Los límites de la cordura - G.K. Chesterton (15)



IV
ALGUNOS ASPECTOS DE LA MAQUINA
4. El hombre libre y el automóvil Ford.


“Cualquiera que conozca algo del trabajo moderno sabe que hay cierto número de hombres semejantes, los cuales permanecerán en puestos subalternos y oscuros porque sus gustos y talentos privados no tienen relación alguna con el trabajo estúpido del que se ocupan.” Chesterton


No soy un fanático, y además creo que las máquinas pueden ser de gran utilidad para destruir el maquinismo. Puedo concederles considerable valor en la tarea de exterminar todo lo que ellas representan. Pero expresar la verdad en esos términos es hablar de la conclusión remota de nuestra revolución lenta y razonable. En la situación presente, la misma verdad puede formularse de forma más moderada. Deberíamos mirar con racional benevolencia todas las cosas típicas de nuestro tiempo. La máquina no es mala, sólo es absurda. Quizás deberíamos decir que es sólo infantil, y hasta puede ser apreciada en su verdadero espíritu por un niño. Por lo tanto, si descubrimos que alguna máquina nos permite escapar de un infierno de maquinaria no estamos pecando, aunque tal vez estemos haciendo un papel tonto, como el de un soldado de caballería que fuera a unirse con su regimiento montado sobre una bicicleta vieja. Lo esencial es darse cuenta de que la situación actual tiene algo de ridículo, más disparatado que cualquier utopía. Así, por ejemplo, tendré ocasión de señalar aquí la propuesta de la electricidad central, y podríamos justificar su uso mientras estudiamos la broma que representa. Pero, en realidad, ni siquiera vemos lo gracioso de las aguas corrientes ni de la compañía de aguas. Es casi demasiado toscamente cómico que cosa tan esencial para la vida como lo es el agua tenga que sernos traída desde un lugar desconocido por alguien a quien nadie conoce, a veces desde casi cien millas de distancia. Es tan gracioso como si nos enviaran aire desde millas de distancia y todos anduviéramos como buzos en el fondo del mar. La única persona razonable es el campesino que posee su propio pozo. Pero nosotros tenemos mucho camino que recorrer antes de empezar a pensar en ser razonables.
Actualmente hay algunos ejemplos de centralización cuyos efectos pueden preparar la descentralización. Un caso evidente es el que se discutió recientemente, relacionado con una planta eléctrica común. Considero totalmente cierto que si pudiera rebajarse el precio de la electricidad mejoraría mucho la suerte de gran número de pequeñas tiendas independientes, y especialmente la de los talleres. Al mismo tiempo, no hay duda alguna de que tal dependencia de una central eléctrica para obtener energía es una dependencia real, y por ende es un defecto dentro de cualquier plan completo de independencia. Me imagino que muchos distributistas diferirán considerablemente sobre este punto; pero, en lo que a mí se refiere, me inclino a seguir la política más moderada y provisional que he indicado aquí más de una vez. Creo que es necesario, en primer término, asegurarse de que las pequeñas propiedades tengan algún éxito en grado más o menos decisivo. Ante todo, creo que es de importancia vital crear la experiencia de la pequeña propiedad, la psicología de la pequeña propiedad, la clase de hombre que sea pequeño propietario. Una vez que exista esa clase de hombres, decidirán, de manera muy diferente que cualquier muchedumbre moderna, hasta dónde ha de dominar su propia casa la central eléctrica, o si ha de dominarla en alguna medida. Tal vez esos hombres descubran el modo de dividir e individualizar esa energía eléctrica. Sacrificarán, si es necesario el
