IV
ALGUNOS ASPECTOS DE LA MAQUINA
4. El hombre libre y el automóvil Ford.
“Cualquiera que conozca
algo del trabajo moderno sabe que hay cierto número de hombres semejantes, los
cuales permanecerán en puestos subalternos y oscuros porque sus gustos y
talentos privados no tienen relación alguna con el trabajo estúpido del que se
ocupan.” Chesterton
No
soy un fanático, y además creo que las máquinas pueden ser de gran utilidad
para destruir el maquinismo. Puedo concederles considerable valor en la tarea
de exterminar todo lo que ellas representan. Pero expresar la verdad en esos
términos es hablar de la conclusión remota de nuestra revolución lenta y
razonable. En la situación presente, la misma verdad puede formularse de forma
más moderada. Deberíamos mirar con racional benevolencia todas las cosas
típicas de nuestro tiempo. La máquina no es mala, sólo es absurda.
Quizás deberíamos decir que es sólo infantil, y hasta puede ser apreciada en su
verdadero espíritu por un niño. Por lo tanto, si descubrimos que alguna máquina
nos permite escapar de un infierno de maquinaria no estamos pecando, aunque tal
vez estemos haciendo un papel tonto, como el de un soldado de caballería que
fuera a unirse con su regimiento montado sobre una bicicleta vieja. Lo esencial
es darse cuenta de que la situación actual tiene algo de ridículo, más
disparatado que cualquier utopía. Así, por ejemplo, tendré ocasión de señalar
aquí la propuesta de la electricidad central, y podríamos justificar su uso
mientras estudiamos la broma que representa. Pero, en realidad, ni siquiera
vemos lo gracioso de las aguas corrientes ni de la compañía de aguas. Es
casi demasiado toscamente cómico que cosa tan esencial para la vida como lo es
el agua tenga que sernos traída desde un lugar desconocido por alguien a quien
nadie conoce, a veces desde casi cien millas de distancia. Es tan gracioso como
si nos enviaran aire desde millas de distancia y todos anduviéramos como buzos
en el fondo del mar. La única persona razonable es el campesino que posee su
propio pozo. Pero nosotros tenemos mucho camino que recorrer antes de
empezar a pensar en ser razonables.
Actualmente
hay algunos ejemplos de centralización cuyos efectos pueden preparar la descentralización.
Un caso evidente es el que se discutió recientemente, relacionado con una
planta eléctrica común. Considero totalmente cierto que si pudiera
rebajarse el precio de la electricidad mejoraría mucho la suerte de gran número
de pequeñas tiendas independientes, y especialmente la de los talleres.
Al mismo tiempo, no hay duda alguna de que tal dependencia de una central
eléctrica para obtener energía es una dependencia real, y por ende es un
defecto dentro de cualquier plan completo de independencia. Me imagino
que muchos distributistas diferirán considerablemente sobre este punto; pero,
en lo que a mí se refiere, me inclino a seguir la política más moderada y
provisional que he indicado aquí más de una vez. Creo que es necesario, en
primer término, asegurarse de que las pequeñas propiedades tengan algún éxito
en grado más o menos decisivo. Ante todo, creo que es de importancia vital
crear la experiencia de la pequeña propiedad, la psicología de la pequeña
propiedad, la clase de hombre que sea pequeño propietario. Una vez que
exista esa clase de hombres, decidirán, de manera muy diferente que cualquier muchedumbre
moderna, hasta dónde ha de dominar su propia casa la central eléctrica, o si ha
de dominarla en alguna medida. Tal vez esos hombres descubran el modo
de dividir e individualizar esa energía eléctrica. Sacrificarán, si es necesario
el
sacrificio, hasta la ayuda de la ciencia por el hambre de posesión. De modo que, por el momento, estoy dispuesto a aceptar cualquier ayuda que la ciencia y la maquinaria puedan prestar para la pequeña propiedad, sin someterme a tales supersticiones en lo que tienen de puramente destructivas y sin dejar de tener presente el ideal del labriego como motivo y meta. Pero la mayoría de quienes nos ofrecen ayuda mecánica parecen ignorar completamente qué es lo que consideramos como una ayuda. Un nombre muy conocido ilustrará cómo se hace la cosa y la ignorancia del hombre que la hace.
