Rojo cubriendo a los egipcios que lo atravesaban. Como si un millón de huevos podridos estallasen al unísono, un intenso olor desbordó la estancia oprimiendo el pecho de nuestra pareja. El zumbido pertinaz de una bandada de insectos revoloteó sin descanso en una vorágine de nauseabunda pestilencia hasta que se detuvo a escaso metros de la pareja.
Intentado adivinar lo que atravesaba la quietud de la oscuridad, Emi dijo:
– Dame la mano, la tengo sobre la mesa.
Lucrecia obedeció, atemorizada, hasta que algo, alargado, de garras afiladas, también se posó sobre las manos entrelazadas. Un chillido surgió de las entrañas de la muchacha desplomándose con la silla.
El tenue fulgor rojizo que emanó de un lugar indeterminado de la estancia mostró la presencia de dos entes, de aparente forma humana, que revoloteaban dando vueltas pausadas, lánguidas, miméticas, lentas, alrededor del petrificado Emi cuyos ojos giraban intentando escapar de sus órbitas.
La muchacha se arrastró hasta que tocó con su espalda en la pared de la cocina. Craso error. Uno de ellos despertó su curiosidad y, acercándose, empezó a olfatearla. Era como si absorbiera la esencia más profunda de Lucrecia que impávida sintió la sensación de ser devorada por unas enormes fauces cuya lengua la recorrían por todo su ser.
Aquella criatura de rostro orondo, similar al de un Sancho Panza cornudo y de enormes colmillos, como pudieran haber sido alguna vez los de un lúgubre vampiro, emitió, en un sonido gutural, algo parecido a:
– Parece más no es, sombra pudiera ser, esencia del revés. Esta criatura, vulgar es, fémina hambrienta de carne del carnero podría ser.
– Este –dijo el otro– más se parece, mas lo que parece no es y lo que es no lo parece. Tiene algo de él. Quizás culpable sea de pretender distraer. Al amo deberíamos arrastrar  para ver qué castigo aplicar.  
– ¿A quién… buscáis? –preguntó entrecortado Emi. 
El ente, alargado más que alto, de perfil buitreado, nariz hebrea y ojos de salmón asado, extendió el brazo y con uñas, cual garfios de corsario, acariciaron la barbilla del petrificado profesor Jiménez.  
– Desprendes el vaho putrefacto de ese malnacido, su misma esencia emana de tus tripas iniciando el lento camino de la metamorfosis y tu aura se está tiñendo de su oscuridad traidora. ¿Has contactado con alguno de nuestros hermanos?
Cual un motor de arranque manual con bujías sucias y trapajoso, en sus primeros momentos, hasta pillar la velocidad de una locomotora asmática, el profesor Jiménez del Osezno, desgranó uno tras otro, los acontecimientos que causaban sorna y escarnio en los malévolos ojuelos de sus oyentes.
– Encontraste a Cojuelo –comentó el endemoniado alargado– y al tocarle transfirió parte de su esencia a tu debilucha carne mortal.
El rechoncho diablo panzudo, emitiendo algo similar al cruce entre sonrisa y graznido de un cuervo en celo, sin quitar vista a Lucrecia preguntó:
– ¿Los llevamos?
Temía lo peor Emérito cuando escuchó:
– Todavía no es hora, Chispa. Abajo se mosquearan si los llevamos sin preparar la cazuela.
– ¿Qué va a suceder? –se atrevió a preguntar Emi.
Redina se sentó junto a Emi en la mesa de la cocina y, moviendo con sutileza los dedos índice y medio, o lo que se asemejaba a ellos, la luz adquirió de forma paulatina la normalidad.
Chispa, con pasos algo torpes, más bien patizambos, o deformes, se acercó dando pequeños saltitos a la mesa para sentarse al otro lado de nuestro locutor radiofónico. 
– Tan asustado estás que la verdad dijiste sin dudar –dijo Redina alargando las eses con un sonido similar al de las serpientes– eso te salva y te honra. Tres cosas pueden pasar: que te llevemos con nosotros al infierno para cenar; que Cienllamas os aplique un castigo ejemplar, o que la maldición de Cojuelo caiga sobre tu alma sin pensar. 