sacrificio, hasta la ayuda de la ciencia por el hambre de posesión. De modo que, por el momento, estoy dispuesto a aceptar cualquier ayuda que la ciencia y la maquinaria puedan prestar para la pequeña propiedad, sin someterme a tales supersticiones en lo que tienen de puramente destructivas y sin dejar de tener presente el ideal del labriego como motivo y meta. Pero la mayoría de quienes nos ofrecen ayuda mecánica parecen ignorar completamente qué es lo que consideramos como una ayuda. Un nombre muy conocido ilustrará cómo se hace la cosa y la ignorancia del hombre que la hace.
El otro día me encontré en un automóvil Ford, igual a aquel en el cual recuerdo haber recorrido Palestina y a aquel en el cual (supongo) le gustaría al señor Ford pasar por encima de los hebreos. Sea como fuere, me recordó al señor Ford, y eso me hizo pensar en el señor Penty y en sus opiniones sobre la igualdad y la civilización mecánica. El coche Ford (si puedo probar suerte con una de esas ideas nuevas con que nos importunan los periódicos) es un producto típico de la época. Lo mejor que tiene es aquello por lo cual es despreciado: su pequeñez. Y lo peor que tiene es aquello por lo cual es alabado: es un producto en serie. Su pequeñez, claro está, es el tema de infinitos chistes americanos sobre el hombre que atrapa un Ford como una mosca o posiblemente como una pulga. Pero nadie parece notar que esa difusión de los viajes en automóvil (por equivocados que sean el motivo y el método) está en realidad en completa contradicción con esa charla fatalista sobre los monopolios y concentraciones inevitables. El ferrocarril está decayendo a ojos vista, los pájaros hacen sus nidos en las señales, y los lobos, por así decirlo, en las salas de espera. Y el ferrocarril era realmente un modo de viajar comunal y concentrado, como el de una utopía de socialistas. El viajero libre y solitario vuelve a aparecer ante nuestros ojos; no siempre, es verdad, equipado con zurrón y concha, aunque sí habiendo recuperado en cierta medida la libertad del camino real, a la manera de la Inglaterra Feliz. Pero tampoco es ésta la única cosa antigua que ese modo de viajar ha revivido. Mientras el empalme de Mugby ha empezado a descuidar sus despachos de refrescos, Hugby-in-the-Hole ha resucitado sus posadas. En esa medida limitada, el automóvil Ford es ya un retorno al hombre libre. Si bien no posee tres acres y una vaca, posee el inadecuado sustituto de tres mil millas, y un auto. No quiero decir que esta evolución satisfaga mis teorías. Pero digo, sí, que destruye las teorías de otros; todas las teorías que consideran lo colectivo como cosa del futuro y lo individual como cosa del pasado. Aun en el camino especial y asfixiante de la ciencia y la maquinaria, los hechos van contra sus teorías.       
Con todo, nunca he oído que alabaran real e inteligentemente por eso al señor Ford y su cochecito. Desde luego que con frecuencia he oído que lo alaban por todas las ventajas de lo que se llama estandarización. Cuando su auto se destroza con estrépito en medio de Salisbury Plain, aunque no es muy probable que ningún fragmento de otro coche destruido se encuentre perdido entre las ruinas de Stonehenge, si a pesar de todo los hay, resulta una gran ventaja saber que probablemente serán del mismo modelo y podrá uno llevárselos para arreglar su propio vehículo. El mismo principio es aplicable a las personas que viajan en automóvil por el Tíbet, a quienes les regocijará pensar que, si por casualidad apareciera otro automovilista de Estados Unidos, les sería posible intercambiar ruedas y frenos en señal de amistad. Quizás no haya expuesto del todo correctamente los detalles del argumento, pero lo que dice de modo general es que si le sucede algo a alguna parte de la máquina, puede remplazarse con idéntica maquinaria. Y de cualquier modo, el argumento podría llevarse mucho más lejos, y usarse para explicar muchas cosas. No estoy seguro de que no sea la clave de muchos misterios de la época. Empiezo a comprender, por ejemplo, por qué los relatos de las revistas son todos exactamente iguales: se pide que así sea para que, cuando uno se ha dejado olvidada una revista en un vagón a mitad de un cuento llamado «Los ojos