sacrificio, hasta la ayuda de la ciencia por el hambre de posesión. De modo que, por el momento, estoy dispuesto a aceptar cualquier ayuda que la ciencia y la maquinaria puedan prestar para la pequeña propiedad, sin someterme a tales supersticiones en lo que tienen de puramente destructivas y sin dejar de tener presente el ideal del labriego como motivo y meta. Pero la mayoría de quienes nos ofrecen ayuda mecánica parecen ignorar completamente qué es lo que consideramos como una ayuda. Un nombre muy conocido ilustrará cómo se hace la cosa y la ignorancia del hombre que la hace.
El
otro día me encontré en un automóvil Ford, igual a aquel en el cual recuerdo
haber recorrido Palestina y a aquel en el cual (supongo) le gustaría al señor
Ford pasar por encima de los hebreos. Sea como fuere, me recordó al señor Ford,
y eso me hizo pensar en el señor Penty y en sus opiniones sobre la igualdad y
la civilización mecánica. El coche Ford (si puedo probar suerte con una de esas
ideas nuevas con que nos importunan los periódicos) es un producto típico de la
época. Lo mejor que tiene es aquello por lo cual es despreciado: su pequeñez. Y
lo peor que tiene es aquello por lo cual es alabado: es un producto en serie.
Su pequeñez, claro está, es el tema de infinitos chistes americanos sobre el
hombre que atrapa un Ford como una mosca o posiblemente como una pulga. Pero
nadie parece notar que esa difusión de los viajes en automóvil (por equivocados
que sean el motivo y el método) está en realidad en completa contradicción con
esa charla fatalista sobre los monopolios y concentraciones inevitables. El ferrocarril
está decayendo a ojos vista, los pájaros hacen sus nidos en las señales, y los
lobos, por así decirlo, en las salas de espera. Y el ferrocarril era realmente
un modo de viajar comunal y concentrado, como el de una utopía de socialistas.
El viajero libre y solitario vuelve a aparecer ante nuestros ojos; no siempre,
es verdad, equipado con zurrón y concha, aunque sí habiendo recuperado en
cierta medida la libertad del camino real, a la manera de la Inglaterra Feliz.
Pero tampoco es ésta la única cosa antigua que ese modo de viajar ha revivido.
Mientras el empalme de Mugby ha empezado a descuidar sus despachos de refrescos,
Hugby-in-the-Hole ha resucitado sus posadas. En esa medida limitada, el
automóvil Ford es ya un retorno al hombre libre. Si bien no posee tres acres y
una vaca, posee el inadecuado sustituto de tres mil millas, y un auto. No
quiero decir que esta evolución satisfaga mis teorías. Pero digo, sí, que
destruye las teorías de otros; todas las teorías que consideran lo colectivo
como cosa del futuro y lo individual como cosa del pasado. Aun en el
camino especial y asfixiante de la ciencia y la maquinaria, los hechos van contra
sus teorías.
