En
un lejano lugar, de una remota tierra, perdida en la sierra, una aldea había. El
lugar era un sitio inhóspito que vivía del arado nuestro de cada día y de sus
escasos rebaños. Apenas interés tenía, sus callejuelas embarradas no podían
alimentar el mantenimiento de la iglesia que se hundía por momentos bajo el
peso de sus numerosas goteras y sus falsos cimientos. Carecía la parroquia de
alguien que velase por sus necesidades espirituales y, como nada recibían, nada
daban.
En ella
encomendaron su labor espiritual a un clérigo de una orden mendicante, de
recién cantada misa y que al pueblo serviría. En el Arzobispado preocupaba su
situación, que en los caseríos y pequeños lugares, la fe menguaba. La gente
desocupaba sus tareas espirituales y los diezmos se acortaban a pasos
agigantados, sin poder mantener su devoción a Jesús Sacramentado.
La primera
misa de este clérigo fue dedicada a Santa María; sin embargo, la segunda, la
tercera y la cuarta allí se repetían. Transcurrían las fechas, con sus tiempos
litúrgicos que marcaban la vida de los pueblos, más todos los días eran santos
y buenos para alabar a la Virgen María. Pronto descubrieron los moradores de la
aldea que aquel hombre era corto de entendederas. Por mucho que pidieron e
insistieron, aquel hombre no sabía decir otra misa y la repetía cada día, más
la sabía por uso que por sabiduría.
Los
hombres necesitaban conocer la época que vivían y sus cercanías, que anunciasen
las siembras, sus recolectas, los festejos locales, sus santos devotos y sus
tradiciones por siglos veneradas y alabadas. Las mujeres, duras y agrestes como
aquellos lugares, exigían que se rezaran las correspondientes misas con sus
santorales, bautizos y devociones. Pero todo le era indiferente para a aquel
hombre, corto de sabidurías y más corto todavía en sus conocimientos.
Los
lugareños indagaron y preguntaron en la orden mendicante a la que pertenecía.
El superior les recibió preocupado pues imaginaba lo que encima le venía.
Cuando sus dudas y quejas plantearon, el fraile les contó que aquel hombre fue
un expósito confiado al convento que le vio crecer. Jamás mal alguno realizó, y
pasaba horas tan largas como días, delante de la Virgen María. Los votos el
joven quiso abrazar, cosa que a ningún hombre se le puede negar. Pero si sus
éxtasis marianos eran de un espíritu tan elevado a Dios, poco había aprendido
en su formación. Por mucho que intentaron y formaron, por mucha voluntad que el
devoto ponía, tan rápido como el conocimiento venía, éste se perdía en el
laberinto de sus pensares. Solo repetía con profunda devoción la misa a Santa
María.
Más
frailes disponibles no quedaban, los mejores habían partido para las ciudades
importantes donde eran más necesarios que en los pequeños lugares. Las quejas que
los labriegos formularon al abad fueron ignoradas por la orden. En el hombre no
hallaron maldad, tan solo ignorancia y falta de formación, que si bien se la
dieron él no la comprendió.
Los
labriegos, molestos por la ignorancia del clérigo y atrevidos en sus
decisiones, al Arzobispo presentaron sus lamentaciones. No era justo que solo a
la Virgen rezaran todo el tiempo. La fe se perdía en otros santos y devotos
patronos; que si la fe se perdía, añadieron malintencionados, el pueblo de la
misa huiría.
Le
obispo renegando por lo que el clérigo allí estaba desorganizando, mando de inmediato
llamar al subordinado, que no era bueno perder la clientela y los menguados
diezmos que aportaba.
Respetando
el voto de obediencia, montó en su borrico para ir a buscar la presencia del
señor Arzobispo. Tenía tanto miedo, pues campanadas habían sonado, de lo que el
Vicario divino le pudiera decir, que había perdido hasta el color. Vergüenza
sentía que corría por sus venas cual río desbordado de continuos fracasos.
Llegado
a su santa presencia, el abad del convento también fue convocado. Sus rostros
severos se dirigieron hacia el inculpado.
– Dime la
verdad –dijo el obispo– cuentan que tan corto eres que misa no sabes hacer, ni
quieres. No respetas la Cuaresma, ni Pentecostés, ni Adviento y el tiempo ordinario
lo vuelves tan vulgar que solo sabes una misa a la Virgen hacer. Homilías no
haces y a tu rebaño olvidas hasta en los más pequeños detalles. Próximo a la
herejía te encuentras hundiéndome en mil pesares.
