"la
propiedad privada debería estar protegida contra cosas mucho mayores que
ladrones y carteristas. Necesita protección contra las conspiraciones de toda
una plutocracia.
Necesita defensa contra los ricos, que ahora son los gobernantes que deberían defenderla."
II
ALGUNOS ASPECTOS DE LA GRAN EMPRESA
4. La tiranía de los trust.
La
mayoría de nosotros ha encontrado en la literatura y hasta en la vida real
cierto tipo de viejo caballero, a menudo representado por un anciano clérigo.
Es esa clase de hombre que tiene horror a los socialistas sin tener idea precisa
de lo que son. Es el hombre de quien los hombres dicen que tiene buenas intenciones,
con lo cual quieren decir que no tiene ninguna.
Pero esta opinión es algo
injusta con este tipo social. En realidad es algo más que bienintencionado;
podríamos ir más lejos y decir que probablemente sería recto si pensara alguna
vez. Sus principios probablemente serían bastante firmes si realmente se
aplicaran; su ignorancia práctica es lo que le impide conocer el mundo al cual
serían aplicables. Tal vez piense realmente bien, sólo que no tiene noción de
lo que está mal. Los que han escuchado a este viejo caballero saben que acostumbra
a suavizar su severo repudio por los misteriosos socialistas diciendo que,
claro está, es deber cristiano hacer buen uso de nuestra riqueza, recordar que
la propiedad es un cargo que nos confía la Providencia para el bien de los demás,
así como de nosotros mismos, y aun (a menos que el viejo caballero sea
suficientemente viejo para ser modernista) que es posible que algún día se nos
hagan una o dos preguntas acerca del abuso de tal cargo. Ahora bien, todo esto,
hasta aquí, es perfectamente cierto, pero resulta que ilustra de modo curioso
la inocencia extraña y hasta pavorosa del viejo caballero. Hasta la frase que
usa cuando dice que la propiedad es una responsabilidad que nos confía la Providencia es una frase que, cuando se pronuncia en el mundo que lo circunda, toma carácter de equívoco tremendo y aterrador. Su frasecita patética resuena con cien ecos rugientes que la repiten una y otra vez como la risa de cien demonios en el infierno: «La propiedad es un trust».
Ahora podré exponer más
convenientemente lo que quise decir en esta primera parte, tomando este tipo de
viejo y simpático clérigo conservador y examinando la forma curiosa en que
primeramente se lo ha pillado desprevenido, para luego darle en la cabeza. Lo primero
que hemos tenido que explicarle es ese horrible equívoco sobre el trust.
Mientras él ha estado gritando contra ladrones imaginarios a quienes llama
socialistas, ha sido atrapado y arrebatado realmente por verdaderos ladrones
que todavía no podía ni siquiera imaginar. Porque las pandillas de jugadores
que forman los monopolios son en realidad pandillas de ladrones, en el sentido
de que tienen menos conciencia que cualquiera de esa responsabilidad individual
de los dones individuales de Dios que el viejo caballero llama acertadamente
deber cristiano. Mientras él ha estado entretejiendo palabras en el aire acerca
de ideales que no vienen al caso, ha caído en una red tejida con las palabras y
conceptos exactamente opuestos: impersonales, irresponsables, irreligiosos. Las
fuerzas monetarias que lo rodean están más lejos que ninguna otra cosa de la
idea doméstica de posesión con la cual, para hacerle justicia, empezó él mismo.
De modo que cuando todavía bala débilmente: «La propiedad es una
responsabilidad», respondemos firmemente: «Un trust no es propiedad». Y ahora
llego a lo realmente extraordinario del viejo caballero.