de color de pensamiento», pueda continuar con la misma narración, aparecida en otra revista bajo el título de «Las cercas de diente de león». Explica por qué los artículos de fondo sobre el futuro de las iglesias son exactamente iguales, de modo que podamos empezar a leer uno en el Daily Chronicle y acabarlo en el Daily Express. Explica por qué todas las declaraciones públicas que nos instan a preferir las cosas nuevas a las viejas, nunca, ni por casualidad, dicen nada nuevo; quieren decir simplemente que deberíamos ir a un nuevo quiosco de periódicos y leer lo mismo en un nuevo diario. Por eso las caricaturas americanas se repiten como una fórmula matemática; es para que, cuando hayamos arrancado una parte del dibujo para envolver unos bocadillos, podamos arrancar un pedazo de otro dibujo y lograr que encaje siempre bien. Por eso también todos los millonarios americanos tienen el mismo aspecto; para que, cuando la expresión viva y resuelta de uno de ellos haya hecho que le desfiguremos la cara de un fuerte puñetazo, siempre sea posible componérsela con narices y mandíbulas sacadas de otros millonarios exactamente igual constituidos.
Tales son las ventajas de la estandarización. Pero, como puede sospecharse, creo que se exageran dichas ventajas, y estoy de acuerdo con el señor Penty, que duda de que toda esta repetición corresponda en realidad a la naturaleza humana. La observación del señor Ford acerca de la diferencia entre hombres y hombres suscitó una cuestión muy interesante; también su insinuación de que la mayoría de los hombres preferían la actividad mecánica o eran aptos sólo para ella. Sobre todos estos argumentos que tocan a la igualdad humana, yo siempre he pensado una cosa que halla su expresión en una prueba ideada por mí. Empezaré a tomar en serio esas clasificaciones de superioridad e inferioridad cuando encuentre un hombre que se incluya entre los inferiores. Se advertirá que el señor Ford no dice que él sólo sea apto para atender a las máquinas; confiesa francamente que es un ser demasiado refinado, libre e inconformista para semejantes tareas. Creeré en la doctrina el día que oiga decir a alguien: «Sólo tengo capacidad para hacer girar una rueda». Eso sería verdadero, eso sería realista, eso sería científico. Eso sería un testimonio independiente difícilmente discutible. Lo mismo sucede, claro está, con todas las otras superioridades y negaciones de la igualdad humana tan particularmente características de una época científica. Así pasa con los hombres que hablan de razas superiores e inferiores; nunca he oído a un hombre decir: «La antropología demuestra que pertenezco a una raza inferior». Si lo hiciera, quizás estaría hablando como un antropólogo. No obstante, habla como un hombre y con frecuencia como un tonto. Durante mucho tiempo he tenido esperanzas de oír a algún hombre que explicara sobre principios científicos su propia incapacidad para algún cargo o privilegio importante diciendo: «El mundo debería pertenecer a las razas libres y luchadoras, y no a personas de esa disposición servil que notará usted en mí; los inteligentes sabrán cómo formarse opiniones, pero la evidente inferioridad intelectual que padezco hace que mis opiniones aparezcan ante ellos como abiertamente absurdas: ellos son de razas soberbias, como dioses... ¡y míreme a mí! ¡Observe mis facciones informes e ínfimas! ¡Contemple, si puede soportarlo, mi cara vulgar y repulsiva! ». Si oyera a un hombre haciendo una demostración científica por el estilo, admitiría que es realmente un científico. Pero como sucede invariablemente, por extraña coincidencia, que la raza superior es la propia raza, el tipo superior el tipo propio y la preferencia superior por el trabajo la clase de trabajo que él prefiere... he llegado a la conclusión de que hay una explicación más simple.