Con
todo, nunca he oído que alabaran real e inteligentemente por eso al señor Ford
y su cochecito. Desde luego que con frecuencia he oído que lo alaban por todas
las ventajas de lo que se llama estandarización. Cuando su auto se destroza con
estrépito en medio de Salisbury Plain, aunque no es muy probable que
ningún fragmento de otro coche destruido se encuentre perdido entre las ruinas
de Stonehenge, si a pesar de todo los hay, resulta una gran ventaja
saber que probablemente serán del mismo modelo y podrá uno llevárselos para
arreglar su propio vehículo. El mismo principio es aplicable a las personas que
viajan en automóvil por el Tíbet, a quienes les regocijará pensar que, si por
casualidad apareciera otro automovilista de Estados Unidos, les sería posible
intercambiar ruedas y frenos en señal de amistad. Quizás no haya expuesto del
todo correctamente los detalles del argumento, pero lo que dice de modo general
es que si le sucede algo a alguna parte de la máquina, puede remplazarse con
idéntica maquinaria. Y de cualquier modo, el argumento podría llevarse mucho
más lejos, y usarse para explicar muchas cosas. No estoy seguro de que no sea
la clave de muchos misterios de la época. Empiezo a comprender, por ejemplo,
por qué los relatos de las revistas son todos exactamente iguales: se pide que
así sea para que, cuando uno se ha dejado olvidada una revista en un vagón a
mitad de un cuento llamado «Los ojos de color de pensamiento», pueda continuar
con la misma narración, aparecida en otra revista bajo el título de «Las cercas
de diente de león». Explica por qué los artículos de fondo sobre el futuro de
las iglesias son exactamente iguales, de modo que podamos empezar a leer uno en
el Daily Chronicle y acabarlo en el Daily Express. Explica por
qué todas las declaraciones públicas que nos instan a preferir las cosas nuevas
a las viejas, nunca, ni por casualidad, dicen nada nuevo; quieren decir
simplemente que deberíamos ir a un nuevo quiosco de periódicos y leer lo mismo
en un nuevo diario. Por eso las caricaturas americanas se repiten como una
fórmula matemática; es para que, cuando hayamos arrancado una parte del dibujo
para envolver unos bocadillos, podamos arrancar un pedazo de otro dibujo y lograr
que encaje siempre bien. Por eso también todos los millonarios americanos
tienen el mismo aspecto; para que, cuando la expresión viva y resuelta de uno
de ellos haya hecho que le desfiguremos la cara de un fuerte puñetazo, siempre
sea posible componérsela con narices y mandíbulas sacadas de otros millonarios
exactamente igual constituidos.
Tales
son las ventajas de la estandarización. Pero, como puede sospecharse, creo que
se exageran dichas ventajas, y estoy de acuerdo con el señor Penty, que duda de
que toda esta repetición corresponda en realidad a la naturaleza humana. La
observación del señor Ford acerca de la diferencia entre hombres y hombres
suscitó una cuestión muy interesante; también su insinuación de que la mayoría
de los hombres preferían la actividad mecánica o eran aptos sólo para ella.
Sobre todos estos argumentos que tocan a la igualdad humana, yo siempre he
pensado una cosa que halla su expresión en una prueba ideada por mí. Empezaré
a tomar en serio esas clasificaciones de superioridad e inferioridad cuando
encuentre un hombre que se incluya entre los inferiores. Se advertirá
que el señor Ford no dice que él sólo sea apto para atender a las máquinas;
confiesa francamente que es un ser demasiado refinado, libre e inconformista
para semejantes tareas. Creeré en la doctrina el día que oiga decir a alguien:
«Sólo tengo capacidad para hacer girar una rueda». Eso sería verdadero, eso
sería realista, eso sería científico. Eso sería un testimonio independiente
difícilmente discutible. Lo mismo sucede, claro está, con todas las otras
superioridades y negaciones de la igualdad humana tan particularmente características
de una época científica. Así pasa con los hombres que hablan de razas
superiores e inferiores; nunca he oído a un hombre decir: «La antropología
demuestra que pertenezco a una raza inferior». Si lo hiciera, quizás
estaría hablando como un antropólogo. No obstante, habla como un hombre y con
frecuencia como un tonto. Durante mucho tiempo he tenido esperanzas de oír a
algún hombre que explicara sobre principios científicos su propia incapacidad para
algún cargo o privilegio importante diciendo: «El mundo debería pertenecer a
las razas libres y luchadoras, y no a personas de esa disposición servil que
notará usted en mí; los inteligentes sabrán cómo formarse opiniones, pero la evidente
inferioridad intelectual que padezco hace que mis opiniones aparezcan ante
ellos como abiertamente absurdas: ellos son de razas soberbias, como dioses...