El hombre,
temeroso y asustado, sin querer faltar a la verdad, estando presente su tutor,
a quien no podía engañar, respondió:
–Si
falsease mi testimonio, faltaría a la caridad que le debo a su santidad. Querer
quiero, mas no puedo, que a la Virgen le debo tanto respeto y amor, que otra
cosa no puede salir de mí que su santa devoción.
– Observo
que tus hermanos contigo han tenido gran paciencia y siendo ciertos los rumores
que no tienes más ciencia que la de cantar una sola misa sin saber hacer otra
cosa, declaro que mi sentencia sea que vivas conforme tu creencia. A partir de
ahora quedas relevado del encargo de hacer misa diaria. Deberás dedicarte a las
tareas de limpieza y mantenimiento del convento que te dio cobijo. Que así sea
como lo he mandado y este hombre de hacer misa apartado.
El hombre
apenado regresó a los cuatro muros que le habían criado. De sus compañeros
burlas y escarnios recibió por no haber sabido cumplir con el mandato
encomendado. Tanta vergüenza sintió que en la capilla se encerró y durante días
a la Virgen en soledad pidió consejo, pues se sentía indigno y condenado hasta
por el propio clero.
Ocurrió
que en esas fechas una gran tormenta volcó sus desafueros en toda la comarca.
El cielo cubrió las estrellas, y el día en noche se convirtió. Durante una
semana no cesaba de llover a raudales hasta tal extremo que los ríos
desbordaron sus caudales. Piedras del tamaño de manzanas rompieron cercas, techumbres
y mataron sus ganados. La furia de sus truenos atormentó a los vecinos sin
descanso, ocasionando tantos males que vieron peligrar un invierno furioso que
hasta ellos llegaba sin avisar.
Desde un
ventanal de la catedral, el Arzobispo contemplaba la lluvia que tantos
destrozos ocasionaba. Peligraban las cosechas, y con ellas se ahogaban los donativos
que a sus fueros les debían. Culpando al clérigo de tamaña desgracia, que era
el hombre torpe y además gafe, se fue preocupado a la cama.
Los
sirvientes, después de servirle algo caliente, le dejaron solo en sus oraciones
y en su lecho. Intranquilo despertó cuando el portalón de la ventana cedió y el
agua entraba inundando sus aposentos. Prestos los criados limpiaron los
desperfectos, mas ya habían salido de la habitación cuando la ventana se volvió
a abrir.
En ella
apareció la Gloriosa Virgen María, acompañada de un coro de ángeles que daban
fe de lo que decía. El religioso, espantado, rostro en tierra cayó pensando que
el fin del mundo se estaba acercando. Tras ella truenos y relámpagos
incendiaban el cielo abriendo las puertas del averno.
La Madre
de Dios, con voz potente, se dirigió al obispo aterrado:
– ¿Por
qué fuiste contra mí tan cruel y tan villano? Solo te preocupabas de tus rentas
y no de tu hijo a quién más debías haber amado, que por necesitado más amor
merecía recibir. Él jamás daño ocasionó, ni a personas ni a rebaños y sin
embargo le has ridiculizado y condenado. Cuando cantaba misa cada día, por mí
lo hacía. Consideraste que eso era herejía que si se saltaba los tiempos la
devoción hacía mí mantenía. Por eso, quedas advertido, que si al clérigo no
permites hacer la misa mía, en treinta días tu tiempo en la tierra habrá acabado.
Si no cumples mi encargo, al purgatorio serás enviado y allí, además de tus otros
pecados, más tiempo pasarás por la ofensa al condenado.
Una vez
desaparecida la visión de la Virgen María, mando despertar a la guardia y a un
mensajero ordenó que ensillara su caballo para enviar un mensaje al abad. En el
mensaje ordenaba que al monje dejase de nuevo misa cantar, que siempre que por
la Madre de Dios lo hiciese, dentro de la fe estaba y permanecía. Si algo le
faltase al hombre, ya sea en el vestir o en el calzar, que se lo mandara decir,
que el suyo mismo le iba a dar.