– ¿Maldición? –preguntó Lucrecia desde el suelo mientras la contemplaban como si viesen un  marciano en bicicleta. 
– ¿Está bien la azotea? –preguntó Chispa moviendo el dedo en forma de tornillo sobre su sien– Todos sentados y ella por el suelo. ¿La llevamos a Asmodeo?
Redina, mirándole con desaprobación contestó:
 – No, no es su hora. Más adelante ya veremos, si viene será un plato apetitoso. Ven –añadió dirigiéndose a Lucrecia– siéntate a nuestro lado.
La muchacha se acercó a la mesa mientras Redina siguió preguntando detalles sobre el fugaz encuentro con Cojuelo.
La muchacha al sentarse notó como si algo pasara junto a sus tobillos, y no paraba de moverse, hasta el extremo que Emi tuvo que pedirle que se quedara quieta que no era el momento de bailar, pues él también estaba nervioso y permanecía en su sitio.
– Dile a Chispa que deje quieto el rabo –contestó malhumorada.
Chispa, al oír su nombre, redondeo su cara deforme, entrecruzó los dedos y abriendo los ojos dos veces por encima de lo que pudiese abrirlos un humano, adoptó tan beatífica actitud que su compañero ordenó: 
– Déjala en paz, no es el momento de jugar y el jefe está al llegar.
La frase se vio interrumpida cuando las luces parpadearon, mas la intensidad fue tan alta que algunas de las bombillas saltaron por los aires o salieron despedidas para estrellarse en diferentes muebles. Las paredes enrojecieron emanando de su interior una sustancia viscosa, cual mucosidad que impregnaba cuantos muebles tocaba.
Atravesando la pared, otro ser, si bien diferente, gallardo y sonriente, alto y de buen ver, abrió los brazos para dejar caer sobre su espalda una capa de medio talle, mostrando un torso peludo, fornido y proporcionado que hizo abrir los ojos a la muchacha que contemplaba tanto desaguisado.
– Lo ha vuelto a hacer –dijo el recién llegado– por donde pasa estropicios deja. Ha unido a dos enamorados, a un pueblo sediento un oasis ha regalado y a otro pobre, pozos de petróleo les ha mostrado. ¡Deshonra de casta demoniaca! ¡Torpeza de Satán! ¡Excremento de Belcebú! ¿Qué habéis averiguado?
Los demonios menores a su amo informaron, con detalles, adornados por los esfuerzos realizados, para obtener la información de mortales desagradecidos que faltaban al respeto del temor merecido.
Analizando la situación, a Emérito ofrecieron la posibilidad de recuperar su antigua condición antes que la maldición se apoderara de su corazón. En caso contrario se convertiría en un hibrido que no podría gozar de la compañía de los humanos, ni tampoco de sus hermanos, los demonios endemoniados. Vagaría durante toda la eternidad sin consuelo ni felicidad, hambriento de carnes y sediento de maldades.
El brazalete de la portorriqueña resultaba interesante estudiar con detenimiento; se consultaría en el averno y, si diesen el visto bueno, también se buscaría, hasta el punto que tal vez llegasen a una propuesta, un pacto de beneficiase a ambos bandos, pues si volvía a circular ese instrumento del mal, muchas almas podrían atrapar. 
Estaban a punto de marchar, ante los atónitos ojos de Lucrecia, que sintiéndose menospreciada, exclamó: 
– ¡Y quién va arreglar este desastre!
Sonriendo, Cienllamás detuvo sus pasos y, con un chasquido de sus dedos, las cosas cobraron vida de tal forma que volando, se recompusieron a vertiginosa velocidad quedando el microondas emitiendo un ruido chirriante.
– Al menos –dijo ella– podía haber arreglado el microondas. 
– Como estaba –respondió el demonio– lo dejé. Suerte tienes que lo haga pero no pidas más o el destrozo dejaré y a ti te llevaré.
Sus secuaces se carcajearon mientras se desvanecían atravesando la pared.

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