PRIMERA PARTE
PARTICULARISMO Y ACCION
DIRECTA
1 INCORPORACION Y DESINTEGRACION.
En
la Historia Romana de Mommsen hay, sobre todos, un instante solemne. Es aquel
en que, tras ciertos capítulos preparatorios, toma la pluma el autor para
comenzar la narración de los destinos de Roma. Constituye el pueblo romano un
caso único en el conjunto de los conocimientos históricos: es el único pueblo
que desarrolla entero el ciclo de su vida delante de nuestra contemplación.
Podemos asistir a su nacimiento ya su extinción. De los demás, el espectáculo
es fragmentario: o no los hemos visto nacer, o no los hemos visto aún morir.
Roma es, pues, la única trayectoria completa de organismo nacional que
conocemos. Nuestra mirada puede acompañar a la ruda Roma quadrata en su
expansión gloriosa por todo el mundo ecuménico, y luego verla contraerse en
unas ruinas que no por ser ingentes dejan de ser míseras. Esto explica que
hasta ahora sólo se haya podido construir una historia en todo el rigor
científico del vocablo: la de Roma. Mommsen fue el gigantesco arquitecto de tal
edificio.
Pues
bien: hay un instante solemne en que Mommsen va a comenzar la relación de las
vicisitudes de este pueblo ejemplar. La pluma en el aire, frente al blanco
papel, Mommsen se reconcentra para elegir la primera frase, el compás inicial
de su hercúlea sinfonía. En rauda procesión transcurre ante su mente la fila
multicolor de los hechos romanos. Como en la agonía suele la ida entera del
moribundo desfilar ante su conciencia, Mommsen, que había vivido mejor que
ningún romano la existencia del Imperio latino, ve una vez más desarrollarse
vertiginosa la dramática película. Todo aquel tesoro de intuiciones da el
precipitado de un pensamiento sintético. La pluma suculenta desciende sobre el
papel y escribe estas palabras: La historia de toda nación, y sobre todo de la
nación latina, es un vasto sistema de incorporación.
(En la
edición alemana no se habla de «incorporación», sino de «synoikismo». La idea
es la misma: synoiquismo es literalmente convivencia, ayuntamiento de moradas.
Al revisar la traducción francesa, prefirió Mommsen una palabra menos técnica.)
Esta
frase expresa un principio del mismo valor para la historia que en la física
tiene este otro: la realidad física consiste últimamente en ecuaciones de
movimiento. Calor, luz, resistencia, cuanto en la naturaleza no parece ser
movimiento, lo es en realidad. Hemos entendido o explicado un fenómeno cuando
hemos descubierto su expresión foronómica, su fórmula de movimiento.
Si
el papel que hace en física el movimiento lo hacen en historia los procesos de
incorporación, todo dependerá de que poseamos una noción clara de lo que es la
incorporación.
Y
al punto tropezamos con una propensión errónea, sumamente extendida, que lleva
a representarse la formación de un pueblo como el crecimiento por dilatación de
un núcleo inicial. Procede este error de otro más elemental que cree hallar el
origen de la sociedad política, del Estado, en una expansión de la familia. La
idea de que la familia es la célula social y el Estado algo así como una
familia que ha engordado, es una rémora para el progreso de la ciencia
histórica, de la sociología, de la política y de otras muchas cosas.
(En mi
estudio, aún no recogido en volumen, «El Estado, la juventud y el Carnaval»,
expongo la situación actual de las investigaciones etnográficas sobre el origen
de la sociedad civil. Lejos de ser la familia germen del Estado, es, en varios
sentidos, todo lo contrario: en primer lugar, representa una formación
posterior al Estado, y en segundo lugar, tiene el carácter de una reacción
contra el Estado. Publicado posteriormente, con el título «El origen deportivo
del Estado», en el tomo VII de El Espectador, 1930.)
No;
incorporación histórica no es dilatación de un núcleo inicial. Recuérdese a
este propósito las etapas decisivas de la evolución romana. Roma es primero una
comuna asentada en el monte Palatino y las siete alturas inmediatas: es la Roma
Palatina, Septimontiun, o Roma de la montaña. Luego, esta Roma se une con otra
comuna frontera asentada sobre la colina del Quirinal, y desde entonces hay dos
Romas: la de la montaña y la de la colina. Ya esta primera escena de la
incorporación romana excluye la imagen de dilatación. La Roma total no es una
expansión de la Roma palatina, sino la articulación de dos colectividades
distintas en una unidad superior.
