España invertebrada. Capítulo 1. José Ortega y Gasset



PRIMERA PARTE
PARTICULARISMO Y ACCION DIRECTA


1 INCORPORACION Y DESINTEGRACION.

En la Historia Romana de Mommsen hay, sobre todos, un instante solemne. Es aquel en que, tras ciertos capítulos preparatorios, toma la pluma el autor para comenzar la narración de los destinos de Roma. Constituye el pueblo romano un caso único en el conjunto de los conocimientos históricos: es el único pueblo que desarrolla entero el ciclo de su vida delante de nuestra contemplación. Podemos asistir a su nacimiento ya su extinción. De los demás, el espectáculo es fragmentario: o no los hemos visto nacer, o no los hemos visto aún morir. Roma es, pues, la única trayectoria completa de organismo nacional que conocemos. Nuestra mirada puede acompañar a la ruda Roma quadrata en su expansión gloriosa por todo el mundo ecuménico, y luego verla contraerse en unas ruinas que no por ser ingentes dejan de ser míseras. Esto explica que hasta ahora sólo se haya podido construir una historia en todo el rigor científico del vocablo: la de Roma. Mommsen fue el gigantesco arquitecto de tal edificio.
Pues bien: hay un instante solemne en que Mommsen va a comenzar la relación de las vicisitudes de este pueblo ejemplar. La pluma en el aire, frente al blanco papel, Mommsen se reconcentra para elegir la primera frase, el compás inicial de su hercúlea sinfonía. En rauda procesión transcurre ante su mente la fila multicolor de los hechos romanos. Como en la agonía suele la ida entera del moribundo desfilar ante su conciencia, Mommsen, que había vivido mejor que ningún romano la existencia del Imperio latino, ve una vez más desarrollarse vertiginosa la dramática película. Todo aquel tesoro de intuiciones da el precipitado de un pensamiento sintético. La pluma suculenta desciende sobre el papel y escribe estas palabras: La historia de toda nación, y sobre todo de la nación latina, es un vasto sistema de incorporación.
            (En la edición alemana no se habla de «incorporación», sino de «synoikismo». La idea es la misma: synoiquismo es literalmente convivencia, ayuntamiento de moradas. Al revisar la traducción francesa, prefirió Mommsen una palabra menos técnica.)
Esta frase expresa un principio del mismo valor para la historia que en la física tiene este otro: la realidad física consiste últimamente en ecuaciones de movimiento. Calor, luz, resistencia, cuanto en la naturaleza no parece ser movimiento, lo es en realidad. Hemos entendido o explicado un fenómeno cuando hemos descubierto su expresión foronómica, su fórmula de movimiento.
Si el papel que hace en física el movimiento lo hacen en historia los procesos de incorporación, todo dependerá de que poseamos una noción clara de lo que es la incorporación.
Y al punto tropezamos con una propensión errónea, sumamente extendida, que lleva a representarse la formación de un pueblo como el crecimiento por dilatación de un núcleo inicial. Procede este error de otro más elemental que cree hallar el origen de la sociedad política, del Estado, en una expansión de la familia. La idea de que la familia es la célula social y el Estado algo así como una familia que ha engordado, es una rémora para el progreso de la ciencia histórica, de la sociología, de la política y de otras muchas cosas.
            (En mi estudio, aún no recogido en volumen, «El Estado, la juventud y el Carnaval», expongo la situación actual de las investigaciones etnográficas sobre el origen de la sociedad civil. Lejos de ser la familia germen del Estado, es, en varios sentidos, todo lo contrario: en primer lugar, representa una formación posterior al Estado, y en segundo lugar, tiene el carácter de una reacción contra el Estado. Publicado posteriormente, con el título «El origen deportivo del Estado», en el tomo VII de El Espectador, 1930.)
