“Los niños librados a sí mismos casi invariablemente inventan sus propios juegos, sus propios dramas, con frecuencia hasta inventan todo un reino o una re
pública imaginarios. Dicho con otras palabras, crean; hasta que la oposición del monopolio mata su creación.”
Los límites de la cordura - G.K. Chesterton
(14)
III
ALGUNOS ASPECTOS DE LA MAQUINA
3. El día de fiesta del esclavo.
Algunas
veces he sugerido que el industrialismo de tipo americano, con su maquinaria y
atropello mecánico, se conservará algún día en forma de modelo realmente americano;
quiero decir, a la manera del territorio reservado para los pieles rojas, la
reserva. Así como se deja un pedazo de bosque para que los salvajes cacen y
pesquen dentro de él, así una civilización mejor podría dejar un sector de
fábricas para aquellos que estuvieran todavía en una etapa intelectual tan
infantil como para querer ver girar las ruedas. Y así como los pieles rojas
podrían todavía, supongo yo, contar sus arcaicas leyendas referentes al dios
rojo que fumaba en pipa o al héroe que robó el sol y la luna, así el pueblo sencillo
del recinto fabril podría seguir hablando de su propia reseña de la historia y
discutiendo la evolución de la ética, mientras a su alrededor una civilización
más madura andaría ocupada en la verdadera historia y la filosofía seria.
Vacilo en repetir aquí esta fantasía, porque, después de todo, el
maquinismo es la religión de esas gentes, o al menos su superstición,
y no les gusta que se las trate con ligereza. Pero yo creo que hay algo que
decir en pro de la opinión de la cual esta fantasía
podría ser una especie de símbolo; en pro de la idea de que una sociedad más sabia trataría finalmente las máquinas como trata las armas, como algo especial y peligroso, y quizás más directamente bajo una fiscalización central. Pero sea esto como fuere, creo que la fantasía más descabellada de un fabricante mantenido a raya como un bárbaro pintado encierra mayor cordura que una alternativa científica seria, como la que ahora se nos presenta con frecuencia. Me refiero a lo que sus amigos llaman el Estado de Comodidad, en el cual todo se hará mediante máquinas. Es justo decir algo, aunque sea sólo una palabra, sobre esta propuesta comparándola con la nuestra.
podría ser una especie de símbolo; en pro de la idea de que una sociedad más sabia trataría finalmente las máquinas como trata las armas, como algo especial y peligroso, y quizás más directamente bajo una fiscalización central. Pero sea esto como fuere, creo que la fantasía más descabellada de un fabricante mantenido a raya como un bárbaro pintado encierra mayor cordura que una alternativa científica seria, como la que ahora se nos presenta con frecuencia. Me refiero a lo que sus amigos llaman el Estado de Comodidad, en el cual todo se hará mediante máquinas. Es justo decir algo, aunque sea sólo una palabra, sobre esta propuesta comparándola con la nuestra.
Ya
sabemos lo que en la práctica significa un día feriado en un mundo de
maquinaria y producción en serie. Significa que un hombre, cuando ha terminado
de dar vueltas a una manivela, puede elegir entre los placeres que se le ofrecen.
Si quiere, puede leer un periódico y descubrir, interesado, que el príncipe
heredero de Fontarabia desembarcó de su magnífico yate Atlantis en medio de una
jubilosa multitud; que ciertos millonarios americanos están formando grandes
consorcios financieros; que la joven moderna es una criatura deliciosa a pesar
de (o debido a) que usa el pelo corto o las faldas cortas; que la verdadera religión,
que todos buscamos en las iglesias, consiste en la simpatía y en el progreso
social, en casarse, divorciarse y enterrar a todo el mundo sin aludir al
significado preciso de la ceremonia. Por otra parte, si el hombre prefiere otra
diversión, puede ir al cine, donde verá una escena viva y animada de multitudes
que aclaman al príncipe heredero de Fontarabia tras la llegada del yate
Atlantis; donde verá una película americana que pinta los rasgos de los
millonarios americanos con todas las denodadas contorsiones de rostro que los
acompañan cuando forman grandes consorcios financieros; donde no dejarán de ver
una heroína encantadora y vivaz, reconocible como la joven moderna por su pelo
y falda cortos; y posiblemente un sacerdote manso y bueno (si lo hay) que
explica, en una escena muda, con ayuda de algunas frases impresas, que la
verdadera religión es la simpatía social y el progreso, y casarse y entregar a
la gente a la ventura. Pero si suponemos que los gustos del hombre se apartan
del drama y las artes con él emparentadas, tal vez prefiera leer novelas; y no
le será difícil encontrar una muy leída que trate de las dudas y tropiezos de
un sacerdote manso y bueno que poco a poco descubre que la verdadera religión
consiste en el progreso y la simpatía social, con la ayuda de una joven moderna
cuyo pelo y falda cortos proclaman su indiferencia ante toda distinción sutil
acerca de quién debe ser enterrado y quién debe divorciarse; y probablemente no
falte en la novela un millonario americano que forma vastos consorcios, ni,
ciertamente, un yate, y hasta es posible que un príncipe heredero. Pero en las actuales
condiciones de la publicidad y la búsqueda de diversiones se toman en cuenta
también otros gustos. Hay una gran institución de radiocomunicación y difusión;
el hombre que tiene un día de descanso, dejando de lado la novela, el
periodismo y el drama cinematográfico, puede preferir «escuchar» un programa
que contendrá las últimas novedades sobre grandes consorcios formados por millonarios
americanos; que probablemente contendrá breves disertaciones sobre cómo puede la
joven moderna cortar su pelo o reducir sus faldas; en el cual podrá escuchar la
voz de algún gran predicador conocido que proclama ante el mundo esa revelación
de que la verdadera religión consiste en la simpatía y el progreso social más
que en el dogma y el credo; y en el cual seguramente escuchará el trueno de los
vítores que dan la bienvenida a Su Alteza Real el Príncipe Heredero de
Fontarabia al desembarcar éste de su magnífico yate Atlantis. De este modo,
tiene el hombre ante sí una selección muy esmerada y ordenada en cuestión de diversiones.
