2. POTENCIA DE
NACIONALIZACION
El
poder creador de naciones es un quid divinum, un genio o talento tan peculiar
como la poesía, la música y la invención religiosa. Pueblos sobremanera
inteligentes han carecido de esa dote, y, en cambio, la han poseído en alto
grado pueblos bastante torpes para las faenas científicas o artísticas. Atenas,
a pesar de su infinita perspicacia, no supo nacionalizar el Oriente
mediterráneo; en tanto que Roma y Castilla, mal dotadas intelectualmente,
forjaron las dos más amplias estructuras nacionales.
Sería
de gran interés analizar con alguna detención los ingredientes de ese talento
nacionalizador. En la presente coyuntura basta, sin embargo, con que notemos
que es un talento de carácter imperativo, no un saber teórico, ni una rica
fantasía, ni una profunda y contagiosa emotividad de tipo religioso. Es un
saber querer y un saber mandar.
Ahora
bien: mandar no es simplemente convencer ni simplemente obligar, sino una
exquisita mixtura de ambas cosas. La sugestión moral y la imposición material
van íntimamente fundidas en todo acto de imperar. Yo siento mucho no coincidir
con el pacifismo contemporáneo en su antipatía hacia la fuerza; sin ella no
habría habido nada de lo que más nos importa en el pasado, y si la excluimos
del porvenir sólo podremos imaginar una humanidad caótica. Pero también es
cierto que con sólo la fuerza no se ha hecho nunca cosa que merezca la pena.
Solitaria,
la violencia fragua “pseudoincorporaciones” que duran breve tiempo y fenecen
sin dejar rastro histórico apreciable. ¿No salta a la vista la diferencia entre
esos efímeros conglomerados de pueblos y las verdaderas, substanciales
incorporaciones? Compárense los formidables imperios mongólicos de Genghis–Khang
o Timul con la Roma antigua y las modernas naciones de Occidente. En la
jerarquía de la violencia, una fuerza como la de Genghis-Khang es insuperable.
¿Qué son Alejandro, César o Napoleón, emparejados con el terrible genio de
Tartaria, el sobrehumano nómada, domador de medio mundo, que lleva su yuta
cosida en la estepa desde el Extremo Oriente a los contrafuertes del Cáucaso?
Frente al Khang tremebundo, que no sabe leer ni escribir, que ignora todas las
religiones y desconoce todas las ideas, Alejandro, César, Napoleón son
propagandistas de la Salvation Army. Mas el Imperio tártaro dura cuanto la vida
del herrero que lo lañó con el hierro de su espada; la obra de César, en
cambio, duró siglos y repercutió en milenios.
En
toda auténtica incorporación, la fuerza tiene un carácter adjetivo. La potencia
verdaderamente substancial que impulsa y nutre el proceso es siempre un dogma
nacional, un proyecto sugestivo de vida en común. Repudiemos toda
interpretación estática de la convivencia nacional y sepamos entenderla
dinámicamente. No viven juntas las gentes sin más ni más y porque sí; esa
cohesión a priori sólo existe en la familia. Los grupos que integran un Estado
viven juntos para algo: son una comunidad de propósitos, de anhelos, de grandes
utilidades. No conviven por estar juntos, sino para hacer juntos algo. Cuando
los pueblos que rodean a Roma son sometidos, más que por las legiones se
sienten injertados en el árbol latino por una ilusión. Roma les sonaba a nombre
de una gran empresa vital donde todos podían colaborar; Roma era un proyecto de
organización universal; era una tradición jurídica superior, una admirable
administración, un tesoro de ideas recibidas de Grecia que prestaban un brillo
superior a la vida, un repertorio de nuevas fiestas y mejores placeres (1). El
día que Roma dejó de ser este proyecto de cosas por hacer mañana, el Imperio se
desarticuló.
(1)
A propósito del edicto de Caracalla de 212 d. de J.C., concediendo a los
habitantes del Imperio el derecho de ciudadanía, escribe Bloch en un libro reciente:
«El acto de 212 apareció a la larga en todo su verdadero alcance, considerado
no tanto en sí mismo como en la serie de hechos de que era resultado y
consagración; apareció como la suprema y definitiva expresión, como el
coronamiento de la política liberal y generosa proseguida, con una constancia
admirable, desde los primeros tiempos de la República. En este sentido habló de
él San Agustín, y con la misma intención escribía el galo Rutílius Namatianus,
en el momento en que el Imperio iba a derrumbarse, estos hermosos versos, los
más bellos en que se ha glorificado la misión histórica de Roma:
fecisti patriam diversis gentibus
unam,
Urbem fecisti quod prius orbis erat.»
