Una obra adquiere la consideración de
clásica cuando sus valores, su mensaje, su esencia, trascienden el espacio
tiempo convirtiéndose en un referente universal. Un dicho popular nos recuerda
que no hay nada nuevo bajo el sol. Lo que sucede en la actual situación
española, pese a lo lamentable de su situación, no es nuevo ni único. Con
independencia de partidismos, colores, simpatías o antipatías, el caos en que
nos hallamos metidos es un producto de la formación de nuestros gobernantes.
Reconocer los males es el primer paso para avanzar y curar enfermedades. La
ceguera, ingenua o interesada, de los grupos de poder, conduce a un callejón
sin salida.
Nadie queda libre de culpa y el mal
radica en puntos fundamentales que se encuentran más allá de la ambición, la
codicia o la manipulación. Como he mencionado antes, un clásico tal vez nos
permita hallar respuestas a nuestro triste presente.
Reproduzco a continuación un fragmento
de la “Carta VII” de Platón que considero de gran interés. Cada cual que
obtenga las reflexiones que inspire su conocimiento:
“Siendo yo joven, pasé por la misma
experiencia que otros muchos; pensé dedicarme a la política tan pronto como
fuera dueño de mis propios actos; y he aquí las vicisitudes de los asuntos
públicos de mi patria a que hube de asistir. Siendo objeto de general censura
el régimen político a la sazón imperante se produjo una revolución; al frente
de este movimiento revolucionario se instauraron como caudillos cincuenta y un
hombres: diez en el Pireo y once en la capital, mientras que treinta se
instauraron con plenos poderes al frente del gobierno en general. Se daba la
circunstancia de que algunos de éstos eran allegados y conocidos míos y en
consecuencia requirieron al punto mi colaboración, por entender que se trataba
de actividades que me interesaban. La reacción mía no es de extrañar, dada mi
juventud; yo pensé que ellos iban a gobernar la ciudad sacándola de un régimen
de vida injusto y llevándola a un orden mejor, de suerte que les dediqué mi más
apasionada atención a ver si lo conseguían. Y vi que en poco tiempo hicieron
aparecer bueno, como una edad de oro, el anterior régimen. Entre otras
tropelías que cometieron estuvo la de enviar a mi amigo, el anciano Sócrates,
de quien yo no tendría reparo en afirmar que fue el más justo de los hombres de
su tiempo, a que, en unión de otras personas, prendiera a un ciudadano para
conducirlo por la fuerza a ser ejecutado; orden dada con el fin de que Sócrates
quedara, de grado o por fuerza, complicado en sus crímenes; por cierto que él
no obedeció, y se arriesgó a sufrir toda clase de castigos antes de hacerse
cómplice de sus iniquidades. Viendo, digo, todas estas cosas y otras semejantes
de la mayor gravedad, lleno de indignación me inhibí de las torpezas de aquel
período.
No mucho tiempo después, cayó la
tiranía de los Treinta y todo el sistema político imperante. De nuevo, aunque
ya menos impetuosamente me arrastró el deseo de ocuparme de los asuntos
públicos de la ciudad. Ocurrían desde luego también bajo aquel gobierno, por
tratarse de un período turbulento, muchas cosas que podrían ser objeto de
desaprobación; y nada tiene de extraño que, en medio de una revolución, ciertas
gentes tomaran venganzas excesivas de algunos adversarios. No obstante, los
entonces repatriados observaron una considerable moderación. Pero dio también
la casualidad de que algunos de los que estaban en el poder llevaron a los
tribunales a mi amigo Sócrates, a quien acabo de referirme, bajo la acusación
más inicua y que menos le cuadraba. En
efecto, unos acusaron de impiedad y otros condenaron y ejecutaron al hombre que
un día no consintió en ser cómplice del ilícito arresto de un partidario de los
entonces proscritos, en ocasión en que ellos padecían las adversidades del
destierro. Al observar yo cosas como éstas y a los hombres que ejercían los
poderes públicos, así como las leyes y las costumbres, cuanto con mayor atención
lo examinaba, al mismo tiempo que mi edad iba adquiriendo madurez, tanto más
difícil consideraba administrar los asuntos públicos con rectitud: no me
parecía, en efecto, que fuera posible hacerlo sin contar con amigos y
colaboradores dignos de confianza; encontrar quiénes lo fueran no era fácil,
pues ya la ciudad no se regía por las costumbres y prácticas de nuestros
antepasados, y adquirir otros nuevos con alguna facilidad era imposible; por
otra parte, tanto la letra como el espíritu de las leyes se iba corrompiendo y
el número de ellas crecía con extraordinaria rapidez. De esta suerte, yo, que
al principio estaba lleno de entusiasmo por dedicarme a la política, al volver
mi atención a la vida pública y verla arrastrada en todas direcciones por toda
clase de corrientes, terminé por verme atacado de vértigo, y si bien no
prescindí de reflexionar sobre la manera de poder introducir una mejora en
ella, sí dejé, sin embargo, de esperar sucesivas oportunidades de intervenir
activamente. Y terminé por adquirir el convencimiento con respecto a todos los
Estados actuales de que están sin excepción, mal gobernados; en efecto, lo
referente a su legislación no tiene remedio sin una extraordinaria reforma,
acompañada además de suerte para implantarla. Y me vi obligado a reconocer, en
alabanza de la verdadera filosofía, que de ella depende el obtener una visión
perfecta y total de lo que es justo, tanto en el terreno político como en el
privado, y que no cesará en sus males el género humano hasta que los que son
recta y verdaderamente filósofos ocupen los cargos públicos, o bien los que
ejercen el poder en los Estados lleguen, por especial favor divino, a ser
filósofos en el auténtico sentido de la palabra.” (PLATON – “Carta VII”)
Algunas frases que me han “tocado”,
esto es personal y no dogma de fe, son:
“pensé que ellos iban a gobernar la ciudad
sacándola de un régimen de vida injusto y llevándola a un orden mejor”
“en poco tiempo hicieron aparecer bueno, como
una edad de oro, el anterior régimen.”
“se arriesgó (Sócrates) a sufrir toda clase
de castigos antes de hacerse cómplice de sus iniquidades.”
“Viendo, digo, todas estas cosas y otras
semejantes de la mayor gravedad, lleno de indignación me inhibí de las torpezas
de aquel período.”
“cayó la tiranía” (…) “ciertas gentes tomaran
venganzas excesivas de algunos adversarios.”
“los hombres que ejercían los poderes
públicos, así como las leyes y las costumbres, cuanto con mayor atención lo
examinaba, al mismo tiempo que mi edad iba adquiriendo madurez, tanto más
difícil consideraba administrar los asuntos públicos con rectitud”
“la ciudad no se regía por las costumbres y
prácticas de nuestros antepasados,”
“la letra como el espíritu de las leyes se iba
corrompiendo y el número de ellas crecía con extraordinaria rapidez”
Mal grave es asistir a “la vida pública y
verla arrastrada en todas direcciones por toda clase de corrientes”
“terminé por adquirir el convencimiento con
respecto a todos los Estados actuales de que están sin excepción, mal
gobernados;”
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