Esta
Roma palatino-quirinal vive entre otras muchas poblaciones análogas, de su
misma raza latina, con las cuales no poseía, sin embargo, conexión política
alguna. La identidad de raza no trae consigo la incorporación en un organismo
nacional, aunque a veces favorezca y facilite este proceso. Roma tuvo que
someter a las comunas del Lacio, sus hermanas de raza, por los mismos
procedimientos que siglos más tarde había de emplear para integrar en el
Imperio a gentes tan distintas de ella étnicamente como celtíberos y galos,
germanos y griegos, escitas y sirios. Es falso suponer que la unidad nacional
se funda en la unidad de sangre, y viceversa. La diferencia racial, lejos de
excluir la incorporación histórica, subraya lo que hay de específico en la génesis
de todo gran Estado.
Ello
es que Roma obliga a sus hermanas del Lacio a constituir un cuerpo social, una
articulación unitaria, que fue elfoedus latinun, la federación latina, segunda
etapa de la progresiva incorporación.
El
paso inmediato fue dominar a etruscos y samnitas, las dos colectividades de
raza distinta limítrofes del territorio latino. Logrado esto, el mundo italiota
es ya una unidad históricamente orgánica. Poco después, en rápido, prodigioso
crescendo, todos los demás pueblos conocidos, desde el Cáucaso al Atlántico, se
agregan al torso italiano, formando la estructura gigante del Imperio. Esta
última etapa puede denominarse de colonización.
Los
estadios del proceso incorporativo forman, pues, una admirable línea
ascendente: Roma inicial, Roma doble, federación latina, unidad italiota,
Imperio colonial. Este esquema es suficiente para mostramos que la
incorporación histórica no es la dilatación de un núcleo inicial, sino más bien
la organización de muchas unidades sociales preexistentes en una nueva
estructura. El núcleo inicial, ni se traga los pueblos que va sometiendo, ni
anula el carácter de unidades vitales propias que antes tenían. Roma somete las
Galias; esto no quiere decir que los galos dejen de sentirse como una entidad
social distinta de Roma y que se disuelvan en una gigantesca masa homogénea
llamada Imperio romano. No; la cohesión gala perdura, pero queda articulada
como una parte en un todo más amplio. Roma misma, núcleo inicial de la
incorporación, no es sino otra parte del colosal organismo, que goza de un
rango privilegiado por ser el agente de la totalización.
Entorpece
sobremanera la inteligencia de lo histórico suponer que cuando de los núcleos
inferiores se ha formado la unidad superior nacional, dejan aquéllos de existir
como elementos activamente diferenciados. Lleva esta errónea idea a presumir,
por ejemplo, que cuando Castilla reduce a unidad española a Aragón, Cataluña y
Vasconia, pierden estos pueblos su carácter de pueblos distintos entre sí y del
todo que forman. Nada de esto: sometimiento, unificación, incorporación, no
significan muerte de los grupos como tales grupos; la fuerza de independencia
que hay en ellos perdura, bien que sometida; esto es, contenido su poder
centrifugo por la energía central que los obliga a vivir como partes de un todo
y no como todos aparte. Basta con que la fuerza central, escultora de la nación
-Roma en el Imperio, Castilla en España, la Isla de Francia en Francia-,
amengüe, para que se vea automáticamente reaparecer la energía secesionista de
los grupos adheridos.
Pero
la frase de Mommsen es incompleta. La historia de una nación no es sólo la de
su periodo formativo y ascendente: es también la historia de su decadencia. Y
si aquélla consistía en reconstruir las líneas de una progresiva incorporación,
ésta describirá el proceso inverso. La historia de la decadencia de una nación
es la historia de una vasta desintegración.
Es
preciso, pues, que nos acostumbremos a entender toda unidad nacional, no como
una coexistencia interna, sino como un sistema dinámico. Tan esencial es para
su mantenimiento la fuerza central como la fuerza de dispersión. El peso de la
techumbre gravitando sobre las pilastras no es menos esencial al edificio que
el empuje contrario ejercido por las pilastras para sostener la techumbre.