Bloch. L
'Empire romain, 215 (1922).
No
es el ayer, el pretérito, el haber tradicional, lo decisivo para que una nación
exista. Este error nace, como ya he indicado, de buscar en la familia, en la
comunidad nativa, previa, ancestral, en el pasado, en suma, el origen del
Estado. Las naciones se forman y viven de tener un programa para mañana.
En
cuanto a la fuerza, no es difícil determinar su misión. Por muy profunda que
sea la necesidad histórica de la unión entre dos pueblos, se oponen a ella
intereses particulares, caprichos, vilezas, pasiones y, más que todo esto,
prejuicios colectivos instalados en la superficie del alma popular que va a
aparecer como sometida. Vano fuera el intento de vencer tales rémoras con la
persuasión que emana de los razonamientos. Contra ellas sólo es eficaz el poder
de la fuerza, la gran cirugía histórica.
Es,
pues, la misión de ésta resueltamente adjetiva y secundaria, pero en modo
alguno desdeñable. Desde hace un siglo padece Europa una perniciosa propaganda
en desprestigio de la fuerza. Sus raíces, hondas y sutiles, provienen de
aquellas bases de la cultura moderna que tienen un valor más circunstancial,
limitado y digno de superación. Ello es que se ha conseguido imponer a la
opinión pública europea una idea falsa sobre lo que es la fuerza de las armas.
Se la ha presentado como cosa infrahumana y torpe residuo de la animalidad
persistente en el hombre. Se ha hecho de la fuerza lo contrapuesto al espíritu,
o, cuando más, una manifestación espiritual de carácter inferior.
El
buen Heriberto Spencer, expresión tan vulgar como sincera de su nación y de su
época, opuso al «espíritu guerrero» el «espíritu industrial», y afirmó que era
éste un absoluto progreso en comparación con aquél. Fórmula tal halagaba
sobremanera los instintos de la burguesía imperante, pero nosotros debiéramos
someterla a una severa revisión. Nada es, en efecto, más remoto de la verdad.
La ética industrial, es decir, el conjunto de sentimientos, normas,
estimaciones y principios que rigen, inspiran y nutren la actividad industrial,
es moral y vitalmente inferior a la ética del guerrero. Gobierna a la industria
el principio de la utilidad, en tanto que los ejércitos nacen del entusiasmo.
En la colectividad industrial se asocian los hombres mediante contratos, esto
es, compromisos parciales, externos, mecánicos, al paso que en la colectividad
guerrera quedan los hombres integralmente solidarizados por el honor y la
fidelidad, dos normas sublimes. Dirige el espíritu industrial un cauteloso afán
de evitar el riesgo, mientras el guerrero brota de un genial apetito de
peligro. En fin, aquello que ambos tienen de común, la disciplina, ha sido
primero inventado por el espíritu guerrero y merced a su pedagogía injertado en
el hombre (1).
(1)
Uno de los hombres más sabios e imparciales de nuestra época, el gran sociólogo
y economista Max Weber, escribe: «La fuente originaria del concepto actual de
la ley fue la disciplina militar romana y el carácter peculiar de su comunidad
guerrera.» (Wirtschaft und Gesell chaft, pág. 406; 1922.)
Sería
injusto comparar las formas presentes de la vida industrial, que en nuestra
época ha alcanzado su plenitud, con las organizaciones militares
contemporáneas, que representan una decadencia del espíritu guerrero.
Precisamente lo que hace antipáticos y menos estimables a los ejércitos
actuales es que son manejados y organizados por el espíritu industrial. En
cierto modo, el militar es el guerrero deformado por el industrialismo.
Medítese
un poco sobre la cantidad de fervores, de altísimas virtudes, de genialidad, de
vital energía que es preciso acumular para poner en pie un buen ejército. ¿Cómo
negarse a ver en ello una de las creaciones más maravillosas de la
espiritualidad humana? La fuerza de las armas no es fuerza bruta, sino fuerza
espiritual. Esta es la verdad palmaria, aunque los intereses de uno u otro
propagandista les impidan reconocerlo. La fuerza de las armas, ciertamente, no
es fuerza de razón, pero la razón no circunscribe la espiritualidad. Más
profundas que ésta, fluyen en el espíritu otras potencias, y entre ellas las
que actúan en la bélica operación. Así, el influjo de las armas, bien
analizado, manifiesta, como todo lo espiritual, su carácter predominantemente
persuasivo. En rigor, no es la violencia material con que un ejército aplasta
en la batalla a su adversario lo que produce efectos históricos. Rara vez el
pueblo vencido agota en el combate su posible resistencia. La victoria actúa,
más que materialmente, ejemplarmente, poniendo de manifiesto la superior
calidad del ejército vencedor, en la que, a su vez, aparece simbolizada,
significada, la superior calidad histórica del pueblo que forjó ese ejército (1).