¡y míreme a mí! ¡Observe mis facciones informes e ínfimas! ¡Contemple, si puede
soportarlo, mi cara vulgar y repulsiva! ». Si oyera a un hombre haciendo una
demostración científica por el estilo, admitiría que es realmente un
científico. Pero como sucede invariablemente, por extraña coincidencia,
que la raza superior es la propia raza, el tipo superior el tipo propio y la
preferencia superior por el trabajo la clase de trabajo que él prefiere... he
llegado a la conclusión de que hay una explicación más simple.
El
señor Ford es un buen hombre, en la medida en que esto es compatible con ser un
buen millonario. Pero él mismo nos mostrará muy bien dónde radica la falacia de
su argumento. Probablemente sea muy cierto que en la fabricación de motores
participen cien hombres capaces de hacer funcionar un motor y uno solo que
podría inventarlo. Pero de los cien hombres que pueden hacer funcionar un motor
es probable que uno pudiera proyectar un jardín, otro inventar una charada,
otro imaginar un chiste o una caricatura graciosa sobre el señor Ford. Por cierto
que con todo lo que aquí voy diciendo no quiero negar las diferencias de inteligencia
ni sugerir que la igualdad (cosa enteramente religiosa) dependa de ninguna
negación imposible. Pero sí quiero decir que los hombres están más
cerca de un nivel de lo que nadie descubrirá si los pone a todos a hacer un
tipo especial de reloj. El mismo señor Ford es un hombre de limitaciones
obstinadas. Es tan indiferente a la historia, por ejemplo, que admitió con toda
calma, una vez que fue citado como testigo, que nunca había oído hablar de Benedict
Arnold. Un americano que nunca ha oído hablar de Benedict Arnold es
como un cristiano que nunca hubiera oído hablar de judas Iscariote. Es un caso
raro. Creo que el señor Ford indicó de un modo general que pensaba que Benedict
Arnold y Arnold Bennett eran una misma persona. No sólo no es así,
sino que es erróneo suponer que tal error no tiene importancia. Si alguna vez,
en el calor de la discusión, acusara al señor Arnold Bennett de haber
traicionado al presidente de los Estados Unidos y de haber asolado el Sur con
un ejército antiamericano, el señor Bennett podría iniciar una acción contra
él. Si el señor Ford supusiera que la señora que recientemente escribió sus
revelaciones en el Daily Express tiene edad suficiente para ser la viuda de
Benedict Arnold, la señora podría entablar un pleito. Ahora bien, no es imposible que entre los
obreros que el señor Ford considera (probablemente con mucho acierto) capaces
de hacer sólo la parte mecánica de la construcción de cosas mecánicas pueda
haber un hombre a quien le agrade leer toda la historia de la que puede echar
mano; y que haya ido adelantando paso a paso, mediante penosos esfuerzos
autodidactas, hasta tener bien clara en su mente la diferencia entre Benedict
Arnold y Arnold Bennett. Si a su patrón no le importara la diferencia,
desde luego que no le consultaría sobre dicha diferencia, y el hombre
continuaría siendo, según todas las apariencias, un mero diente de la máquina;
y no habría razón para descubrir que se trataba de un diente de rueda bastante
reflexivo. Cualquiera que conozca algo del trabajo moderno sabe que hay
cierto número de hombres semejantes, los cuales permanecerán en puestos
subalternos y oscuros porque sus gustos y talentos privados no tienen relación
alguna con el trabajo estúpido del que se ocupan. Si el señor
Ford extiende su negocio sobre el sistema solar y suministra automóviles a los
marcianos y al hombre de la Luna, no se acercará con ello una pulgada al espíritu
del hombre que trabaja una máquina para él y entretanto piensa en algo con más
sentido. Todas las cosas humanas son imperfectas, pero las
condiciones en las cuales surgen hasta cierto punto esas inclinaciones y
aptitudes secundarias son condiciones de pequeña independencia. El campesino
casi siempre se ocupa de dos o tres funciones secundarias, y vive de oficios y
medios diversos. El tendero de pueblo afeitará a los viajeros, y disecará comadrejas,
y cultivará repollos y hará otra media docena de cosas por el estilo,
manteniendo en su vida una suerte de equilibrio semejante al equilibrio de la
cordura en el alma. El método no es perfecto, pero es más inteligente que
convertir a un hombre en máquina a fin de descubrir que tiene un alma superior
a la maquinaria.