Quiero
decir que llego al hecho más extraño del tipo convencional o conservador de la
sociedad inglesa moderna. Y es el hecho de que la misma sociedad que empezó diciendo
que no existía tal peligro que evitar, ahora dice que es imposible evitar el
peligro. Toda nuestra comunidad capitalista ha dado un gran paso desde el
optimismo extremo hasta el extremo pesimismo. Empezaron diciendo que en este
país no podría haber ningún trust. Han terminado diciendo que en esta época no
puede haber nada más que trust. Y con ese procedimiento de llamar imposible el
lunes a lo que el martes llaman inevitable han salvado dos veces la vida al
gran jugador o ladrón: la primera vez, llamándolo monstruo fabuloso, y la
segunda llamándolo fatalidad todopoderosa. Hace doce años, cuando yo hablaba de
los trust, la gente decía: «En Inglaterra no hay ningún trust». Ahora, cuando
hablo de ello, la misma gente dice: «Pero, ¿cómo se propone hacer que
Inglaterra salga de los trust?». Hablan como si los trust siempre hubieran formado
parte de la Constitución inglesa, por no decir del Sistema Solar. En resumen,
el equívoco y la palabra con los cuales inicié este artículo han resultado
exacta e irónicamente verdaderos. Al pobre clérigo viejo se lo hace hablar como
si el Trust, con mayúscula, fuera algo que le ha otorgado la Providencia. Se lo
obliga a abandonar todo lo que originariamente quería decir con su forma
curiosa de individualismo cristiano, y a reconciliarse rápidamente con algo que
se asemeja más a una especie de colectivismo plutocrático. Está empezando a
comprender, de una manera que lo deja algo perplejo, que ahora debe decir que
el monopolio, y no solamente la propiedad privada, es parte de la naturaleza de
las cosas. Le han echado la red mientras dormía, porque nunca pensó en nada
parecido a una red; porque hubiera negado hasta la posibilidad de que alguien tejiera
semejante red. Pero ahora el pobre caballero tiene que empezar a hablar como si
hubiera nacido dentro de la red.
Quizás,
como digo, le hayan dado un golpe en la cabeza; tal vez, como dicen sus
enemigos, siempre estuvo un poquito mal de la cabeza. Pero, de cualquier modo,
ahora que su cabeza está en la trampa, o en la red, predicará con frecuencia sobre
la imposibilidad de escapar de lazos y redes tejidos o hilados por la rueda del
destino. En una palabra, quiero señalar que el viejo caballero no tuvo cuidado
de no caer en la red y que no tiene ninguna esperanza de salir de ella.
En
resumen, expondré lo que hasta aquí he indicado diciendo que el principal
peligro que debe evitarse ahora, y el primer peligro que ahora debe tomarse en
cuenta, es el de suponer más completa de lo que es la conquista capitalista. Si
puedo usar los términos del catecismo de los niños sobre los dos pecados contra
la esperanza, el peligro ya no es el de la presunción, sino más bien el de la
desesperación. No es mera impudencia, como la de aquellos que nos decían, sin pestañear,
que no había trust en Inglaterra. Es más bien mera impotencia, como la de los
que nos dicen que Inglaterra pronto será sumida en un terremoto llamado
América. Ahora bien, esta suerte de entrega al monopolio moderno
no sólo es indigna, también es producto del miedo, y prematura. No es
verdad que no podamos hacer nada. Lo que hasta aquí he escrito estaba dirigido
a mostrar a los que dudaban y a los aterrorizados que no es cierto que no
podamos hacer nada.
Todavía
hay algo que puede hacerse, y enseguida; aunque las cosas que pueden hacerse
parezcan de diferentes clases y aun de diferentes grados de eficacia. Aunque
sólo salvemos una tienda de nuestra calle o paralicemos una conspiración en
nuestro oficio, o consigamos una ley que castigue esas conspiraciones a
instancias de nuestro representante en el Parlamento, tal vez lleguemos a
tiempo y logremos que varíen las cosas.