(1)
No se oponga a esto la trivial objeción de que un pueblo puede ser más
inteligente, sabio, industrioso, civil, artista que otro, y, sin embargo,
bélicamente más débil. La calidad o rango histórico de un pueblo no se mide
exclusivamente por aquellas dotes. El «bárbaro» que aniquila al romano
decadente era menos sabio que éste, y, sin embargo, no es dudosa la superior
calidad histórica de aquél. De todos modos, la opinión arriba apuntada alude
sólo a la normalidad histórica que, como toda regla, tiene sus excepciones y su
compleja casuística. [Véase el ensayo del autor, titulado «La interpretación
bélica de la historia», de 1925, incluido en el tomo VI de El Espectador,
Madrid, 1927.]
Sólo
quien tenga de la naturaleza humana una idea arbitraria tachará de paradoja la
afirmación de que las legiones romanas, y como ellas todo gran ejército, han
impedido más batallas que las que han dado. El prestigio ganado en un combate
evita otros muchos, y no tanto por el miedo a la física opresión, como por el
respeto a la superioridad vital del vencedor. El estado de perpetua guerra en
que viven los pueblos salvajes se debe precisamente a que ninguno de ellos es
capaz de formar un ejército y con él una respetable, prestigiosa organización
nacional.
En
tal sesgo, muy distinto del que suele emplearse, debe un pueblo sentir su honor
vinculado a su ejército, no por ser el instrumento con que puede castigar las
ofensas que otra nación le infiera; éste es un honor externo, vano, hacia
afuera. Lo importante es que el pueblo advierta que el grado de perfección de
su ejército mide con pasmosa exactitud los quilates de la moralidad y vitalidad
nacionales. Raza que no se siente ante sí misma deshonrada por la incompetencia
y desmoralización de su organismo guerrero, es que se halla profundamente
enferma e incapaz de agarrarse al planeta.
Por
tanto, aunque la fuerza represente sólo un papel secundario y auxiliar en los
grandes procesos de incorporación nacional, es inseparable de ese astro divino
que, como arriba he dicho, poseen los pueblos creadores e imperiales. El mismo
genio que inventa un programa sugestivo de vida en común, sabe siempre forjar
una hueste ejemplar, que es de ese programa símbolo eficaz y sin par propaganda.
Desde
estos pensamientos, como desde un observatorio, miremos ahora en la lejanía de
una perspectiva casi astronómica el presente de España.
Contexto histórico:
Fuente Wikipedia.
En el mundo.
El
mundo del siglo XX se caracteriza por caminar entre progresos tecnológicos,
concentración de capitales, distintos apetitos imperialistas y sus
consecuencias bélicas, contradicciones entre los regímenes aparentemente
liberales y parlamentarios y la resistencia de las ya desfasadas estructuras
sociales, políticas e ideológicas del Antiguo Régimen.
Durante
este siglo nace el cine, el cubismo de Picasso. Las grandes empresas alemanas
comienzan a barrer varios sectores de mercado europeos mientras que en América
los estadounidenses desbordan a Francia en la producción del automóvil.
Crece
el movimiento obrero, y como consecuencia nacen el Partido Socialdemócrata de
Alemania y el Partido Laborista británico. Francia ya se ha convertido
definitivamente en el modelo de estado burgués, democrático y laico, mientras
que en Rusia estalla la Revolución de Octubre.
El
pensamiento científico da pasos agigantados que presagian la nueva era: Max
Planck desarrolla su teoría cuántica, Einstein su teoría de la relatividad,
Landsteiner descubre los grupos sanguíneos humanos, Ramón y Cajal demuestra en
1901 la estructura del tejido nervioso y las neuronas, y en el mismo año Freud
publica su obra Psicopatología de la vida cotidiana.
Como
hemos dicho, se trata de una época de ansia imperialista. Aparecen numerosos
imperios coloniales. Las grandes potencias se anexionan más de diecisiete
millones de kilómetros cuadrados de otros continentes, con millones de
habitantes.
En España.
Pero
España no queda al mismo nivel que estas potencias. De hecho, más que ganar
territorios, los pierde, en el desastre del 98, comenzando así una nueva época
de crisis política e ideológica.
Desde
el nacimiento de Ortega en 1883 hasta su muerte en 1955 se suceden en España
diferentes formas de Estado. Nace durante el reinado de Alfonso XII en plena
restauración borbónica. Dos años después, en 1885, muere el rey y comienza la
etapa de regencia de su segunda esposa María Cristina. En este periodo se
mantiene el sistema turnista propuesto por Cánovas del Castillo años atrás.