No; incorporación histórica no es dilatación de un núcleo inicial. Recuérdese a este propósito las etapas decisivas de la evolución romana. Roma es primero una comuna asentada en el monte Palatino y las siete alturas inmediatas: es la Roma Palatina, Septimontiun, o Roma de la montaña. Luego, esta Roma se une con otra comuna frontera asentada sobre la colina del Quirinal, y desde entonces hay dos Romas: la de la montaña y la de la colina. Ya esta primera escena de la incorporación romana excluye la imagen de dilatación. La Roma total no es una expansión de la Roma palatina, sino la articulación de dos colectividades distintas en una unidad superior.  
Esta Roma palatino-quirinal vive entre otras muchas poblaciones análogas, de su misma raza latina, con las cuales no poseía, sin embargo, conexión política alguna. La identidad de raza no trae consigo la incorporación en un organismo nacional, aunque a veces favorezca y facilite este proceso. Roma tuvo que someter a las comunas del Lacio, sus hermanas de raza, por los mismos procedimientos que siglos más tarde había de emplear para integrar en el Imperio a gentes tan distintas de ella étnicamente como celtíberos y galos, germanos y griegos, escitas y sirios. Es falso suponer que la unidad nacional se funda en la unidad de sangre, y viceversa. La diferencia racial, lejos de excluir la incorporación histórica, subraya lo que hay de específico en la génesis de todo gran Estado.  
Ello es que Roma obliga a sus hermanas del Lacio a constituir un cuerpo social, una articulación unitaria, que fue elfoedus latinun, la federación latina, segunda etapa de la progresiva incorporación.
El paso inmediato fue dominar a etruscos y samnitas, las dos colectividades de raza distinta limítrofes del territorio latino. Logrado esto, el mundo italiota es ya una unidad históricamente orgánica. Poco después, en rápido, prodigioso crescendo, todos los demás pueblos conocidos, desde el Cáucaso al Atlántico, se agregan al torso italiano, formando la estructura gigante del Imperio. Esta última etapa puede denominarse de colonización.
Los estadios del proceso incorporativo forman, pues, una admirable línea ascendente: Roma inicial, Roma doble, federación latina, unidad italiota, Imperio colonial. Este esquema es suficiente para mostramos que la incorporación histórica no es la dilatación de un núcleo inicial, sino más bien la organización de muchas unidades sociales preexistentes en una nueva estructura. El núcleo inicial, ni se traga los pueblos que va sometiendo, ni anula el carácter de unidades vitales propias que antes tenían. Roma somete las Galias; esto no quiere decir que los galos dejen de sentirse como una entidad social distinta de Roma y que se disuelvan en una gigantesca masa homogénea llamada Imperio romano. No; la cohesión gala perdura, pero queda articulada como una parte en un todo más amplio. Roma misma, núcleo inicial de la incorporación, no es sino otra parte del colosal organismo, que goza de un rango privilegiado por ser el agente de la totalización.  
Entorpece sobremanera la inteligencia de lo histórico suponer que cuando de los núcleos inferiores se ha formado la unidad superior nacional, dejan aquéllos de existir como elementos activamente diferenciados. Lleva esta errónea idea a presumir, por ejemplo, que cuando Castilla reduce a unidad española a Aragón, Cataluña y Vasconia, pierden estos pueblos su carácter de pueblos distintos entre sí y del todo que forman. Nada de esto: sometimiento, unificación, incorporación, no significan muerte de los grupos como tales grupos; la fuerza de independencia que hay en ellos perdura, bien que sometida; esto es, contenido su poder centrifugo por la energía central que los obliga a vivir como partes de un todo y no como todos aparte. Basta con que la fuerza central, escultora de la nación -Roma en el Imperio, Castilla en España, la Isla de Francia en Francia-, amengüe, para que se vea automáticamente reaparecer la energía secesionista de los grupos adheridos.  
Pero la frase de Mommsen es incompleta. La historia de una nación no es sólo la de su periodo formativo y ascendente: es también la historia de su decadencia. Y si aquélla consistía en reconstruir las líneas de una progresiva incorporación, ésta describirá el proceso inverso. La historia de la decadencia de una nación es la historia de una vasta desintegración.
Es preciso, pues, que nos acostumbremos a entender toda unidad nacional, no como una coexistencia interna, sino como un sistema dinámico. Tan esencial es para su mantenimiento la fuerza central como la fuerza de dispersión. El peso de la techumbre gravitando sobre las pilastras no es menos esencial al edificio que el empuje contrario ejercido por las pilastras para sostener la techumbre.