La
fatiga de un órgano parece a primera vista un mal que éste sufre. Pensamos,
acaso, que en un ideal de salud la fatiga no existiría. No obstante, la
fisiología ha notado que sin un mínimum de fatiga el órgano se atrofia. Hace
falta que su función sea excitada, que trabaje y se canse para que pueda
nutrirse. Es preciso que el órgano reciba frecuentemente pequeñas heridas que
lo mantengan alerta. Estas pequeñas heridas han sido llamadas «estímulos
funcionales»; sin ellas, el organismo no funciona, no vive.
Del
mismo modo, la energía unificadora, central, de totalización -llámese como se
quiera-, necesita, para no debilitarse, de la fuerza contraria, de la
dispersión, del impulso centrífugo perviviente en los grupos. Sin este
estimulante, la cohesión se atrofia, la unidad nacional se disuelve, las partes
se despegan, flotan aisladas y tienen que volver a vivir cada una como un todo
independiente.
José Ortega y Gasset
Fuente: Wikipedia.
José
Ortega y Gasset (Madrid, 9 de mayo de 1883-ibíd., 18 de octubre de 1955) fue un
filósofo y ensayista español, exponente principal de la teoría del
perspectivismo y de la razón vital —raciovitalismo— e histórica, situado en el
movimiento del novecentismo.
Nacido
en una familia madrileña acomodada perteneciente al círculo de la alta
burguesía de la capital, entre 1891 y 1897 estudiaría primero en el Instituto
Gaona y, más tarde, en el Colegio San Estanislao de Kostka de la Compañía de
Jesús, ambos en Málaga. Su abuelo materno gallego, Eduardo Gasset y Artime,
había fundado el periódico El Imparcial,
que después su padre, José Ortega Munilla, pasaría a dirigir. Así, cabe
destacar que Ortega y Gasset creció en un ambiente culto, muy vinculado al
mundo del periodismo y la política.
Su
etapa universitaria comienza con su incorporación a los estudios de la
Universidad de Deusto en Bilbao (1897-1898) y prosigue en la Facultad de
Filosofía y Letras de la Universidad Central de Madrid (1898-1904).
Doctor
en Filosofía de la Universidad de Madrid (1904) con su obra Los terrores del año mil. Crítica de una leyenda. Entre 1905 y
1907 realizó estudios en Alemania: Leipzig, Núremberg, Colonia, Berlín y, sobre
todo, Marburgo. En esta última, se vio influido por el neokantismo de Hermann
Cohen y Paul Natorp, entre otros.
De
regreso a España es nombrado profesor numerario de psicología, lógica y ética
de la Escuela Superior de Magisterio de Madrid (1909), y en octubre de 1910
gana por oposición la cátedra de metafísica de la Universidad Central, vacante
tras el fallecimiento de Nicolás Salmerón.
En
1910 se casa con Rosa Spottorno. En 1911 nació su primer hijo, Miguel Ortega
Spottorno, quien será médico. En el año 1914 nace en Madrid su hija, Soledad
Ortega Spottorno, quien en 1978 creó la Fundación José Ortega y Gasset, de la
que será su presidenta de honor. En 1918 nació su hijo José Ortega Spottorno,
que fue ingeniero agrónomo y fundador del periódico El País.
Colaborador
del diario El Sol desde 1917, donde publica bajo la forma de folletines dos
obras importantes: España invertebrada y La rebelión de las masas. En 1923
funda la Revista de Occidente, siendo su director hasta 1936. Desde esta
publicación promoverá la traducción y comentario de las más importantes
tendencias filosóficas y científicas en nombres tales como: Oswald Spengler,
Johan Huizinga, Edmund Husserl, Georg Simmel, Jakob von Uexküll, Heinz
Heimsoeth, Franz Brentano, Hans Driesch, Ernst Müller, Alexander Pfänder, Bertrand
Russell y otros.