Este sistema traería una etapa de crecimiento y desarrollo al país, pero
significaba una gran corrupción política que aceleraría la crisis. Como hemos
dicho, en 1898 se produce el llamado desastre del 98, la pérdida de las
colonias españolas en Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Esto, junto a la crisis
política, pondrá en marcha un movimiento, el regeneracionismo que propone un
renacer ideológico y político del país para una posterior reforma económica.
Pero
Ortega no es propiamente regeneracionista, sino que perteneció a la generación
del 14 o novecentista, generación con un punto de vista más positivo que el de
sus antecedentes del 98.
En
1923 el capitán general de Cataluña, Miguel Primo de Rivera se subleva contra
el gobierno y da un golpe de estado respaldado por la corona. Este golpe
pretendía, oficialmente, poner fin a la guerra de Marruecos, que ya se había
convertido en un problema considerable. Sin embargo, no perseguía únicamente
este fin, el desastre de Annual, o derrota de Annual, en términos más
impersonales, fue objeto de investigación por parte del gobierno, con el fin de
aclarar las causas del suceso, las causas apuntaron directamente al ejército y
la monarquía, se sustancia en esto, junto a posibles intereses ideológicos en
contra del auge del socialismo tras la Revolución de 1917, que Primo de Rivera
efectuara el golpe de Estado en 1923.
Tras
la crisis económica de 1927, acentuada en 1929, la violenta represión de
obreros e intelectuales y la falta de sintonía entre la burguesía y la
dictadura será el objeto en cuestión a partir del cual se une toda la oposición
en agosto de 1930 en el llamado Pacto de San Sebastián. Tras la dimisión de
Primo de Rivera, los gobiernos de Dámaso Berenguer (la denominada
«dictablanda») y de Juan Bautista Aznar-Cabañas no harán otra cosa que
prolongar momentáneamente la decadencia, hasta que en las elecciones
municipales de 1931 el rey, aun habiendo salido victorioso, decide marchar, proclamándose
el 14 de abril la Segunda República Española.
Ésta
pasará por distintas formaciones de gobierno. Comienza con la etapa del bienio
social-azañista, un periodo de numerosas reformas de toda índole; tras esta
etapa llega el bienio radical-cedista, caracterizado por la anulación de las
reformas anteriores y una serie de medidas de represión para las distintas
revoluciones, entre ellas la Revolución de 1934 (que por algunos historiadores está
considerada como el verdadero inicio de la Guerra Civil Española).
Siguiendo
las pautas de la Komintern, varios partidos de izquierdas se unen en el denominado
Frente Popular, que se concibe como un frente antifascista. Gobernará,
oficialmente, desde el 1936 hasta el 1939. Pero el 17 de julio de 1936 se
produce el golpe de Estado que dará lugar a la Guerra Civil Española.
Esta
fue un preámbulo de la Segunda Guerra Mundial que poco después se produciría en
el resto de Europa, dada la confrontación entre las dos principales ideologías
que convivían en el momento. Aparte del drama que supuso el conflicto civil, el
triunfo de las fuerzas sublevadas dirigidas por el general Franco supuso el
establecimiento de una dictadura militar que duraría treinta y seis años.
Filosófico
En
el siglo XX Europa se debatía entre dos corrientes de pensamiento: el vitalismo
y el historicismo. Desde el vitalismo se considera que la esencia de la
realidad no se reduce a la razón pura, sino a un principio originario
fundamental, que es la vida. El historicismo, surgido en Alemania, sostiene que
la historia es el elemento más importante para los seres humanos, el devenir de
las cosas referidas al ser individual o a la comunidad en general. El ser
humano es historia, y se va constituyendo a lo largo del tiempo. Como
consecuencia de estas tendencias surgieron en la filosofía orteguiana los
conceptos de razón vital y razón histórica.
En
España cobró especial importancia el krausismo, movimiento de renovación
cultural promovido por Giner de los Ríos y la Institución Libre de Enseñanza. A
este le siguió la generación del 98, caracterizada por su preocupación por
España. A este respecto, partían de una visión pesimista del presente español,
provocada por su profunda crisis moral. De esta generación destaca un pensador
original, asistemático y solitario, Miguel de Unamuno, que recoge en sus obras
temas de Kierkegaard cuando este era prácticamente desconocido en Europa. Entre
1906 y 1912 mantuvo una amarga polémica con Ortega sobre el tema de la «europeización de España o la españolización
de Europa», de la que se ha difundido sobre todo la lapidaria expresión unamuniana:
« ¡Que inventen ellos!», que Ortega percibía como una «desviación africanista
del maestro y morabito salmantino».
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