La fatiga de un órgano parece a primera vista un mal que éste sufre. Pensamos, acaso, que en un ideal de salud la fatiga no existiría. No obstante, la fisiología ha notado que sin un mínimum de fatiga el órgano se atrofia. Hace falta que su función sea excitada, que trabaje y se canse para que pueda nutrirse. Es preciso que el órgano reciba frecuentemente pequeñas heridas que lo mantengan alerta. Estas pequeñas heridas han sido llamadas «estímulos funcionales»; sin ellas, el organismo no funciona, no vive.  
Del mismo modo, la energía unificadora, central, de totalización -llámese como se quiera-, necesita, para no debilitarse, de la fuerza contraria, de la dispersión, del impulso centrífugo perviviente en los grupos. Sin este estimulante, la cohesión se atrofia, la unidad nacional se disuelve, las partes se despegan, flotan aisladas y tienen que volver a vivir cada una como un todo independiente.


José Ortega y Gasset
Fuente: Wikipedia.

José Ortega y Gasset (Madrid, 9 de mayo de 1883-ibíd., 18 de octubre de 1955) fue un filósofo y ensayista español, exponente principal de la teoría del perspectivismo y de la razón vital —raciovitalismo— e histórica, situado en el movimiento del novecentismo.
Nacido en una familia madrileña acomodada perteneciente al círculo de la alta burguesía de la capital, entre 1891 y 1897 estudiaría primero en el Instituto Gaona y, más tarde, en el Colegio San Estanislao de Kostka de la Compañía de Jesús, ambos en Málaga. Su abuelo materno gallego, Eduardo Gasset y Artime, había fundado el periódico El Imparcial, que después su padre, José Ortega Munilla, pasaría a dirigir. Así, cabe destacar que Ortega y Gasset creció en un ambiente culto, muy vinculado al mundo del periodismo y la política.
Su etapa universitaria comienza con su incorporación a los estudios de la Universidad de Deusto en Bilbao (1897-1898) y prosigue en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central de Madrid (1898-1904). 
Doctor en Filosofía de la Universidad de Madrid (1904) con su obra Los terrores del año mil. Crítica de una leyenda. Entre 1905 y 1907 realizó estudios en Alemania: Leipzig, Núremberg, Colonia, Berlín y, sobre todo, Marburgo. En esta última, se vio influido por el neokantismo de Hermann Cohen y Paul Natorp, entre otros.
De regreso a España es nombrado profesor numerario de psicología, lógica y ética de la Escuela Superior de Magisterio de Madrid (1909), y en octubre de 1910 gana por oposición la cátedra de metafísica de la Universidad Central, vacante tras el fallecimiento de Nicolás Salmerón.
En 1910 se casa con Rosa Spottorno. En 1911 nació su primer hijo, Miguel Ortega Spottorno, quien será médico. En el año 1914 nace en Madrid su hija, Soledad Ortega Spottorno, quien en 1978 creó la Fundación José Ortega y Gasset, de la que será su presidenta de honor. En 1918 nació su hijo José Ortega Spottorno, que fue ingeniero agrónomo y fundador del periódico El País.   
Colaborador del diario El Sol desde 1917, donde publica bajo la forma de folletines dos obras importantes: España invertebrada y La rebelión de las masas. En 1923 funda la Revista de Occidente, siendo su director hasta 1936. Desde esta publicación promoverá la traducción y comentario de las más importantes tendencias filosóficas y científicas en nombres tales como: Oswald Spengler, Johan Huizinga, Edmund Husserl, Georg Simmel, Jakob von Uexküll, Heinz Heimsoeth, Franz Brentano, Hans Driesch, Ernst Müller, Alexander Pfänder, Bertrand Russell y otros. 