El señor Ford es un buen hombre, en la medida en que esto es compatible con ser un buen millonario. Pero él mismo nos mostrará muy bien dónde radica la falacia de su argumento. Probablemente sea muy cierto que en la fabricación de motores participen cien hombres capaces de hacer funcionar un motor y uno solo que podría inventarlo. Pero de los cien hombres que pueden hacer funcionar un motor es probable que uno pudiera proyectar un jardín, otro inventar una charada, otro imaginar un chiste o una caricatura graciosa sobre el señor Ford. Por cierto que con todo lo que aquí voy diciendo no quiero negar las diferencias de inteligencia ni sugerir que la igualdad (cosa enteramente religiosa) dependa de ninguna negación imposible. Pero sí quiero decir que los hombres están más cerca de un nivel de lo que nadie descubrirá si los pone a todos a hacer un tipo especial de reloj. El mismo señor Ford es un hombre de limitaciones obstinadas. Es tan indiferente a la historia, por ejemplo, que admitió con toda calma, una vez que fue citado como testigo, que nunca había oído hablar de Benedict Arnold. Un americano que nunca ha oído hablar de Benedict Arnold es como un cristiano que nunca hubiera oído hablar de judas Iscariote. Es un caso raro. Creo que el señor Ford indicó de un modo general que pensaba que Benedict Arnold y Arnold Bennett eran una misma persona. No sólo no es así, sino que es erróneo suponer que tal error no tiene importancia. Si alguna vez, en el calor de la discusión, acusara al señor Arnold Bennett de haber traicionado al presidente de los Estados Unidos y de haber asolado el Sur con un ejército antiamericano, el señor Bennett podría iniciar una acción contra él. Si el señor Ford supusiera que la señora que recientemente escribió sus revelaciones en el Daily Express tiene edad suficiente para ser la viuda de Benedict Arnold, la señora podría entablar un pleito.  Ahora bien, no es imposible que entre los obreros que el señor Ford considera (probablemente con mucho acierto) capaces de hacer sólo la parte mecánica de la construcción de cosas mecánicas pueda haber un hombre a quien le agrade leer toda la historia de la que puede echar mano; y que haya ido adelantando paso a paso, mediante penosos esfuerzos autodidactas, hasta tener bien clara en su mente la diferencia entre Benedict Arnold y Arnold Bennett. Si a su patrón no le importara la diferencia, desde luego que no le consultaría sobre dicha diferencia, y el hombre continuaría siendo, según todas las apariencias, un mero diente de la máquina; y no habría razón para descubrir que se trataba de un diente de rueda bastante reflexivo. Cualquiera que conozca algo del trabajo moderno sabe que hay cierto número de hombres semejantes, los cuales permanecerán en puestos subalternos y oscuros porque sus gustos y talentos privados no tienen relación alguna con el trabajo estúpido del que se ocupan. Si el señor Ford extiende su negocio sobre el sistema solar y suministra automóviles a los marcianos y al hombre de la Luna, no se acercará con ello una pulgada al espíritu del hombre que trabaja una máquina para él y entretanto piensa en algo con más sentido. Todas las cosas humanas son imperfectas, pero las condiciones en las cuales surgen hasta cierto punto esas inclinaciones y aptitudes secundarias son condiciones de pequeña independencia. El campesino casi siempre se ocupa de dos o tres funciones secundarias, y vive de oficios y medios diversos. El tendero de pueblo afeitará a los viajeros, y disecará comadrejas, y cultivará repollos y hará otra media docena de cosas por el estilo, manteniendo en su vida una suerte de equilibrio semejante al equilibrio de la cordura en el alma. El método no es perfecto, pero es más inteligente que convertir a un hombre en máquina a fin de descubrir que tiene un alma superior a la maquinaria.