El
pueblo, al enterarse de lo ocurrido, y habiendo cesado la tormenta, acudieron
en romería al monasterio del buen clérigo de Santa María. Le rogaron que a la
aldea regresara y que hiciera cuantas misas deseara en honor a la Virgen María,
que a partir de ese momento el pueblo la recibía como patrona y señora.
Se dice
que la cosecha se recuperó de la tormenta. Tanta fue la riqueza que la
Providencia otorgó a la pequeña aldea que sus diezmos aumentaron de forma
considerable levantando varias ermitas a la Madre de Nuestro Señor, no habiendo
oración ni devoción más grande que la de la Santa María Madre de Dios.
El
clérigo ignorante.- Miguel Navarro.
Relato
inspirado en el poema homónimo de Gonzalo de Berceo.
Milagros de Nuestra Señora - El
clérigo ignorante de Gonzalo de Berceo
Milagro IX - El clérigo ignorante
Era un simple clerigo pobre de
clereçia,
Diçie cutiano missa de la Sancta
Maria,
Non sabia deçir otra, diçiela
cada dia,
Mas la sabia por uso que por
sabiduria.
Fo est missacantano al bispo
acusado
Que era idiota, mal clerigo
probado:
Salve Sancta Parens solo tenie
usado,
Non sabie otra missa el torpe
embargado.
Po dura-ment movido el obispo a
sanna,
Diçie: nunqua de preste oí atal
hazanna:
Disso: diçít al fijo de la mala
putanna
Que venga ante mi, non lo pare
por manna.
Vino ante el obispo el preste
peccador,
Avie con él grant miedo perdida
la color,
Non podie de verguenza catar
contral sennor,
Nunqua fo el mesquino en tan mala
sudor.
Dissoli el obispo: preste, dime
la verdat,
Si es tal como diçen la tu
neçiedat:
Dissoli el buen omne: sennor, por
caridat
Si dissiese que non, dizria
falsedat.
Dissoli el obispo: quando non as
çiençia
De cantar otra missa, nin as sen,
nin potençia,
Viedote que non cantes, metote en
sentençia:
Viví commo mereçes por otra
agudençia.
Fo el preste su vía triste e
dessarrado,
A vie muy grant verguenza, el
danno muy granado,
Tornó en la Gloriosa ploroso e
quesado,
Que li diesse conseio, ca era
aterrado.
La Madre preçiosa que nunqua
falleçió
A qui de corazon a piedes li
cadió,
El ruego del su clerigo luego
gelo udió:
Non lo metió por plazo, luego li
acorrió.
La Virgo Gloriosa madre sin
diçion
Apareçiol al obispo luego en
vision:
Dixoli fuertes dichos, un
brabiello sermon,
Descubrioli en ello todo su
corazon.
Dixoli braba-mientre: don obispo
lozano,
Contra mi por qué fuste tan fuert
e tan villano?
Io nunqua te tollí valia de un
grano,
E tu asme tollido a mi un
capellano.
El que a mi cantaba la missa cada
dia,
Tu tovist que façia ierro de
eresia:
Judguestilo por bestia e por cosa
radia,
Tollisteli la orden de la
capellania.
Si tu no li mandares deçir la
missa mia
Commo solie deçirla, grant
querella avria.
E tu serás finado hasta el
trenteno dia:
Desend verás que vale la sanna de
Maria!
Fo con estas menazas el bispo
espantado,
Mandó enviar luego por el preste
vedado:
Rogol quel perdonasse lo que avie
errado,
Ca fo el en su pleito dura-ment
engannado
Mandolo que cantasse commo solie
cantar,
Fuesse de la Gloriosa siervo del
su altar,
Si algo li menguasse en vestir ó
en calzar,
El gelo mandarie del suyo mismo
dar.
Tornó el omne bono en su
capellania,
Sirvió a la Gloriosa Madre Sancta
Maria,
Finó en su ofiçio de fin qual yo
queria,
Fue la alma a la gloria, a la
dulz cofradia.
Non podriemos nos tanto escribir
nin rezar,
Aun porque podiessemos muchos
annos durar,
Que los diezmos miraclos
podiessemos contar,
Los
que por la Gloriosa denna Dios demostrar.
Muy buena historia esta la del clerigo que solo sabia hacer Misas a la Virgen Maria. Felicitaciones
ResponderEliminarMuchas gracias.
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