Ortega y Gasset funda la Escuela de Madrid, a partir del 15 de noviembre de 1910 cuando consigue su cátedra universitaria en filosofía, y como comenta José Gaos, a través de la coordinación espiritual de varias personas vinculadas a Ortega, en centros editoriales que había fundado o a los que aconsejaba el mismo Ortega. Mantiene un caudaloso epistolario con María de Maeztu, Fernando Vela (secretario de la Revista de Occidente), José Martínez Ruiz "Azorín", Francisco Giner de los Ríos, Miguel de Unamuno, Pío Baroja y otros muchos.
Durante la II República es elegido diputado por la provincia de León con la Agrupación al Servicio de la República. En el debate de totalidad del proyecto de la Comisión de Constitución celebrado entre los días 27 de agosto y 9 de septiembre de 1931 intervino como portavoz del grupo parlamentario de la Agrupación para decir que «nuestro grupo siente una alta estimación por el proyecto que esa Comisión ha redactado» («hay en este proyecto auténtico pensamiento democrático, sentido de responsabilidad democrática», añadirá más adelante) pero advirtiendo a continuación que «esa tan certera Constitución ha sido mechada con unos cuantos cartuchos detonantes, introducidos arbitrariamente por el espíritu de propaganda o por la incontinencia del utopismo». Entre esos «cartuchos detonantes» destacó dos, la forma como se había resuelto la cuestión regional («Si la Constitución crea desde luego la organización de España en regiones, ya no será la España una, quien se encuentre frente a frente de dos o tres regiones indóciles, sino que serán las regiones entre sí quienes se enfrenten, pudiendo de esta suerte cernirse majestuoso sobre sus diferencias el Poder nacional, integral, estatal y único soberano. Contemplad la diferencia de una solución y de otra») y la cuestión religiosa («el artículo donde la Constitución legisla sobre la Iglesia» le parece «de gran improcedencia») propugnando en su lugar «que la Iglesia, en la Constitución, aparezca situada en una forma algo parecida a lo que los juristas llaman una Corporación de Derecho público que permita al Estado conservar jurisdicción sobre su temporalidad»).
Permaneció en el escaño durante un año, tras criticar públicamente el curso que la República tomaba en su célebre discurso conocido como «Rectificación de la República» de diciembre de 1931.
Cuando comenzó la Guerra Civil Española en julio de 1936, Ortega se hallaba enfermo en su domicilio; apenas tres días tras el comienzo de la contienda, se presentaron en su domicilio varios comunistas armados de pistolas que exigieron su firma al pie de un manifiesto contra el Golpe de Estado y en favor del Gobierno republicano. Ortega se negó a recibirlos y fue su hija la que en una conversación con ellos —conversación que, como ella misma relató más tarde, llegó a ser muy tensa—, consiguió convencerlos de redactar otro texto muy corto y menos politizado y que, efectivamente, acabó siendo firmado por Ortega, junto con Gregorio Marañón, Ramón Pérez de Ayala y otros intelectuales. En su artículo En cuanto al pacifismo, escrito ya en el exilio, se refiere Ortega a este episodio. En ese mismo mes de julio y a pesar de su grave enfermedad, huyó de España (lo que consiguió gracias a la protección de su hermano Eduardo, persona de valimiento cerca de diversos grupos políticos de izquierda) y se exilió; primero en París, luego en los Países Bajos y Argentina, hasta que en 1942 fijó su residencia en Lisboa. A partir de 1945 su presencia en España fue frecuente, pero habiéndosele impedido recuperar su cátedra (aunque al parecer consiguió cobrar sus sueldos atrasados), optó por fundar un «Instituto de Humanidades» donde impartía sus lecciones. Durante estos años, y hasta su muerte en 1955, fue fuera de España —sobre todo en Alemania—, donde recibió el crédito y las oportunidades de expresión que correspondían a su prestigio.
Ortega y Gasset ejerció una gran influencia en la filosofía española del siglo XX no sólo por la temática de su obra filosófica, sino también por su estilo literario ágil, descrito por algunos como próximo al Quijote, que le permitió llegar fácilmente al público general.
Falleció el 18 de octubre de 1955 en Madrid, reconciliado con la Iglesia, según se desprende de una carta de la catedrático y escritora Carmen Castro al padre Donostia.

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