Ortega
y Gasset funda la Escuela de Madrid, a partir del 15 de noviembre de 1910
cuando consigue su cátedra universitaria en filosofía, y como comenta José
Gaos, a través de la coordinación espiritual de varias personas vinculadas a
Ortega, en centros editoriales que había fundado o a los que aconsejaba el
mismo Ortega. Mantiene un caudaloso epistolario con María de Maeztu, Fernando
Vela (secretario de la Revista de Occidente), José Martínez Ruiz
"Azorín", Francisco Giner de los Ríos, Miguel de Unamuno, Pío Baroja
y otros muchos.
Durante
la II República es elegido diputado por la provincia de León con la Agrupación
al Servicio de la República. En el debate de totalidad del proyecto de la
Comisión de Constitución celebrado entre los días 27 de agosto y 9 de
septiembre de 1931 intervino como portavoz del grupo parlamentario de la
Agrupación para decir que «nuestro grupo siente una alta estimación por el
proyecto que esa Comisión ha redactado» («hay en este proyecto auténtico
pensamiento democrático, sentido de responsabilidad democrática», añadirá más
adelante) pero advirtiendo a continuación que «esa tan certera Constitución ha
sido mechada con unos cuantos cartuchos detonantes, introducidos
arbitrariamente por el espíritu de propaganda o por la incontinencia del
utopismo». Entre esos «cartuchos detonantes» destacó dos, la forma como se
había resuelto la cuestión regional («Si la Constitución crea desde luego la
organización de España en regiones, ya no será la España una, quien se
encuentre frente a frente de dos o tres regiones indóciles, sino que serán las
regiones entre sí quienes se enfrenten, pudiendo de esta suerte cernirse
majestuoso sobre sus diferencias el Poder nacional, integral, estatal y único
soberano. Contemplad la diferencia de una solución y de otra») y la cuestión
religiosa («el artículo donde la Constitución legisla sobre la Iglesia» le
parece «de gran improcedencia») propugnando en su lugar «que la Iglesia, en la
Constitución, aparezca situada en una forma algo parecida a lo que los juristas
llaman una Corporación de Derecho público que permita al Estado conservar
jurisdicción sobre su temporalidad»).
Permaneció
en el escaño durante un año, tras criticar públicamente el curso que la
República tomaba en su célebre discurso conocido como «Rectificación de la
República» de diciembre de 1931.
Cuando
comenzó la Guerra Civil Española en julio de 1936, Ortega se hallaba enfermo en
su domicilio; apenas tres días tras el comienzo de la contienda, se presentaron
en su domicilio varios comunistas armados de pistolas que exigieron su firma al
pie de un manifiesto contra el Golpe de Estado y en favor del Gobierno
republicano. Ortega se negó a recibirlos y fue su hija la que en una
conversación con ellos —conversación que, como ella misma relató más tarde,
llegó a ser muy tensa—, consiguió convencerlos de redactar otro texto muy corto
y menos politizado y que, efectivamente, acabó siendo firmado por Ortega, junto
con Gregorio Marañón, Ramón Pérez de Ayala y otros intelectuales. En su
artículo En cuanto al pacifismo, escrito ya en el exilio, se refiere Ortega a
este episodio. En ese mismo mes de julio y a pesar de su grave enfermedad, huyó
de España (lo que consiguió gracias a la protección de su hermano Eduardo, persona
de valimiento cerca de diversos grupos políticos de izquierda) y se exilió;
primero en París, luego en los Países Bajos y Argentina, hasta que en 1942 fijó
su residencia en Lisboa. A partir de 1945 su presencia en España fue frecuente,
pero habiéndosele impedido recuperar su cátedra (aunque al parecer consiguió
cobrar sus sueldos atrasados), optó por fundar un «Instituto de Humanidades»
donde impartía sus lecciones. Durante estos años, y hasta su muerte en 1955,
fue fuera de España —sobre todo en Alemania—, donde recibió el crédito y las
oportunidades de expresión que correspondían a su prestigio.
Ortega
y Gasset ejerció una gran influencia en la filosofía española del siglo XX no
sólo por la temática de su obra filosófica, sino también por su estilo literario
ágil, descrito por algunos como próximo al Quijote, que le permitió llegar
fácilmente al público general.
Falleció
el 18 de octubre de 1955 en Madrid, reconciliado con la Iglesia, según se
desprende de una carta de la catedrático y escritora Carmen Castro al padre
Donostia.
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