Para
usar una metáfora militar, digamos que lo que ha sucedido es que los
monopolistas han intentado un movimiento de cerco, aunque ese movimiento
todavía no está completo. Lo estará, a menos que hagamos algo; pero no es
verdad que no podamos hacer nada para impedir que se complete. Creemos que hay
que lanzarse, hacer salidas y descubiertas, tratar de perforar ciertos puntos
de la línea enemiga (suficientemente apartados y escogidos por su debilidad),
irrumpir a través de la brecha del círculo incompleto. La mayoría de la gente
que nos rodea cree que hay que rendirse a la sorpresa, precisamente porque para
ellos fue una completa sorpresa. Ayer negaban que el enemigo pudiera cercarnos.
Anteayer negaban que pudiera existir. Han quedado como paralizados por un prodigio.
Pero así como nunca estuvimos de acuerdo con que la cosa fuera imposible,
tampoco ahora estamos de acuerdo con que sea irresistible. Hace tiempo que
debería haberse iniciado la acción; pero puede iniciarse aún. Por eso vale la
pena tratar de los diversos recursos dados como ejemplos. Una cadena es tan
fuerte como lo es su eslabón más débil; una línea de batalla es tan fuerte como
lo es su hombre más débil; un movimiento de cerco es tan fuerte como su punto
más débil, el punto donde todavía puede romperse el círculo. Así, para empezar,
si cualquiera me pregunta qué debe hacer ahora, le contesto: «Haga
cualquier cosa, por insignificante que sea, que impida la consumación de la
tarea de la unión capitalista. Haga cualquier cosa que por lo menos la demore.
Salve una tienda entre cien tiendas. Salve una heredad de entre cien heredades.
De cien puertas, mantenga abierta una; porque mientras esté abierta una puerta,
no estaremos presos. Levante una barricada en su camino, y pronto verá si es el
camino que sigue el mundo. Ponga una retranca en su rueda y pronto verá si es
la rueda del destino». Porque por la esencia de su esfuerzo enorme y
antinatural, un pequeño fracaso es tan grande como un gran fracaso. El
monopolio comercial moderno tiene muchos puntos en común con un gran globo. Está
inflado, y es sin embargo leve; sube, y sin embargo, va a la deriva; y sobre
todo, está lleno de gas, y por lo general de gas venenoso. Pero la
semejanza que aquí más nos interesa es que el pinchazo más pequeño desinfla el globo
más grande. Si esta tendencia de nuestro tiempo recibiera algo así como un
rechazo bastante definido, creo que toda la tendencia pronto empezaría a
debilitarse en su absurdo prestigio. Hasta que el monopolio no sea monopolista,
no es nada. Hasta que la unión no pueda unirlo todo, no es nada. Acab no tiene
su reino mientras Naboth posee su viña; Amán no será feliz en el palacio
mientras Mardoqueo esté sentado a la puerta. Cien relatos de historia humana
están ahí para mostrar que las tendencias pueden volver atrás, y que un
obstáculo puede ser el punto decisivo. Las arenas del tiempo están simplemente punteadas
con estacas individuales que así han marcado los cambios de la marea.
El último paso hacia el triunfo final es asegurarse de que no vencerá el
enemigo, aunque sea asegurarse sólo de que no vencerá en todas partes. Después,
cuando hayamos hecho vacilar el impulso, y tal vez lo hayamos detenido,
podremos iniciar un contraataque general. Luego procederé a considerar la
naturaleza de ese contraataque. En otras palabras, intentaré explicar al viejo clérigo
atrapado en la red (cuyos sufrimientos tengo siempre presentes) lo que sin duda
le consolará saber: que se equivocó en primer término pensando que no había
red, que se equivoca ahora pensando que no hay escapatoria de la red, y que
nunca sabrá lo equivocado que estaba hasta que descubra que tiene su propia
red, y sea una vez más pescador de hombres.
Empecé
enunciando una obviedad: que una forma de apoyar las pequeñas tiendas sería
apoyándolas. Todos podrían hacerlo, pero parece que nadie puede imaginarlo. En un
sentido, nada es tan simple, y en otro, nada es tan difícil. Proseguí señalando
que sin cambio arrollador alguno, la mera modificación de las leyes existentes
probablemente haría surgir a la vida y a la actividad miles de pequeñas tiendas.