Por
lo tanto, sobre este punto de compromiso inmediato con la maquinaria, me
inclino a inferir que está muy bien usar las máquinas existentes en la
medida en que originen una psicología que pueda despreciar las máquinas; pero
no si crean una psicología que las respete. El automóvil Ford es un
ejemplo excelente de esta cuestión, aún mejor que el otro ejemplo que he puesto
del suministro de electricidad a pequeños talleres. Si poseer un coche Ford
significa regocijarse con el coche Ford, es bastante triste que no nos lleve
más allá de Tooting o el regocijo por un tranvía de Tooting. Pero
si poseer un coche Ford significa gozar de un campo de cereales o tréboles, en
un paisaje nuevo y una atmósfera libre, puede ser el principio de muchas cosas.
Puede ser, por ejemplo, el final del auto y el principio de una casita de
campo. De modo que casi podríamos decir que el triunfo final del señor Ford no
consiste en que el hombre suba al coche, sino en que su entusiasmo caiga fuera
del coche. Que encuentre en alguna parte, en rincones remotos y campestres a
los que normalmente no hubiera llegado, esa perfecta combinación y equilibrio
de setos, árboles y praderas ante cuya presencia cualquier máquina moderna aparece
de pronto como un absurdo, y aun como un absurdo anticuado. Probablemente ese
hombre feliz, habiendo hallado el lugar de su verdadero hogar, procederá
gozosamente a destrozar el auto con un gran martillo, dando por primera vez
verdadero uso a sus pedazos de hierro y destinándolos a utensilios de cocina o
herramientas de jardín. Eso es usar un instrumento científico en la forma que
corresponde, porque es usarlo como instrumento. El hombre ha usado la maquinaria
moderna para escapar de la sociedad moderna, y la inteligencia ensalza al
instante la razón y rectitud de semejante conducta. No sucede lo mismo con los
hermanos más débiles que no se contentan con confiar en el coche del señor
Ford, sino que confían también en su doctrina. Si aceptar el automóvil implica
aceptar la filosofía que acabo de criticar y la idea de que algunos hombres han
nacido para fabricar automóviles, o más bien pequeños trozos de automóviles,
entonces más le valdrá al filósofo decir francamente que los hombres nunca
necesitaron en absoluto tener automóviles. Sólo porque el hombre había sido
enviado al destierro en un tren, tenía que ser repatriado en un auto. Sólo
porque toda la maquinaria ha sido empleada para hacer las cosas mal, alguna
maquinaria puede ser ahora bien empleada para mejorarlas. Pero en
general infiero que puede usarse así; y mi razón es la que expuse en páginas anteriores
bajo el título de «La posibilidad de recuperación». Señalé que nuestro ideal es
tan sano y sencillo, que concuerda tanto con los instintos antiguos y generales
de los hombres, que una vez que se le dé oportunidad en alguna parte, mejorará
su suerte por su propia vitalidad interna: porque cuando desaparece una
enfermedad siempre hay una reacción favorable. El hombre que ha usado su
automóvil para encontrar su terreno en el campo se interesará más por éste que
por el auto; y desde luego que se interesará más por su quinta que por el
negocio donde antaño comprara el coche. Y el señor Ford no lo volverá a
arrastrar al negocio, ni aun diciéndole tiernamente que no es apto para ser
agricultor, ni para criar caballos, ni para ejercer de cabañero, puesto que su
intelecto deficiente y su tipo antropológico degradado lo capacitan sólo para
actividades inferiores y mecánicas. Si alguien intentara decirle eso (dulcemente,
claro está) a considerable número de hacendados que durante algún tiempo hubieran
vivido, ellos y sus familias, de sus propias tierras, descubriría los defectos de
tal maniobra.
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