Por lo tanto, sobre este punto de compromiso inmediato con la maquinaria, me inclino a inferir que está muy bien usar las máquinas existentes en la medida en que originen una psicología que pueda despreciar las máquinas; pero no si crean una psicología que las respete. El automóvil Ford es un ejemplo excelente de esta cuestión, aún mejor que el otro ejemplo que he puesto del suministro de electricidad a pequeños talleres. Si poseer un coche Ford significa regocijarse con el coche Ford, es bastante triste que no nos lleve más allá de Tooting o el regocijo por un tranvía de Tooting. Pero si poseer un coche Ford significa gozar de un campo de cereales o tréboles, en un paisaje nuevo y una atmósfera libre, puede ser el principio de muchas cosas. Puede ser, por ejemplo, el final del auto y el principio de una casita de campo. De modo que casi podríamos decir que el triunfo final del señor Ford no consiste en que el hombre suba al coche, sino en que su entusiasmo caiga fuera del coche. Que encuentre en alguna parte, en rincones remotos y campestres a los que normalmente no hubiera llegado, esa perfecta combinación y equilibrio de setos, árboles y praderas ante cuya presencia cualquier máquina moderna aparece de pronto como un absurdo, y aun como un absurdo anticuado. Probablemente ese hombre feliz, habiendo hallado el lugar de su verdadero hogar, procederá gozosamente a destrozar el auto con un gran martillo, dando por primera vez verdadero uso a sus pedazos de hierro y destinándolos a utensilios de cocina o herramientas de jardín. Eso es usar un instrumento científico en la forma que corresponde, porque es usarlo como instrumento. El hombre ha usado la maquinaria moderna para escapar de la sociedad moderna, y la inteligencia ensalza al instante la razón y rectitud de semejante conducta. No sucede lo mismo con los hermanos más débiles que no se contentan con confiar en el coche del señor Ford, sino que confían también en su doctrina. Si aceptar el automóvil implica aceptar la filosofía que acabo de criticar y la idea de que algunos hombres han nacido para fabricar automóviles, o más bien pequeños trozos de automóviles, entonces más le valdrá al filósofo decir francamente que los hombres nunca necesitaron en absoluto tener automóviles. Sólo porque el hombre había sido enviado al destierro en un tren, tenía que ser repatriado en un auto. Sólo porque toda la maquinaria ha sido empleada para hacer las cosas mal, alguna maquinaria puede ser ahora bien empleada para mejorarlas. Pero en general infiero que puede usarse así; y mi razón es la que expuse en páginas anteriores bajo el título de «La posibilidad de recuperación». Señalé que nuestro ideal es tan sano y sencillo, que concuerda tanto con los instintos antiguos y generales de los hombres, que una vez que se le dé oportunidad en alguna parte, mejorará su suerte por su propia vitalidad interna: porque cuando desaparece una enfermedad siempre hay una reacción favorable. El hombre que ha usado su automóvil para encontrar su terreno en el campo se interesará más por éste que por el auto; y desde luego que se interesará más por su quinta que por el negocio donde antaño comprara el coche. Y el señor Ford no lo volverá a arrastrar al negocio, ni aun diciéndole tiernamente que no es apto para ser agricultor, ni para criar caballos, ni para ejercer de cabañero, puesto que su intelecto deficiente y su tipo antropológico degradado lo capacitan sólo para actividades inferiores y mecánicas. Si alguien intentara decirle eso (dulcemente, claro está) a considerable número de hacendados que durante algún tiempo hubieran vivido, ellos y sus familias, de sus propias tierras, descubriría los defectos de tal maniobra.



No hay comentarios:

Publicar un comentario

De Balzac

  “ Finalmente, todos los horrores que los novelistas creen que  están inventando están siempre por debajo de la verdad” .  Coronel Chabert...

– Contra hidalguía en verso -dijo el Diablillo- no hay olvido ni cancillería que baste, ni hay más que desear en el mundo que ser hidalgo en consonantes. (Luis Vélez de Guevara – 1641)

La Corona de Uganda

La Corona de Uganda

Seguidores

Mi lista de blogs