Tal vez tenga ocasión de volver más extensamente sobre las pequeñas tiendas;
pero por el momento sólo recorro rápidamente ciertos ejemplos separados para mostrar
que la ciudadela de la plutocracia podría ser atacada aún desde muchos puntos
diferentes. Podría tener que hacer frente a un esfuerzo concertado en el campo
abierto de la competencia. Podría ser refrenada mediante la creación de gran
número de pequeñas leyes. Tercero, podría ser atacada por una operación de más
alcance, de leyes mayores. Pero mientras llegamos a éstas, todavía en esta etapa,
también chocamos con problemas mayores.
El sentido
común de la cristiandad, durante años y años, ha dado por sentado que era tan
posible castigar el acaparamiento como castigar la acuñación de moneda.
No obstante, a la mayoría de los lectores de hoy les parece una especie de
contradicción vital, repetida en la expresión verbal: «No confíe en los trust».
Con todo, a nuestros padres no les parecía esto tan paradójico como decir «no
confíe en los príncipes», sino más bien como decir «no confíe en los piratas».
Pero al aplicarlo a la situación moderna somos rechazados primero por un
sofisma muy moderno.
Cuando
decimos que un acaparamiento debería tratarse como una conspiración, se nos
cuenta siempre que la conspiración es demasiado complicada para ser desenredada.
Con otras palabras, se nos dice que los conspiradores son demasiado buenos
conspiradores para ser apresados. Ahora bien, al llegar exactamente a este
punto pierdo por completo mi simple e infantil confianza en el experto en
negocios. Mi actitud, hace un momento segura y confiada, se torna irrespetuosa
y trivial. Estoy dispuesto a admitir que no sé mucho sobre los detalles del
comercio, pero no que sea imposible que nadie sepa nunca nada acerca de ellos.
Estoy dispuesto a creer que hay gente en el mundo a la que le gusta sentir que
el pan de su vida depende de un proveedor particular, el cual probablemente
empezó ganando con lo que robaba en el peso. Estoy dispuesto a creer que hay
gente tan extrañamente constituida que le gusta ver una gran nación detenida
por una pequeña pandilla, más desaforada que una de bandoleros, pero no tan
valiente. En resumen, estoy dispuesto a admitir que puede haber gente que confíe
en los trust. Lo acepto con lágrimas, como las del benévolo capitán de las Bab
Ballads que decía:
Its human nature; praps if so,
Oh, isnot human nature low?
Tal vez sea la
naturaleza humana; si es así,
oh, ¿no es ruin la naturaleza
humana?». W. S.
Gilbert, Bad Ballads.
Yo
dudo que sea tan ruin como todo eso, aunque admito la posibilidad de su
absoluta bajeza; la admito con llanto y lamentaciones. Pero cuando me dicen que
resultaría imposible descubrir si un hombre está o no formando un trust, eso ya
es otra cosa. Mi conducta se altera. Se aviva mi humor. Cuando se me dice que
si el acaparamiento fuera un crimen nadie podría ser condenado por ese crimen, entonces
me río; no, me burlo. Por lo general se comete un crimen, podemos inferir,
cuando a un caballero le disgusta la aparición de otro caballero en Piccadilly
Circus a las once de la mañana, y se dirige al objeto de su disgusto y con destreza
le corta el pescuezo. Luego se acerca al buen guardia que está dirigiendo el
tráfico y le llama la atención sobre la presencia del cadáver en el pavimento, consultándole
acerca de cómo eliminar el estorbo. Parece que así es como estas gentes esperan
que se hagan los crímenes financieros, para que sean descubiertos. Por cierto que
a veces se comenten tan descaradamente como éste en comunidades donde pueden
mostrarse sin peligro. Pero la teoría de la impotencia legal parece
extraordinaria cuando consideramos la clase de cosas que la policía sí
descubre.