Pero
a algunos les parece que la rica variedad de método y de medios de acceso que
se despliega ante nosotros en esta alternativa todavía oculta cierto secreto y
sutil elemento de monotonía. Quien busca divertirse quizás tenga aún la
misteriosa sensación de haber conocido eso mismo antes. Parece haber algo que
se repite en el tipo de tópicos; lo cual deja entrever algo de rigidez en el
tipo mental. Yo creo muy dudoso que sea en realidad una mente superior. Si
el hombre que busca placeres fuera capaz de proporcionarse a sí mismo un
placer, si se lo obligara a que se divirtiera él mismo en lugar de que lo
divirtieran; si, en resumen, se lo obligara a sentarse en una vieja taberna y
conversar, realmente dudo de que limitara su conversación enteramente al
príncipe heredero de Fontarabia, al corte de pelo, a la grandeza de ciertos
yanquis ricos y así sucesivamente, para luego empezar a dar vueltas a los
mismos temas desde el principio. Sus intereses podrían ser más locales,
pero serían más vivos; su experiencia de los hombres sería más personal, pero
más variada; sus gustos y aversiones más caprichosos, pero no tan fácilmente
satisfechos. Para poner un ejemplo diremos que a los niños modernos se
les obliga a practicar juegos didácticos, y sin duda pronto se les hará escuchar
las alabanzas de los millonarios que se transmiten por radio o aparecen en los
periódicos. Pero los niños librados a sí mismos casi invariablemente
inventan sus propios juegos, sus propios dramas, con frecuencia hasta inventan
todo un reino o una república imaginarios. Dicho con otras
palabras, crean; hasta que la oposición del monopolio mata su creación.
El chico que juega a policías y ladrones no se libera, sino que se atrofia en
su desarrollo cuando aprende cosas acerca de los ladrones americanos, todos
cortados por un mismo molde, menos pintoresco que el del niño. Es socavado
psicológicamente, es apartado, excluido, hundido, ahogado, arruinado; en ningún
caso liberado.
Los
inventos han matado la invención. Las grandes máquinas modernas son
como grandes cañones que dominan y aterrorizan toda una extensión de tierra y
dentro de cuyo alcance nadie puede levantar la cabeza. Hay mucha más inventiva
en una yarda cuadrada de humanidad de la que jamás podrá surgir bajo ese terror
monopolista. Los espíritus de los hombres no son tan parecidos entre sí
como los automóviles de los hombres o los abrigos y sombreros mecánicamente
confeccionados de los hombres. Dicho de otro modo, no hacemos que los
hombres rindan el máximo. En verdad, no aprovechamos sus cualidades más individuales
y más interesantes. Y es dudoso que lo hagamos alguna vez, hasta que acallemos
ese estrépito ensordecedor de altavoces que ahoga sus voces, ese brillo mortal
de la luz de los reflectores que les come el color de la tez, ese grito
atronador de trivialidades que aturde y paraliza sus inteligencias. Todo esto
mata los pensamientos al nacer, como un gran rayo blanco de muerte mataría las plantas
al brotar. Por lo tanto, cuando la gente me dice que convertir una gran parte
de Inglaterra en país rústico y hacer que viva de lo que produce significaría
transformarla en un país inculto y absurdo, no estoy de acuerdo con ellos; y no
creo que comprendan la alternativa ni el problema. Nadie quiere que todos
los hombres sean rústicos ni aun en tiempos normales; es muy defendible que
algunos de los más inteligentes se vuelvan a las ciudades incluso en tiempos de
normalidad. Pero sostengo que en estos tiempos las ciudades mismas son
las enemigas de la inteligencia, digo que los campesinos mismos tendrían
más variedad y vivacidad de la que se fomenta en estas ciudades. Digo
que sólo impidiendo la entrada de este ruido y esta luz antinaturales puede el
espíritu del hombre empezar a moverse nuevamente y a crecer. Así como
esparcimos adoquines sobre suelos diferentes sin tener en cuenta las diferentes
cosechas que ese suelo podría producir, así desparramamos programas de
plutocracia insípida sobre las almas que Dios creó diferentes, y que sociedades
más simples han hecho libres. Si por maquinaria que ahorra
trabajo y por lo tanto produce ociosidad se entendiera la maquinaria que ahora
logra lo que se llama producción en serie, no veo valor vital alguno en el
ocio; porque no hay en ese ocio nada de libertad. Puede que el hombre
trabaje sólo una hora con sus herramientas hechas a máquina, pero sólo puede
escapar y jugar veintitrés horas con juguetes hechos a máquina. Todo lo que
toca ha de provenir de una máquina enorme que no puede manejar. Todo ha de provenir
de algo a lo cual, con frase capitalista, él sólo puede «echar una mano». Ahora
bien, como esto se aplicaría tanto a los juguetes intelectuales y artísticos
como a los meramente materiales, a mí me parece que la máquina dominaría al
hombre durante más tiempo del que le llevó a su mano dar vuelta a la manivela.
Es cosa prácticamente admitida que se necesitan muchos menos hombres para hacer
funcionar la máquina. La respuesta de los partidarios del colectivismo mecánico
es que, aunque la máquina puede proporcionar trabajo a una minoría, podría dar
de comer a la mayoría. Pero sólo podría alimentar a la mayoría mediante un
funcionamiento que tendría que ser dirigido por la minoría. O aun si suponemos
que se diera a la mayoría algún trabajo, subdividido en pequeñas secciones, ese
sistema de rotación tendría que ser dirigido por unos pocos responsables; y
sería menester una autoridad establecida para distribuir el trabajo, tanto como
para distribuir el alimento. Dicho con otras palabras, los oficiales serían
necesariamente oficiales permanentes. En cierto sentido, el resto de nosotros
podríamos ser oficiales a intervalos ocasionales. Pero subsistiría el carácter
general del sistema, y, parezca lo que parezca, nada puede hacerlo parecerse al
de una población que vaga en sus propios campos o levanta pequeñas industrias
creadoras en los pequeños talleres propios. El hombre que ha participado en la
producción de un artículo hecho a máquina puede, claro está, abandonar el
trabajo, en el sentido de dejar de dar vueltas a una determinada rueda. Puede
presentársele la oportunidad de hacer lo que le guste, en la medida en que le
guste usar lo que al sistema le gusta producir. Tal vez tenga posibilidad de
elección, en el sentido de poder elegir entre una cosa que produce y otra cosa
que produce. Puede elegir entre pasar sus horas de ocio sentado en una silla hecha
a máquina, acostado en una cama hecha a máquina, descansando en una hamaca
hecha a máquina, o balanceándose en un trapecio hecho a máquina. Pero no se hallará
en la misma situación del hombre que talla su propio juguete con su propia
madera o según su deseo. Porque esto introduce otro principio o propósito, que
no es seguro que coexista con el principio o propósito de utilizar toda la madera
con vistas a ahorrar trabajo, o simplificar todos los deseos de modo que
resulte más cómodo. Si nuestro ideal es producir las cosas tan rápida y
fácilmente como sea posible, debemos saber el número preciso de cosas que queremos
producir. Si deseamos producirlas tan libre y diversamente como sea posible, no
debemos intentar producirlas al mismo tiempo tan rápidamente como se pueda. Creo
que, probablemente, el resultado de ahorrar trabajo mediante la máquina sería
entonces el mismo de hoy, sólo que más acentuado: la limitación del tipo de
cosa producida, la estandarización.
Puede
ser que algunos de los defensores del Estado de Comodidad hayan pensado en
algún sistema de distribución de la maquinaria que haga a cada hombre dueño de
su máquina; y en tal caso estoy de acuerdo en que el problema varía y está en
parte resuelto. Quedaría todavía en pie la cuestión de si el hombre de alma
libre querría usar la máquina para las tres cuartas partes de las cosas para
las cuales las usa ahora. En otras palabras, subsistiría todo el problema del
artesano como creador. Supongo que convendrían en que si el hombre
insignificante encontrara útil su pequeña instalación mecánica para la
conservación de su pequeña propiedad, los derechos de ésta serían considerables.
Aunque es necesario aclarar que si los entretenimientos que se ofrecen a
los obreros les son proporcionados tan mecánicamente como en la actualidad, y
con la alternativa meramente mecánica de la actualidad, yo creo que hasta la
esclavitud de su trabajo sería llevadera comparada con la agobiante esclavitud
de su ocio.
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