Vean
la clase de crímenes que descubre: un hombre absolutamente ordinario y oscuro
de algún rincón o casucha entre diez mil como ella se lava las manos en un
sumidero del fondo de la casa. La operación le lleva dos minutos. La policía
puede descubrir eso, pero le ha sido imposible descubrir la reunión de hombres
o el envío de mensajes que han vuelto del revés todo el mundo mercantil. Pueden
seguir la pista a un hombre a quien nadie conoce hasta un lugar donde nadie
sabía que iba a ir cuando el hombre había tomado todas las precauciones
posibles para que nadie lo viera hacer lo que iba a hacer. Pero no pueden
vigilar a un hombre a quien todos conocen, para ver si se comunica con otro
hombre a quien todos conocen a fin de hacer algo que casi todo el mundo sabe
que ha tratado de hacer toda su vida. Pueden contárnoslo todo sobre los
movimientos de un hombre cuya propia mujer, o socio, o casera, no puede saber lo
que hace; pero no pueden decir cuándo está en movimiento una unión que abarca
la mitad de la tierra. ¿La policía es en realidad tan tonta como todo eso? ¿O
son a la vez tan tontos y tan prudentes? Y si la policía fuera tan inútil como
creía Sherlock Holmes, ¿qué hay de Sherlock Holmes? ¿Qué hay del vehemente
detective aficionado sobre el cual todos hemos leído y algunos (¡ay!) hemos
escrito? ¿Acaso no hay ningún detective que triunfe allí donde fracasan todos
los policías, y que pruebe concluyentemente por alguna mancha de grasa del
mantel que el señor Rockefeller está interesado en el petróleo? ¿No hay ningún hombre
de rostro afilado que, viendo que lord Leverhulme compra multitud de negocios
de jabón, infiera que tiene interés en el jabón? Siento deseos de escribir yo
mismo una serie de cuentos policiales sobre el descubrimiento de estas cosas
oscuras y secretas. Presentarían a Sherlock Holmes con su lupa en actitud de
escudriñar un diario y descifrar uno de los titulares letra a letra. Nos
presentarían a un Watson sorprendido por el descubrimiento del Banco de
Inglaterra. Mis cuentos llevarían títulos tradicionales tales como «El Secreto
del anuncio», «El misterio del megáfono» o «La aventura del atesoramiento
inadvertido».
Lo que
estas gentes quieren decir realmente es que no pueden imaginar que el monopolio
sea tratado como la acuñación de moneda. No pueden imaginar que el intento de acaparamiento
o, a decir verdad, cualquier actividad de los ricos, caiga en el dominio del
derecho criminal. Les chocaría pensar en semejantes hombres sometidos a semejantes
pruebas. Pondré un ejemplo claro. Los criminólogos siempre hacen ostentación
ante nosotros de la ciencia dactiloscópica cuando quieren glorificar sencillamente
su no muy gloriosa ciencia. Las impresiones digitales probarían con la misma
facilidad si un millonario ha utilizado un lapicero o un ladrón ha usado una
barra. Podrían demostrar con igual claridad que un financiero ha usado un
teléfono o un ladrón una escalera. Pero si empezáramos a hablar de tomar
huellas dactilares a los financieros, todos creerían que se trata de una broma.
Y lo es: una broma muy fea. La risa que brota espontáneamente al insinuarlo es
en sí prueba de que nadie toma en serio, o ni siquiera piensa en tomar en serio, la idea de
que ricos y pobres son iguales ante la ley. Es la razón por la cual no tratamos
a los magnates del trust y a los monopolizadores como hubieran sido tratados
bajo las antiguas leyes de la justicia popular. Y es la razón por la cual tomo
su caso en este momento y en esta parte de mis observaciones, junto con cosas
aparentemente tan superficiales y fútiles como la transferencia de clientela de
una tienda a otra. Es porque en ambos casos se trata de una cuestión únicamente
de recta determinación, y ni en lo más mínimo sentido de una cuestión de leyes
económicas. Con otras palabras, es mentira que no podamos hacer que la ley
encarcele a los monopolizadores, o los ponga en la picota, o si queremos los
cuelgue, como hicieron nuestros padres antes que nosotros. Y en el
mismo sentido es mentira que no podamos dejar de comprar las mercancías que
hacen mejor propaganda, o dejar de ir a las tiendas más grandes, o evitar ponernos
de acuerdo, en nuestros hábitos sociales generales, con la tendencia social
general. Podríamos evitarlo de cien modos; desde el muy simple de salir de una
tienda hasta el más ceremonioso de colgar a un hombre en una horca. Si queremos
decir que no deseamos evitarlo, eso puede ser muy cierto, y hasta en algunos
casos muy justo. Pero arrestar a un acaparador es tan fácil como salir de una
tienda. Encarcelar a un politicastro no es más difícil que salir de una tienda;
y es sumamente deseable, para que esta discusión sea sana, que nos demos cuenta
del hecho desde el principio.
Prácticamente
la mitad de los recursos aceptados mediante los cuales se forma ahora una gran
empresa han sido considerados criminales en alguna comunidad del pasado; y podrían
serlo en una comunidad del futuro. Aquí sólo puedo referirme a ellos en
la forma más precipitada. Uno de ellos es el procedimiento contra el cual
braman día y noche los estadistas del partido más respetable, mientras pueden
fingir que sólo lo hacen los extranjeros. Se llama dumping. Es el sistema de
vender perdiendo para suprimir el mercado de otro hombre. Otro procedimiento es
aquel contra el cual hasta han intentado legislar los mismos estadistas del
mismo partido, mientras se limitó a los usureros. Sin embargo, desgraciadamente,
no se limita en modo alguno a los usureros. Es la tramoya que consiste en
enredar a un hombre más pobre en una maraña de toda suerte de obligaciones, de modo
que por último no pueda cumplir sino vendiendo su tienda o empresa. Una
forma de hacerlo es dando las cosas a los desesperados en mensualidades o a
largo plazo. Yo hubiera juzgado todas estas conspiraciones como se juzga una conspiración
para derrocar el Estado o matar al rey. No esperamos que el hombre mande una
tarjeta al rey diciéndole que va a matarlo, o que anuncie en los diarios cuál
será el día de la revolución. Semejantes maquinaciones siempre han sido juzgadas
en la única forma en que pueden juzgarse: usando del sentido común en lo que
toca a la existencia de un propósito y la existencia aparente de un plan. Pero
no tendremos verdadero sentido cívico hasta que volvamos a darnos cuenta de que
la conspiración de tres ciudadanos contra un ciudadano es un crimen, tanto como
la conspiración de un ciudadano contra otros tres. Con otras palabras, la
propiedad privada debería estar protegida contra el crimen público, así como el
orden público está protegido contra el juicio privado. Pero la propiedad privada
debería estar protegida contra cosas mucho mayores que ladrones y carteristas.
Necesita protección contra las conspiraciones de toda una plutocracia.
Necesita defensa contra los ricos, que ahora son los gobernantes que deberían defenderla.
Quizás no resulte difícil explicar por qué no la defienden. De cualquier modo,
en todos estos casos la dificultad está en imaginar que la gente quiera
hacerlo; no en imaginar que la gente lo haga. Que por todos los medios diga la
gente que no cree que el ideal del Estado distributivo valga el riesgo o la
molestia. Pero que no digan que ningún ser humano del pasado ha arriesgado
nunca nada, o que ningún hijo de Adán es capaz de tomarse molestia alguna. Si
para lograr justicia quisieran arriesgar la mitad de lo que ya han arriesgado
para alcanzar la corrupción, si para hacer algo bello se afanaran la mitad de
lo que se han afanado para que todo sea feo, si hubieran servido a su Dios como
han servido a su rey cerdo y su rey petróleo, el triunfo de toda nuestra
democracia distributiva miraría al mundo como uno de sus llamativos anuncios y
rascaría el cielo como una de sus extravagantes torres.
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